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Se marchó de la habitación sin añadir ni una sola palabra más.

Durante su viaje de regreso a Londres con el baúl en el asiento delantero, a su lado, la llovizna se convirtió en una lluvia espesa y continuada. Los limpiaparabrisas expulsaban el agua, «como manos furiosas», pensó.

La lluvia se convirtió en granizada; el granizo caía sobre la carrocería del coche y tamborileaba con ruido apagado sobre el techo afelpado en su interior. De pronto la granizada volvió a ser lluvia. Pensó en el extraño comportamiento de Otto. Siempre le había parecido un tipo raro, misterioso, pero ahora era algo más; aunque resultaba comprensible, suponía, después de todo lo que había pasado; había una extraña malevolencia en él, que parecía haberse intensificado, como si el hecho de que él, y sólo él, hubiera sobrevivido al accidente fuera una broma, un chiste macabro y extrañamente personal. Y su raro comentario sobre su hijo; quizás era cierto que fue Carrie la que lo dejó a él, pero de todos modos la observación de Otto sobre Fabián, de que éste siempre tenía problemas con las mujeres, le sorprendía. ¿Qué había querido decir? ¿Podía ser que Fabián fuese gay? ¿Era posible que Otto y Fabián hubieran sido amantes? Volvió a pensar en Carrie. Una chica tan insignificante como bonita, con su cabello rubio, lacado a lo punky, y su chillón acento del sur de Londres. Con qué sensación de temor y admiración recorrió la casa.

«Me parece estar en Buckingham Palace», había comentado con admiración. Alex sonrió al recordarlo, aunque le costó trabajo que la sonrisa aflorara a sus labios.

«La verdad es que me gustan las fregonas, mamá», le había dicho Fabián.

¡Dios mío!, su hijo podía ser terriblemente esnob en ocasiones y hacer algo que estaba fuera de lugar, como llevar a casa, en Navidad, una chica como aquélla, para divertirse con ella, como si se tratara de un juego. Alex trató de recordar la razón de la presencia de la chica en Cambridge… ¡Ah, sí…! Había estado escribiendo algo para una rara revista de extrema izquierda, algo relacionado con la ecología. Recordó que ella y su hijo habían pasado en coche por el barrio de Streatham y Fabián le había mostrado uno de esos enormes y feos edificios de pisos que construye el ayuntamiento para la clase obrera y le dijo que era allí donde vivía la madre de Carrie.

De repente oyó un ruido agudo, como un chirriar, en el parabrisas y sintió miedo; la pasó un automóvil por la calzada de adelantamiento y las sucias salpicaduras de sus ruedas casi la cegaron por un momento; se produjo un nuevo roce en el parabrisas y otro.

Se aclaró el agua que le había lanzado el coche al adelantarla y Alex se quedó mirando, paralizada de horror, la rosa roja que se había enganchado en el limpiaparabrisas y que producía aquel chirrido al moverse arrastrada de un lado para otro sobre el parabrisas.

CAPÍTULO IX

Se detuvo en el arcén, bajó del coche y se quedó expuesta a la lluvia y al viento que soplaba con fuerza. Un camión pasó atronador junto a ella, a sólo unos pocos centímetros, y el agua despedida por sus neumáticos la alcanzó de pleno y la hizo retroceder hasta pegarse al lado de su Mercedes. Se adelantó, metió la mano por la ventanilla y puso en marcha el limpiaparabrisas; la rosa siguió yendo de un lado a otro y el chirriar de su roce sobre el cristal se oyó claramente por encima del aullar del viento y el ruido del tráfico. Levantó el limpiaparabrisas y cogió la rosa. Se pinchó los dedos, dejó escapar una maldición y soltó el limpiaparabrisas, que siguió moviéndose furioso. Pasó otro camión y la empapó de nuevo, como si una ola rompiera sobre ella. De un salto entró en el coche, cerró la puerta con fuerza y encendió la luz interior.

La rosa era roja como la sangre que salía del arañazo que se había hecho en el dedo, que se llevó a los labios para chuparlo. Por la ventanilla miró afuera: la lluvia que seguía cayendo, las luces diabólicas de los coches que pasaban a su lado, y oyó el sonido de los motores y de los neumáticos sobre la calzada mojada, que se perdía a lo lejos en la oscuridad.

Bajó los ojos para mirar la rosa. ¿Quién la había dejado allí? ¿La habían arrojado desde un coche al adelantarla, o había caído, suelta, desde la parte de atrás de algún camión…? Pero nada de eso le parecía posible. No, no era más que una coincidencia, eso era todo, se dijo tratando de darse ánimos y sin conseguirlo más que a medias. Se quedó inmóvil, sentada detrás del volante, deseando bajar el cristal de la ventanilla y tirar la rosa fuera de allí, para que volviera al lugar de donde había venido; pero no pudo hacerlo y la dejó delante del volante, sobre el salpicadero. Asustada todavía puso el coche en marcha para alejarse de allí, lentamente.

Se llevó la rosa a su casa y se quedó de pie en el recibidor en penumbra. Dejó la puerta de la calle abierta tras de sí, sin querer cerrarla. No sabía por qué, pero no deseaba cortar su contacto con el mundo exterior.

De nuevo se chupó el dedo, que seguía doliéndole. Sintió la humedad del tallo de la rosa; algunos de sus pétalos se habían caído. Se dirigió a la sala de estar y dejó la rosa en el florero, entre las otras, las que Fabián le regalara el día de su cumpleaños. Permaneció erguida, fresca y vibrante, destacando entre las otras, que ya se habían marchitado y estaban muertas o moribundas; hubiera debido librarse de ellas pero no podía tirarlas; desde luego no en aquellos momentos.

Sonó un fuerte golpe cuando el viento arrastró la puerta y la hizo chocar contra la pared; después otro golpe y la puerta se cerró como si una mano furiosa diera un fuerte portazo.

El baúl tendría que quedarse en el coche hasta el lunes, cuando llegara Mimsa y la ayudara a sacarlo de allí. Pesaba demasiado para moverlo sola, pensó mientras se dirigía a la cocina para encender la calefacción, y se sorprendió al ver que ya lo estaba, que había estado encendida todo el día, según indicaba el interruptor automático graduable. Sin embargo hacía frío, podía ver el vapor de su aliento en el aire y se frotó las manos para entrar en calor.

Algo se movió en el piso de arriba, quizás el crujido de un mueble o de una de las maderas del parquet de la escalera. El frío penetraba en ella y la hacía temblar. Nerviosa, contrajo los pulgares de los pies y guardó silencio, escuchando. Hubo otro crujido y el sonido del agua en las cañerías; el calentador del agua produjo dos sonidos secos y se apagó automáticamente. Respiró aliviada. «¡Qué estúpida soy!», pensó. Sabía perfectamente que la casa hacía algunos ruidos extraños cuando la calefacción estaba encendida.

Llenó de agua la tetera eléctrica automática y la conectó, después se encaminó hacia la sala de estar, le dirigió una mirada nerviosa a la rosa y conectó el televisor. Se oyó la salva de aplausos de la audiencia presente en el estudio y la cámara pasó sobre una fila de rostros inexpresivos, asépticos; un programa concurso de segunda clase con celebridades, también de segunda división, que trataban de participar en el concurso, intentando con demasiada energía demostrar entusiasmo y alegría. Hubo un primer plano del presentador que le acercaba el micrófono a una chica atractiva de cabello castaño que se pasó la lengua por los labios. Alex se quedó mirando el programa unos breves momentos casi humillada. El guión de aquel programa era obra de uno de sus clientes; la crítica lo había calificado de banal, de mal gusto y degradante, ¡y con razón!, pero gracias a su comisión sobre los derechos de autor había pagado el alquiler de la casa durante los últimos cuatro años.

Hacía demasiado frío en la casa para poder tranquilizarse. Se puso de pie, pasó junto a las rosas, olió la nueva y la acarició levemente con el dedo.

Pensó en el baúl de Fabián sobre el asiento delantero del Mercedes, preguntándose por qué se había molestado en traerse las ropas de Fabián, y por un momento tuvo miedo de que alguien pudiera robarle el baúl. Se encogió de hombros. Quizás eso era lo mejor que podría ocurrirle.

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