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CAPÍTULO XX

Ella misma preparó la habitación de Fabián, corrió las cortinas y las fijó en los extremos a la pared con cinta adhesiva. Después apagó la luz y se quedó sola en medio de la más absoluta oscuridad. Sintió un soplo helado que le resbalaba por la nuca y comenzó a temblar. Trató de buscar el interruptor de la luz pero no pudo encontrarlo. Oyó el roce de su mano sobre la suavidad de la pared. El interruptor había desaparecido. No. Vio la ranura de la puerta y oyó el ruido del pestillo cuando lo rozó con la mano; y el débil resto de luz que se filtraba por las cortinas mientras escuchaba el jadeo de su propia respiración.

Encontró por fin el conmutador de la luz y la encendió con un suspiro de alivio, pero no se atrevió a mirar el retrato de Fabián en la pared.

El cuarto causaba una extraña impresión de vacío, sin la cama que Mimsa le había ayudado a sacar de allí aquella misma mañana. Miró las seis sillas vacías, preguntándose cómo querría Ford que dispusiera los muebles. Sólo entonces, mientras desenchufaba la aspiradora y bajaba con ella la escalera, se dio cuenta de que eran muchas las cosas que debiera haberle preguntado al médium.

Eran las seis. Se preguntó si podía servir a los asistentes algo de beber y unos cacahuetes. ¿Les estaba permitido? ¿Podían fumar? Le pareció que la casa tenía un aspecto poco acogedor. ¿Debía poner algo de música?

Sonó el timbre de la puerta y fue a abrir. Allí estaba David, con un traje sombrío y corbata oscura. Por un momento Alex casi no lo reconoció.

– ¡Hola! -la saludó.

Alex parpadeó, incrédula.

– ¡Has venido!

– Te dije que lo haría.

– Gracias. -Se adelantó y lo besó ligeramente-. Yo… yo pensé que no lo harías. Estás muy elegante.

– No sabía qué ponerme.

Pasaron a la sala de estar.

– ¿Quieres beber algo?

– ¿Se puede tomar una copa?

– No lo sé. -Sonrió nerviosa-, pero yo misma necesito una.

David sacó su caja de tabaco.

– ¿Puedo…?

Ella se encogió de hombros.

– No creo que a Fabián le hubiera importado.

– Deja eso, tomemos una copa. -Sirvió dos whiskies generosos. Chocaron los vasos.

– ¡Salud! -brindó David.

Ella le respondió con una sonrisa, nerviosa.

– ¿Quién vendrá?

– Sandy.

– ¿Sandy? ¿Esa chiflada?

– Ella es la única persona., amiga… que no pensará que estamos locos.

Se sentaron y Alex observó a David mientras liaba su cigarrillo.

– Gracias por la noche del martes.

– Fue muy agradable que estuvieras allí.

– Tuve remordimientos por ti, aquella habitación no se calienta nunca.

– Estaba bien. Saber que estabas allí cerca daba calor a toda la casa. Se está muy solo cuando llega la noche.

– Creí que disfrutabas de esa soledad.

David se encogió de hombros.

– A lo hecho, pecho.

Alex sonrió de nuevo y trató de pensar algo nuevo que decir. Era como sostener una conversación insustancial con un extraño. Bebió un sorbo de whisky y sintió que aumentaba su seguridad. Miró la pared.

– Nunca te llevaste el cuadro del caballo.

– Está muy bien donde está. No me importa. Ese maldito asunto nunca me trajo suerte. -Encendió su cigarrillo, dio una chupada profunda y seguidamente se tomó un buen trago de whisky.

– ¿A las siete?

Alex afirmó.

David miró su reloj.

– ¿Has hecho nuevas fotografías?

Movió la cabeza negativamente.

– No desde entonces.

David sonrió comprensivo.

– ¿Qué hiciste anoche?

– Me quedé en la agencia hasta las once. Y me traje un montón de trabajo para hacerlo en casa. No dormí mucho. No podía… Me pasé la noche pensando en esta tarde.

– No esperes demasiado.

Sonrió cansada y levantó la mirada al techo; oyó el latir de su propio corazón -«tan fuerte como un redoble de tambor», pensó-, y se preguntó si David también podría oírlo. Sonó el timbre de la puerta, una llamada larga e insistente hasta el punto de parecer agresiva. Vio cómo David empezaba a levantarse.

– Yo iré a abrir -dijo Alex.

Se encontró frente a un hombre alto de aspecto sumiso; su cabello gris le caía como una melena sobre las orejas, demasiado grandes y que causaban la impresión de que le habían sido pegadas a su rostro como un añadido último y discorde. A Alex le pareció excesivamente delgado.

– Oh… ¿está aquí el señor Ford? -Se detuvo, como si se sintiera cortado por su elevada estatura y habló en voz tan baja que casi parecía un susurro.

– Llegará en cualquier momento.

– En ese caso esperaré fuera.

– Pase, por favor; sea bienvenido.

El hombre sonrió.

– Muchas gracias. He venido por lo del círculo de esta noche, como debe saber.

Alex afirmó con la cabeza, cerró la puerta tras ellos y lo condujo a la sala de estar.

– Éste es mi esposo David. -Miró con mayor atención el arrugado traje de poliéster marrón del hombre y se dio cuenta de que tenía los pies muy grandes.

– ¿Cómo está usted? -saludó David levantándose-. David Hightower.

– Encantado de conocerle. -Le tendió la mano nerviosamente, pero la retiró antes de que David tuviera tiempo de estrechársela-. Milsom.

– ¿Viene para el…?

Milsom afirmó.

– ¿Quiere beber algo?

El hombre miró a su alrededor, vacilante.

– Un zumo, si es que tiene, por favor.

Alex salió de la habitación.

– ¿A qué se dedica usted? -Oyó que su marido le preguntaba al recién llegado y se detuvo en el pasillo para oír la respuesta.

– Trabajo en Correos.

– ¿Y qué es lo que hace allí?

– Entrego cartas.

– Ah, es usted cartero.

– Sí, sí.

– ¡Vaya! -oyó decir a su marido después de una pausa-. Interesante.

Se hizo el silencio. Alex se dirigió a la cocina y llenó un vaso de zumo de naranja. Cuando regresó a la sala de estar, los dos hombres aún seguían de pie, uno frente a otro, ambos en silencio y con la vista fija en el suelo.

– El señor Milsom es cartero -le dijo David a su esposa.

– ¿De veras? -Le tendió su bebida a Milsom-. ¿Es usted amigo de Morgan Ford?

Milsom se ruborizó.

– Bien, bien, realmente somos colegas; le ayudo en ocasiones. -Enrojeció todavía más y se tocó el cuello con el dedo índice-. A veces los espíritus hablan a través de mí, ¿sabe? -Dejó escapar una risa nerviosa y cortada.

Alex captó la mirada de su marido y vio que se esforzaba en contener una expresión de burla.

– Ah -comentó.

Sonó de nuevo el timbre de la puerta y Alex escapó, aliviada, para abrirla. Morgan Ford, Sandy y un joven al que ella no había visto con anterioridad estaban en el otro lado de la puerta.

– ¡Darling! -la saludó Sandy, su negro almiar de pelo más alborotado que nunca; una capa púrpura caía sobre sus hombros y flotaba alrededor de su cuerpo-. No me habías dicho que se trataba de Morgan Ford… ¡nos hemos encontrado en la puerta por casualidad! Es el más distinguido médium del país. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo lo persuadiste de que viniera a tu casa?

Ford seguía inmóvil, como un hombre de pie sobre su propia sombra, sosteniendo en sus manos un enorme magnetófono. Fuera de su ambiente, aún parecía más pequeño, pensó Alex.

– ¡Hola, señora Hightower! -sonrió cortésmente y Alex, al estrechar la pequeña mano, notó en la suya las aristas afiladas de la piedra barata de su sortija-. ¿Me permite presentarle a Steven Orme?

– ¿Cómo está usted? -estrechó una mano, fría y huesuda, carente de energía, como si estuviera desprendida por completo de su cuerpo.

Orme debía de tener poco más de veinte años, con el cabello negro, liso y brillante y un gran pendiente de oro en una de sus orejas. Tenía el rostro alargado, carente de expresión y sus fríos ojos estaban semicerrados.

«Un afeminado», pensó Alex, y se preguntó si sería el amante de Ford.

– Pasen ustedes, por favor.

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