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– Lo comprendo -aceptó Ford-, pero tu marido no es lo que nosotros llamamos una persona «sensitiva». No se enterará por la comunicación de los espíritus; sólo lo sabrá si tú se lo dices.

Alex hundió la cabeza entre las manos.

– ¡Oh, Dios mío! Me siento confusa, muy confusa y asustada.

– Alex -empezó Ford amablemente-. Se está produciendo un terrible conflicto entre tu hijo y su verdadero padre. Es algo que necesitamos resolver porque puede causar graves daños a tu hijo… y a ti también.

– ¿Qué quieres decir?

– Hay una fuerza oscura muy fuerte que hace acto de presencia y yo he tratado de quitarle importancia para no asustarte, pero la verdad es que jamás en mi vida encontré algo tan potente. Tu marido supone que soy un charlatán; me parece que tú me crees, aunque tienes ciertas dudas. Para probar mi sinceridad estoy dispuesto a renunciar a mis honorarios, pero a cambio de ello tienes que hacer exactamente lo que diga.

Alex sacudió la cabeza.

– No -respondió-, no quiero seguir adelante.

– Alex -insistió el médium gentilmente-, no se puede entrar y salir del mundo de los espíritus como quien aprieta un botón o abre y cierra un grifo. Si uno no se enfrenta a esas cosas, son ellas las que llegan a enfrentarse con uno.

Alex sintió una vez más el soplo helado que descendía sobre su nuca, como una brisa que soplaba dentro de su blusa, un horrible viento frío y húmedo que hacía que la blusa se le pegara a la piel, como si se la hubiera puesto estando todavía mojada.

– ¿Podrías hacer algo para descubrir la verdadera identidad del padre de tu hijo?

– Fui a visitar a un hombre en Wimpole Street. Un especialista en el tratamiento de la infecundidad, Saffier, doctor Saffier. Utilizaba el esperma de donantes que, según él, elegían cuidadosamente para que coincidiera con los requerimientos de la esposa. -Hizo una pausa-. Color del cabello, de los ojos y cosas semejantes.

– ¿Y logró ayudarte?

– Sí.

– Creo que deberías ir a verlo y tratar de saber todo lo posible sobre ese John Bosley.

– Ni siquiera sé si aún vive.

– Es muy importante -insistió Ford.

– ¿Por qué?

– Ya lo comprenderás.

Se abrió la puerta y entró David.

– ¿Lo quiere con leche, señor Ford?

Ford se levantó.

– Lo siento, pero se me ha hecho tarde. Tengo que ponerme en camino.

– ¿Quiere una escoba o se trajo la suya? -preguntó David sonriendo.

Ford se levantó y devolvió amablemente la sonrisa.

– ¡Oh no, amigo mío! Yo no necesito esos artilugios. Me desmaterializaré delante de sus ojos si no tiene inconveniente.

CAPÍTULO XXII

El Land Rover saltaba, hacía eses y patinaba sobre el camino fangoso. La nariz de Alex percibió el olor de los cerdos, vio algunos conejos deslumbrados por la luz de los faros, pero que antes de que llegara el coche saltaban y escapaban bajo la cerca que separaba el camino de los campos.

Era una noche muy clara; Alex podía ver las estrellas, la media luna y el oscuro contorno de la campiña que se extendía como una sombra infinita.

– Gracias por dejarme venir contigo.

– No seas tonta.

– Esta noche no me hubiera gustado quedarme sola en la casa de Londres.

– No me sorprende. Ese tipo como-quiera-que-se-llame, Ford, te puso enferma de miedo con sus trucos.

Alex miró por el parabrisas, por encima de la rueda de recambio. El morro del Land Rover descendió y eso le permitió ver el resplandor del lago, que parecía iluminado desde el interior. El estanque medieval. Se estremeció. ¿Cómo era que no podía apartar de su mente aquellas palabras? ¿Por qué siempre tenían para ella un sonido siniestro? Pensó en una vieja carpa, de varios siglos de edad, como amenazante guardián de los abismos. Trató de apartar su mirada del lago, pero no pudo hacerlo, como si sus ojos se sintieran atraídos hacia él como el hierro por el imán.

– No era como yo me lo había figurado -comentó David.

– ¿Qué quieres decir?

– Bien… Tenía cierto sentido del humor; nunca pensé que ese tipo de gente lo tuviera. Más bien que eran mortalmente serios, más que un difunto. Pero éste parecía más un agente de seguros que un médium.

– Eso mismo pensé yo la primera vez que lo vi. Pero por lo visto tiene una excelente reputación.

David detuvo el Land Rover bruscamente, tiró con fuerza del freno de mano y miró por la ventanilla.

Alex lo miró ansiosa.

– ¿Qué pasa, David?

Levantó un dedo y siguió conduciendo. Alex escuchó el ruido del motor como el latido rápido de un corazón desbocado, miró a su alrededor y se sintió vulnerable, asustada, deseosa de llegar a la granja, sin detenerse en la oscuridad, cerca del lago y los campos.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué sucede?

– Algunas ovejas han entrado en uno de los viñedos, precisamente en el que está mi Chardonnay. No quiero que se queden ahí.

Alex sintió una ola de alivio que recorría su cuerpo.

– Mañana por la mañana tengo que reparar la verja.

– ¿Te importará prestarme el Land Rover mañana?

– No es muy divertido utilizarlo en Londres… Será mejor que dejes el coche en Lewes y tomes allí el tren.

Alex afirmó con la cabeza.

– Pero haz lo que te parezca mejor. Quiero que descanses, que te relajes y recuperes las fuerzas.

Ella sonrió y dejó su brazo sobre el respaldo del asiento de su marido. Le hubiera gustado acariciarlo, abrazarlo; pero no le pareció justo hacerlo; ya era suficientemente malo lo que le estaba haciendo; no quería abrir de nuevo todas las viejas heridas. No, no era un comportamiento leal para con él… Ni para consigo misma, se dio cuenta después de unos minutos de reflexión. Se sentó junto a la mesa de la cocina y observó a David mientras abría una botella de su propio vino. Vendange, el perro de David, entró en la habitación, se dio la vuelta y volvió a salir tranquilamente.

– ¿Hiciste caso a Ford y no has comido nada desde seis horas antes?

Afirmó con la cabeza.

– No he comido nada desde el desayuno. ¿Y tú?

– Estos días sólo suelo comer dos veces, desayuno y cena. -Abrió el frigorífico-. ¿Quieres una tortilla?

– Me sorprende que no tengas tus propias gallinas; cuando estábamos en Londres siempre hablabas de lo mucho que te gustaría.

– En Londres eso hubiera sido una auténtica novedad; aquí no lo sería. -Alex sonrió-. De todos modos, el vino y los huevos no se aparejan bien.

– ¿Ni siquiera si las dejas picotear en tus viñas Chardonnay?

David dejó unos cuantos huevos sobre el escurreplatos.

– ¿Qué estuviste haciendo durante la sesión…el círculo, David?

– Me di cuenta que te movías mucho.

David hizo un guiño y con la mano se dio unos golpecitos en el pecho. Seguidamente, se quitó la chaqueta con cuidado y puso al descubierto una grabadora que llevaba sujeta al pecho, bajo la camisa.

– Lo tengo todo aquí. Ahora veremos quién de los dos tiene razón.

Desató las cintas que sujetaban la grabadora, apretó el botón de rebobinado y dejó el aparato sobre la mesa, enfrente de su esposa. Ésta oyó el chirrido de la cinta al rebobinarse y alzó los ojos para mirarlo.

– ¿Crees que obraste de modo inteligente?

– ¿Qué quieres decir?

– Podía haber ahuyentado a los espíritus.

– Nadie me dijo que estuviera prohibido utilizar una grabadora.

– Creo que debiste decírmelo.

– Si te lo hubiera dicho no me lo habrías permitido. -Llenó la copa de Alex y observó con aire preocupado cómo el vino se asentaba y se clarificaba. Alzó la copa por el pie y la giró junto a la lámpara-. Buen color -comentó-. Muy claro.

– No demasiado aguado, ¿no te parece?

– Sólo que tiene un ligero tono amarillento, ¿no te parece? -comentó excitado-. El lote anterior era un poco verdoso.

– ¿Qué has hecho? ¿Pusiste algo de colorante?

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