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Philip cogió su vaso de whisky y pareció estudiarlo con atención; hizo girar el licor dentro del vaso, lo olió atentamente, como si buscara en él alguna señal oculta. Habló sin mirarla.

– Es posible que haya una presencia en tu casa; una presencia maligna.

Algo húmedo y viscoso resbaló por su espina dorsal. Tuvo un escalofrío y bebió un poco más de brandy; le supo como hielo seco. Dejó el vaso a un lado, le ardía la boca, recorrió la estancia con la mirada y después cerró los ojos, tratando de aclarar su mente.

– Si verdaderamente hay una presencia en casa, tiene que ser Fabián.

– Los que creen en estas cosas… son de la opinión de que el mal puede ser muy complicado y perverso: que puede hacer presa en las personas que sufren de una profunda aflicción, aprovecharse de su debilidad y de su ceguera ante la verdad.

– ¿Qué quieres decir?

– Espíritus traviesos, malignos, chiquilla. Es posible que uno de ellos se haya instalado en tu casa y trata de hacerse pasar por tu hijo.

Lo miró largo tiempo, en silencio, temblando. La desesperación penetraba en ella. Buscó en él un apoyo, como el náufrago busca un salvavidas al que aferrarse; el último salvavidas sobre toda la superficie del mar.

– ¿Por qué? -preguntó finalmente, desesperada.

– A veces los espíritus tratan de regresar.

– ¿Y lo consiguen?

– Hay pruebas de que pueden llegar a poseer a otras personas. E influirlos. Para bien… y para mal. -Sonrió con ironía.

Alex movió la cabeza.

– Me sorprendes. Eres tan cínico y… no sé, pero tengo la impresión de que sabes mucho más de lo que pretendes, ¿no es así? Eres como un escenario con cien telones de fondo.

– No, Dios mío, no. -Movió la cabeza-. No me sobrestimes, chiquilla.

– ¿Por qué tratan de regresar?

Jugó con el vaso en la mano y después observó a Alex. Apartó la mirada, recorrió con ella la habitación y después volvió a fijarla en su vaso y siguió jugando con él. Finalmente alzó la vista hacia ella, con el rostro lleno de dudas. Las palabras surgieron lentamente, como si para poder hacerlo tuvieran que vencer una profunda resistencia interna.

– Porque dejaron sin terminar algunos asuntos.

CAPÍTULO XVIII

Arthur Dendret tenía la barba puntiaguda y el cráneo igualmente puntiagudo; se movía por su despacho a pasos cortos, con movimientos uniformes y mecánicos, como si fuera un autómata regido por el programa de un ordenador situado en su interior.

Cada centímetro del espacio disponible en el suelo y en las estanterías de su atestada oficina estaba cubierto por polvorientos legajos, montones de documentos y una gran cantidad de libros de consulta no menos sucios y polvorientos. De las paredes colgaban grabados fríos y sin vida que representaban a las Regency Terraces y que no decían nada de la personalidad de su dueño. En contraste con su propia estatura y tamaño, su mesa era enorme y estaba casi vacía. Lo único que destacaba sobre la superficie de cuero verde era un secante de rodillo completamente limpio, una lupa y la fotografía enmarcada de una mujer de aspecto serio.

– Por favor, siéntese.

Se quitó sus lentes con montura de oro, los miró con aire acusador y los sustituyó por otros. Colocó ambas manos sobre el secante, miró furtivamente a Alex y le dedicó una amplia sonrisa que casi pareció una mueca estúpida.

Ella observó su llamativo traje de cuadros y su aburrida corbata de lana de color barro.

– Philip Main me dio su nombre.

– ¡Ah, sí! -Su rostro se retorció como una esponja, lanzó una mirada furiosa y alzó un brazo como si quisiera detener un taxi-. Los pergaminos del mar Muerto. Muy interesante. Durante algún tiempo pensé que había encontrado algo, pero, como era de esperar, todo acabó en un callejón sin salida. Como ocurre siempre que se trata de los pergaminos del mar Muerto, ¿no lo cree así?

Alex sonrió amablemente.

– Siento decirle que no tengo la menor idea sobre ese asunto.

– No, bien, Philip Main es un tipo muy decidido. Aunque… -Se echó hacia atrás y la miró expectante.

Alex abrió su bolso y sacó la carta y su tarjeta postal que dejó sobre el amplio desierto de la mesa. El hombre las observó por un momento, abrió un cajón y sacó de él unas pinzas. Uno tras otro cogió los dos escritos y los puso delante de él.

– Éstos no son los pergaminos del mar Muerto -comentó-, en absoluto. -Sonrió entre dientes y sus hombros se movieron de arriba abajo como una marioneta movida por hilos invisibles. Tomó la tarjeta con las pinzas y le dio la vuelta-. Ah, Boston, Cambridge, MIT. Conozco bien esta vista. Tuve un pinchazo en ese puente. No es el mejor lugar para pinchar… Estados Unidos no es un buen país para pinchar, sobre todo si se va en un Peugeot.

Alex lo miró con curiosidad.

Dendret levantó el dedo índice.

– Tienen unos ganchos para sacar las cámaras del neumático que no se pueden utilizar en los Peugeot. -Le dio la vuelta a la postal y le preguntó-: ¿Qué puedo hacer por usted?

– Quisiera saber si la persona que escribió la carta es la misma que escribió la postal.

Dendret tomó la lupa y estudió atentamente varias líneas de la carta; después se inclinó hacia adelante e hizo lo mismo con la tarjeta. A medida que iba leyendo fruncía los labios con un gesto que parecía alargar su nariz. Su rostro le hizo pensar a Alex en un agresivo roedor.

Con decisión dejó la lupa sobre la mesa y se echó atrás en su asiento; miró el techo y cerró los ojos durante un segundo, los abrió de nuevo para fijarlos directamente en Alex.

– No, absolutamente no. La tarjeta postal es una pobre falsificación de la escritura de la carta; hay ocho puntos de diferencia claramente visibles sin más ayuda que la lupa. Los trazos superiores de las «t», por ejemplo. -Movió la cabeza-. Sí, son totalmente distintos. Y los espaciados; la presión, la inclinación, las curvas. No hay comparación posible entre las dos escrituras.

Miró irritado a Alex, como quien espera una copa de un buen rioja de reserva y se le sirve un vaso de vino peleón. Cogió las pinzas y con ellas dejó la tarjeta y la carta delante de ella, sin hacer nada por ocultar su desdén.

– Yo… bien, lo siento, soy lega en la materia, yo…

– No, claro, usted no podía saberlo. -El tono de su voz se hizo casi beligerante. Respiró profundamente y durante unos instantes contempló el retrato de la mujer seria, lo cual pareció calmarlo, aunque no lo suficiente. Ya no miraba a Alex, sino a través de ella-. Francamente, creo que hasta un niño de seis años podría darse cuenta de que las dos letras son distintas.

– Desgraciadamente -comentó Alex con la misma acritud- yo no tengo ningún hijo de seis años.

Dendret utilizó un cuaderno que sacó de un cajón de su mesa y una estilográfica Parker de oro para escribir la factura, que secó cuidadosamente con su impoluto secante.

– Son treinta libras -dijo.

Alex miró la impresión que la factura dejó en el secante y después la hoja de papel blanco que el grafólogo puso delante de ella, ahora sin utilizar las pinzas. Le pagó en billetes que él guardó ansiosamente en su cartera. «Como una rata que almacena su comida», pensó Alex.

– Recuerdos al señor Main.

Sentada en su coche contempló la tarjeta con el corazón acongojado. La leyó por enésima vez:

Hola, mamá: Éste es un lugar realmente tranquilo. Me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente estupenda. Volveré a escribirte pronto. Con cariño. C.

Miró el matasellos. La palabra Boston apenas podía verse. Alex trató de concentrarse. ¿A quién conocía Carrie en Boston? ¿Había estado en aquella ciudad? ¿En cualquier parte de los Estados Unidos? ¿Quién echó la tarjeta al correo? ¿Y las otras? ¿Fabián? Él nunca estuvo en los Estados Unidos, al menos que ella supiera.

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