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Si David hubiera estado allí podría haberla ayudado a entrar en casa el baúl; le gustaría poderse tragar su orgullo y pedírselo. Se frotó las manos de nuevo, tuvo un escalofrío y de pronto se sintió triste, le hubiera gustado estar con Fabián, tenerlo entre sus brazos, acariciarlo; hubiera querido verlo entrar por la puerta y que fuera él mismo quien deshiciera su maleta.

Subió al dormitorio de su hijo: allí la temperatura aún parecía más baja. ¿Había cerrado Mimsa el radiador? Puso la mano sobre él y la retiró apresuradamente, sintiendo que el calor le quemaba la piel. Miró el telescopio de metal, los pósters de la pared, y después el retrato, casi esperando ver una reacción en él, un ligero movimiento, pero no hubo nada de ello, sólo la misma mirada fría y arrogante. Se arrodilló bajo el retrato y apoyó la cabeza entre las manos.

– Te quiero, cariño; espero que estés bien dondequiera que te encuentres; espero que seas feliz, más feliz de lo que lo eras aquí. Te echo de menos y me pregunto si tú también te acuerdas de mí. Cuídate, cariño, dondequiera que estés. ¡Por favor, Dios mío, cuida de Fabián!

Se deslizó fuera del dormitorio, cerró la puerta suavemente detrás de ella y apretó los ojos con fuerza:

– ¡Buenas noches, cariño! -dijo y abrió los ojos de nuevo.

Los tenía llenos de lágrimas. Se detuvo en la parte alta de la escalera, se sentó y sollozó.

Pensó en el rostro herido, lacerado, de Otto. Pensó en que debió de haber sido lanzado fuera del coche. Se preguntó qué debía haber ocurrido en el momento del impacto. ¿Cómo habría reaccionado Fabián? ¿Qué habría pensado? ¿Quién era el conductor del otro coche? ¿Cómo se le ocurrió hacer algo así? La pregunta pareció surgir en su mente como escrita en grandes letras verdes sobre una pantalla negra. ¿Cómo debía sentirse Otto al pensar en su supervivencia? ¿Por qué se mostraba tan horriblemente retorcido? Le había hecho sentirse mal con sus insinuaciones e indirectas, ¿qué era lo que sabía? ¿Conocía algún secreto sobre Fabián? ¿Era todo aquello un truco, una extraña broma enfermiza? ¿Era posible que Otto, con Fabián, hubieran cruzado aquella puerta, riendo y saltando, dejándola a ella abajo, para meterse en el dormitorio de Fabián, y cerrar la puerta por dentro…? ¿Para hacer qué? ¿Mirar las estrellas con el telescopio? ¿Meterse en la cama para hacer el amor?

Oyó una carcajada en el piso de abajo y después aplausos y una voz que decía algo que no podía entender; se sintió tranquila, triste y poseída por el abrumador deseo de ser amable. Pensó en David, solo en su hacienda, con el perro y las ovejas, cansado, preocupado en su soledad.

Alex se dirigió a su habitación y desde allí marcó el número del teléfono de su marido.

– ¿David? -le preguntó cuando éste descolgó el auricular.

– ¿Cómo estás? -Parecía contento de que lo llamara; ella sabía, tristemente, que él siempre se alegraba cuando lo llamaba, y quizá le hubiera gustado que de vez en cuando le respondiera furioso o disgustado por algo, para de ese modo sentirse parcialmente liberada de su sentido de culpabilidad por lo que le había hecho.

– Sólo quería saludarte.

– ¿Qué has hecho hoy?

– Estuve en Cambridge, dejando libre el cuarto de Fabián.

– Gracias por hacerlo. Supongo que habrá sido muy desagradable.

– Todo fue bien, pero ahora tengo un pequeño problema.

– ¿Qué problema?

– Sola no puedo sacar su baúl del coche.

– ¿Quieres que vaya a ayudarte?

– No seas ridículo…

– No, si no me importa… ahora salgo para ahí… -su voz se hizo más sosegada, como si quisiera someterla a prueba- ¿es que tienes una cita con alguien?

– No, claro que no.

– Bien, ahora voy; te llevaré a cenar.

– No quiero obligarte a hacer todo ese camino.

– Estaré ahí en una hora… hora y media como máximo. Siempre será mejor que quedarme aquí hablando con las ovejas.

Alex colgó el auricular, furiosa consigo misma, con su debilidad; por darle esperanzas a David, permitiendo que siguiera cortejándola. Estaba intrigada por el vapor que se escapaba de su respiración y lo miró una vez más, pensando que tal vez estaba fumando y era humo. Contempló con detenimiento aquella nube tan espesa y pesada que casi podía ver en ella los cristales de hielo condensándose; de nuevo sintió frío, un frío terrible, casi insoportable. Tuvo la sensación de que algo había entrado en su habitación, algo desagradable, malévolo; algo muy furioso y enfadado.

Se levantó, salió al pasillo y desde allí se dirigió a la cocina, pero aquella presencia extraña seguía con ella. Sus manos temblaban de frío, con tal intensidad que se le cayó al suelo la bolsita de té. De nuevo oyó un crujido en el piso de arriba, pero esta vez fue diferente, no como el cric anterior del interruptor automático del calentador de agua. Salió de la cocina a grandes zancadas firmes y seguras, cruzó el pasillo, abrió la puerta delantera de la casa y salió fuera a la claridad anaranjada de las farolas de la calle.

Había cesado de llover; el viento seguía soplando con fuerza, pero era cálido y la envolvió como un edredón. Descendió calle abajo, lentamente, sintiendo el viento sobre sus hombros.

Oyó el sonido de un claxon y el ruido de un motor; se sintió envuelta en un olor a cerdos, un olor poco corriente en medio de la Fulham Road. Giró la cabeza y vio el Land Rover de David, sucio de estiércol. Su marido había asomado la cabeza por la ventanilla abierta.

– ¡Alex!

Ella respondió agitando la mano sorprendida.

– ¡Has venido muy pronto! No creí que llegaras hasta después de las ocho.

– Son las ocho y media.

– ¿Las ocho y media? -Frunció el ceño y miró su reloj de pulsera.

No, no era posible. Estaba segura de que sólo llevaba fuera unos minutos. Se estremeció. ¿Qué le había ocurrido?

– ¿Qué haces fuera sin abrigo?

– Salí a tomar un poco el aire.

– Sube.

– Ahí tienes un sitio para aparcar: más vale que lo cojas. No encontrarás nada más cerca.

Él asintió, recordando:

– ¡Ah, sí, sábado por la noche! Lo había olvidado.

Puso la marcha atrás y aparcó el coche en el espacio libre. Salió del vehículo de un salto.

– ¿No vas a cerrarlo? -preguntó Alex.

– Ya perdí la costumbre de cerrar los coches. No todo es Londres.

La besó en la mejilla y regresaron a casa, calle abajo.

¿Cuánto tiempo estuvo paseando por la calle? Estaba segura de que no podía haber pasado hora y media. ¿De veras fue así?

– Pareces helada -dijo David.

– Hacía demasiado calor en la casa… -mintió-. La calefacción debía de estar excesivamente alta. Vamos a coger el baúl. Aparqué ahí mismo.

Regresaron a la casa llevando el baúl entre los dos, agobiados por el peso. Se oyó el golpe del baúl al chocar contra la pared.

– ¡Cuidado! -dijo Alex irritada.

– Lo siento.

Dejaron el baúl en el suelo y David cerró la puerta delantera; Alex vio un trozo de barro seco sobre la alfombra.

– ¡Por amor de Dios, David, estás metiendo tu basura en la casa! -gritó Alex, repentinamente lívida.

David enrojeció avergonzado como si estuviera en la casa de una persona extraña y se agachó para quitarse las botas camperas.

– Hay mucho barro allá abajo en estos días.

Inmediatamente Alex lamentó su explosión de furia y con una sensación de culpabilidad observó cómo su marido se quitaba las botas a la pata coja. Contempló su jersey de cuello alto muy viejo, la desgastada chaqueta deportiva con sus parches en los codos y sus pantalones de pana marrones. Su barba tenía mechones blancos y su rostro estaba curtido por la vida al aire libre. Recordó, al verlo allí con sus calcetines de lana gris con agujeros que dejaban salir sus grandes pulgares, que no hacía mucho tiempo fue un hombre tan cuidadoso de su apariencia, que siempre vestía trajes claros cortados a la medida, calcetines de seda y zapatos de Gucci; que conducía un Ferrari, que fue cliente asiduo de Tramps a últimas horas de la madrugada, y saludaba a Johnny Gold( [1]) y a todos los camareros por su nombre de pila.

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[1] Tramps es uno de los night-clubs más lujosos y reservados de Londres. Johnny Gold es su director. (N. del T.)

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