Subió la escalera hasta su dormitorio y encendió la luz. La habitación le pareció un oasis de paz, acogedora. Sus zapatillas estaban junto a la cama, abierta por Mimsa. «Pobre Mimsa», pensó con una sonrisa. La asistenta se había tomado la tragedia muy mal, con violentos ataques emocionales, el mejor sistema que conocía para librarse de su pesar; por un momento Alex envidió la simplicidad del temperamento latino de Mimsa. ¡Cómo deseaba, a veces, poder dar salida a sus emociones interiores!
Contempló el retrato sombrío que pendía de la pared y los ojos fríos de Fabián fijos en el suelo. Se estremeció: «No mires así, cariño», dijo. Cerró los ojos. «¡Oh, Dios mío, cuida de mi querido Fabián; protégelo dondequiera que esté!» Volvió a abrir sus ojos, que estaban húmedos de lágrimas. Se sentó en la cama y sollozó suavemente.
Después se levantó, miró la fotografía enmarcada de un automóvil deportivo Jaguar, y varios otros pósters estilizados de coches antiguos en competición. Miró los libros de su hijo. Filas y filas de obras de ciencia-ficción y astronomía. Miró el telescopio situado junto a la ventana. Un regalo de David a su hijo cuando cumplió los dieciséis años. Se dirigió hacia allí, quitó la tapa protectora y miró. Recordó a un Fabián paciente mostrándole las estrellas, la Osa Menor, el Carro, Urano, Júpiter, las conocía todas. ¡Qué grandes parecían! Se preguntó si Fabián podría estar allí, en cualquier lugar entre ellas.
Abrió un cajón y revolvió entre sus calcetines, colores brillantes, verdes, amarillos, rosa; siempre llevaba calcetines de colores brillantes. Algo captó su mirada en el fondo del cajón. Era una tarjeta postal en la que se veía un gran edificio de ladrillo rojo, con galerías comerciales y un café con mesas fuera. El Quincy Markets, Boston, Massachusetts. Había más tarjetas en el fondo del cajón, todas ellas con distintas escenas de Boston: el río, el Massachusetts Institute of Technology, la Universidad de Harvard, el puerto. «Escena de la histórica reunión para tomar el té, en Boston», leyó en una de las tarjetas. «¡Qué extraño!», pensó. Su hijo nunca había estado en Estados Unidos, nunca había demostrado especial interés por aquel país; ¿qué significaban aquellas postales en el fondo de un cajón, casi como si hubiera querido ocultarlas?
Aquella noche durmió con la luz encendida, como solía hacer cuando todavía era una niña. Era cuestión de tiempo, le había dicho el cura. El tiempo curaría sus heridas. Durmió durante un rato, se despertó y se quedó mirando el verde resplandor de la luz del despertador; siguió acostada con una especial sensación de temor, con la sensación de que su piel estaba atravesada por miles de agujas. Alzó la vista al techo, encima del cual estaba la habitación de Fabián.
Volvió a ver las dos palabras en la pantalla de su ordenador. El rostro de Fabián que la miraba desde la fotografía.
Apretó los ojos con fuerza, tratando de cerrarlos, dejando fuera todo y a todos.
CAPÍTULO VIII
Lloviznaba cuando Alex cruzó el río Cam con su automóvil, del mismo modo que llovía aquel otro día en que llevó a Fabián a Cambridge para comenzar sus estudios. Era extraño, pensó, cómo se pueden recordar los más nimios detalles: el coche atestado con las pertenencias de su hijo. Y su conversación:
– ¿Has pensado lo que vas a hacer una vez que hayas terminado tus estudios en Cambridge, querido?
Miró hacia adelante, reflexionando:
– No -le había contestado sencillamente, aunque quizá con excesiva rapidez.
Se dio cuenta de que el cura tenía razón: uno sabe muy poco sobre los propios hijos, por mucho que te mimen, que te regalen rosas y que pueda apreciarse su estado de ánimo. Recordó el día en que le había dicho a Fabián que ella y David iban a separarse.
– Hace ya muchos años que lo veía venir, madre -le había dicho Fabián, que se acercó a ella y la besó, aquel hijo suyo, flaco y tan extraño, entonces mucho más fuerte y sano que lo fuera de niño, con su asma crónica, sus terribles rabietas, su oscuro carácter ensimismado y las horas y horas que se pasaba a solas en su habitación con la puerta cerrada por dentro.
Alex caminó por el vestíbulo, oyendo el eco de sus propios pasos en la escalera de piedra, a lo largo del corredor, y por fin dio con la habitación número 35. Estaba nerviosa, se dio cuenta de repente, frente a aquella puerta a la que estaba a punto de llamar.
La puerta se abrió casi instantáneamente, hasta el punto de hacerla retroceder sobresaltada.
– ¡Hola, señora Hightower! -la saludó Otto.
¿Por qué Otto empleaba siempre aquel tono que causaba la impresión de que se estaba burlando?, se preguntó. Alex contempló su cara ancha, amenazadora, más satánica ahora con todos aquellos cortes y cardenales y sus ojos extraños, sonrientes, cada uno con su propia personalidad, dos objetos horribles, fríos y burlones. ¿Fue aquél realmente el mejor amigo de su hijo?
– ¡Hola, Otto! ¿Cómo estás? -preguntó amablemente.
– Estoy bien, señora Hightower. ¿Quiere una taza de café? -le ofreció.
Alex notó el leve matiz alemán que daba cierta dureza al acento de Eton de su inglés perfecto. No hubiera podido decir si Otto se esforzaba en disimularlo o, por el contrario, pretendía que se le notara su origen.
– Sí, gracias.
Puso un puñado de granos de café en el molinillo eléctrico, preparó la cafetera, las tazas, la leche y el azúcar como quien realiza un rito.
– Está muy bien, Otto. Yo pensaba que la mayor parte de los estudiantes sólo sabían preparar un café instantáneo -comentó Alex mientras sus ojos recorrían la habitación.
– Es posible que la mayoría lo haga así.
Había pocas claves que pudieran servir para determinar su personalidad en los viejos muebles propios de la habitación de un estudiante universitario, las paredes desnudas, las estanterías llenas de libros, la mayoría de ellos científicos. Había montones de periódicos y ropas sucias y desordenadas. Un par de botellas de champán, vacías, habían ido a parar a la papelera.
– ¿Cómo te sientes, Otto?
– ¿Sentirme?
– Emocionalmente.
Se encogió de hombros, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió.
– ¿Quiere usted uno?
Alex movió la cabeza.
– Espero que no te sientas culpable.
– ¿Culpable?
– Sí. Por haber… ya sabes… por ser el único superviviente.
– No, no me siento culpable.
Sonó el pitido de la cafetera.
– Me parece que me fumaré uno. -Otto le ofreció el paquete-. No me parece justo que dos jóvenes resulten muertos a causa de un loco -se echó hacia adelante para encender su cigarrillo con el mechero que le ofrecía Otto-, aunque sea un pobre loco desgraciado.
– Quizás estaba predestinado que ocurriera así, señora Hightower.
– ¿Predestinado? -Dio una chupada al cigarrillo-. ¿Que ellos murieran o que tú sobrevivieras?
Otto alzó las cejas.
– Dime -dijo ella e hizo una pausa porque casi se sentía enferma-. En el funeral, cuando te di las gracias por haber venido, me dijiste que Fabián te lo había pedido. ¿Qué querías decir?
Otto se apoyó en el quicio de la ventana y bajó su mirada al patio interior.
Alex lo miró y se dio cuenta de lo que Otto debía estar pasando y no dijo nada; tomó un sorbo de café y sacudió la ceniza de su cigarrillo en el cenicero.
– ¿Crees que Fabián era feliz aquí, en Cambridge, Otto?
– ¿Feliz? ¿Cómo se puede decir si alguien es feliz o no? -Se volvió y le dedicó una extraña sonrisa impúdica.
– Yo estaba convencida de que lo pasaba bien aquí; os quería mucho a ti y a Charles.
Otto se estremeció.
– Tengo la impresión de que también apreciaba mucho a Carrie. La llevó a casa un par de veces. Yo no creía que fuera la chica adecuada para él, pero sin embargo lo sentí mucho cuando se deshizo de ella. En cierto modo se avenían bien.