CAPÍTULO XXIII
Resultaba agradable encontrarse en medio de la animación en Londres, viajar en el Metro entre la multitud de usuarios. Los viernes son un buen día en Londres y eso se puede apreciar con facilidad en los rostros de sus habitantes, en sus ropas de coloridos brillantes, en las bolsas y maletas llenas de botas de agua verdes y gruesos jerseys.
Alex caminó por la Wimpole Street. Hacía mucho tiempo que no pasaba por allí, pensó, pero nada en la calle parecía haber cambiado.
No podía recordar el número de la casa en que vivió Saffier, pero tenía el edificio grabado en el corazón después de doce visitas antes de conseguir lo deseado. Tras doce visitas apretando entre la suya la mano de David, tratando de ignorar su expresión borreguil y sintiendo el pequeño frasquito dentro de su blusa, en el pecho, para mantenerlo caliente.
Aún recordaba cuál era el botón que debía pulsar, el segundo de la fila superior, bajo el que ahora podía leerse: R. Beard, médico ginecólogo. Leyó el resto de los nombres: D.B. Stewart, B. Kirkland, M.J. Sword-Daniels. No había ningún Saffier. Dio unos pasos atrás y volvió a comprobar los nombres bajo los pulsadores de los timbres; después apretó el botón de Beard y esperó.
Se oyó un fuerte zumbido y se abrió el pestillo. Alex empujó la puerta y entró. El recibidor de entrada estaba pintado de un color más brillante, pero por lo demás todo era exactamente igual como ella lo recordaba. Subió la escalera y empujó la puerta. Una chica muy alta, esbelta y elegante alzó los ojos desde la mesa de recepción junto a la que se sentaba y la miró por debajo del flequillo de color paja que le caía sobre los ojos.
– No sé si podrá usted ayudarme -dijo Alex-. Busco al doctor Saffier.
La chica abrió los labios y habló con una voz aguda e ininteligible que sonaba como un distante coche de carreras acelerando a fondo. Con un rápido movimiento de cabeza apartó su mechón de pelo hasta dejarlo en su lugar.
– ¿Perdón? ¿Cómo dice? -preguntó Alex, que se inclinó hacia adelante tratando de descifrar lo que decía la joven.
– Años… -logró entender-. ¡Caray! -oyó también.
Se abrió la puerta, que había detrás de la chica y apareció un caballero de aspecto amable, con un traje oscuro que le quedaba demasiado grande.
– ¿Has olvidado mi café, Lucy?
La chica se volvió y produjo un sonido semejante a un grupo de coches de carrera tomando una curva. El hombre se llevó la mano a la parte de atrás de la cabeza y miró a Alex con sus ojos azules muy abiertos.
– Richard Saffier -dijo con voz suave y ronca y movió la cabeza-. Se marchó de aquí hace mucho tiempo. Yo llevo aquí ya catorce años.
– ¿Sabe usted si aún vive?
El hombre alzó las cejas.
– Solía aparecer en la prensa con frecuencia. Pero hace tiempo que no leo nada de él. Esterilidad, ¿es eso? -El hombre la miró con expresión de curiosidad.
Alex afirmó con la cabeza.
– Tengo la impresión de que abrió una clínica en Surrey. Pero es muy posible que me equivoque.
– Es muy importante que me ponga en contacto con él.
– Miraré en el registro. A ver si puedo encontrar algo que la ayude.
Entró en su despacho, del que volvió a salir con un grueso volumen encuadernado en rojo y lo hojeó.
– No, aquí no figura. -Reflexionó un momento y después se volvió a su secretaria-. Mire a ver si puede ponerme con Simón Nightingale.
– Sí, muy bien -pudo descifrar Alex, que la contempló con curiosidad mientras pulsaba las teclas del teléfono con la misma elegancia que si estuviera tocando el piano.
Alex miró a su alrededor. En una de las paredes colgaba el retrato enmarcado de un gran yate lujoso con todas las velas desplegadas y con el nombre de Houndini pintado de modo llamativo en uno de sus costados.
– ¿Es usted una antigua amiga… suya?
Alex negó con la cabeza.
– Fui paciente suya.
– ¡Ah! Un hombre listo, creo.
– ¿Trabaja usted en el mismo campo?
– Bien… Realmente no. Soy un ginecólogo convencional.
Alex hizo un gesto de entendimiento. Varios coches de carrera aceleraron al tomar una larga recta y la flaca secretaria le pasó el teléfono al médico.
– Hola -dijo el médico-, ¿Simón? Soy Bob Beard. Sí, bien, ¿y tú? Sí, Felicity está bien, hizo un hoyo sobre par el pasado fin de semana, ¿puedes creerlo? Sí… en Dyke. Escucha, tengo poco tiempo. ¿Te dice algo el nombre de Saffier?
Alex lo observó, nerviosa.
El médico se volvió a Alex.
– ¿Julián Saffier?
– Sí, es ése. -Hizo una pausa-. Sí… esterilidad… ¿hacia los ochenta? Quizá; sí, supongo que lo haría. Me preguntaba si existía alguna posibilidad de que lo conocieras. Un campo de trabajo semejante… sí, creo que lo hacías. -Hizo otra pausa-. No, no es nada de eso… es que hay alguien que quiere su dirección. -Otra pausa-. ¿Guildford? Sí, ya pensaba yo que era en algún lugar por ahí. ¿Tienes idea de alguien que pueda tener su dirección? He consultado el registro. ¡Santo cielo! ¿Fue él? ¿Cuánto tiempo hace? Ya veo, eso lo explica. Oye, muchas gracias, te volveré a llamar pronto.
Unió las palmas de sus grandes manos y se volvió a Alex.
– Fue expulsado, me temo -dijo casi como si pidiera excusas.
– ¿Expulsado?
El ginecólogo afirmó con un gesto y sonrió débilmente.
«¿Por qué? -se preguntó Alex, que de pronto se sintió muy incómoda-. ¿Por qué?»
– Supongo que no sabe la razón.
– No -movió la cabeza-, lo siento, pero no lo sé. -Miró su reloj.
– Creo que le he robado ya mucho tiempo, muchas gracias -se excusó Alex.
El hombre sonrió.
– Es posible que lo encuentre en el listín telefónico o si pregunta en información. Pero yo no sé, siquiera, si aún continúa vivo.
Desde la calle, tan pronto descendió del taxi, pudo oír el aspirador. La forma como Mimsa lo utilizaba tenía un estilo especial, frenético, como si tratara de cazar el polvo antes de que éste lograra esconderse.
La casa le pareció aireada, acogedora, segura. El olor de la cera, el ronquido del aspirador y los gruñidos de Mimsa le dieron nuevos ánimos. Normalidad. Quizá David tenía razón. Quizá.
– Ah, señora Eyetoya. Muy mal el váter. No hay papel en la pared.
– Lo sé, Mimsa -respondió-. Es un problema de humedad. Buscaré a alguien que lo arregle.
– Ya lo haré yo -explicó con su inglés chapurreado-. Mi esposo es bueno poniendo papel en los lavabos.
– Muchas gracias, Mimsa, pero no se preocupe. -Recordó la última vez que el marido de Mimsa estuvo en la casa para arreglar algo.
Tomó el montoncito de cartas que había sobre la mesa del recibidor, cruzó el salón, tomó el teléfono y marcó el número de información de abonados.
– Mimsa -gritó-. ¿Dónde puso la rosa que estaba sobre la mesa junto a la pared?
– En el cubo de la basura.
– ¿Puede sacarla?
– ¿Cómo?
– Información, ¿qué ciudad, por favor?
– Guildford -contestó mientras ojeaba la correspondencia. Había un sobre abultado con el matasellos de Cambridge.
En esos momentos oyó la voz de la operadora y su corazón le latió con mayor fuerza. Saffier figuraba en el listín y Alex escribió el número de teléfono y la dirección en la parte posterior del sobre. La mano le temblaba tanto que apenas si pudo leer lo que había escrito.
– Muchas gracias -dijo débilmente y miró su reloj. Eran las once.
Abrió el grueso sobre: en su interior había una nota de saludo del Bursar's Office, una agencia dedicada a la recogida y reenvío de correspondencia y varias cartas dirigidas a Fabián en Cambridge. Las miró una por una: una liquidación de American Express, un saldo bancario, un sobre grande marcado con la observación «TARIFA DE PRIORIDAD» y una carta con franqueo aéreo procedente de Estados Unidos, con matasellos de Boston, Massachusetts; el nombre y la dirección de Fabián figuraban en el sobre, escrito con impresora. Dentro del sobre había una carta igualmente mecanografiada y dos páginas impresas con ordenador.