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El olor estaba allí, en su cocina.

Vio de nuevo el hálito de vapor de su respiración, percibió el olor incluso con mayor intensidad y sintió que el terror se apoderaba de ella. Salió de la cocina, cerró la puerta, regresó a la sala de estar y cogió el listín telefónico.

Mankletow. Manly. Main. Su dedo temblaba incontroladamente. Había diecisiete P. Main en el listín. Sabía la calle en la que él vivía, Chalcot Road, pero no había en ella nadie con ese nombre. Llamó a información, consciente de la tensión que se reflejaba en su voz, más aguda que de costumbre. La operadora respondió con amabilidad, pero no pudo ayudarla.

– Lo siento, señora -le dijo-, pero no está en el listín. Su número no puede ser dado al público.

– ¿Puede usted telefonearle y decirle que me llame?

– No puedo hacerlo. Lo siento. Ni siquiera yo tengo su número. Es totalmente reservado.

Alex volvió al recibidor, miró asustada la puerta de la cocina y sintió el aire helado. Tomó el abrigo de la percha, cogió las llaves que estaban sobre la mesita, salió a la calle y cerró la puerta tras ella.

CAPÍTULO X

Un grupo de hombres de negocios adelantó a Alex. «Deben de haber venido a la ciudad para un congreso», dedujo de las cartulinas que algunos de ellos se habían olvidado de quitarse de las solapas.

– Mira, Jimmy, está para comérsela -dijo una voz con acento escocés.

Entró en el edificio de su oficina y cerró la puerta. Hubo un coro de risas en la calle, posiblemente a costa suya, pensó.

En el interior de la oficina todo estaba tranquilo, con una calma poco natural; la habitación estaba a oscuras y los rayos de luz blanca y dura procedente del salón de masajes que estaba al otro lado de la calle se reflejaban en las paredes y el mobiliario, produciendo un extraño efecto de claroscuro.

Fijó la mirada en la intensa oscuridad de la escalera, apretó el botón de la luz, de modo instantáneo la oscuridad desapareció y se encontró en su propio ambiente familiar, con los suaves grises de las paredes y las alfombras, las pantallas de las lámparas y los pasamanos de color carmesí, y las multicolores sobrecubiertas polvorientas de los libros que adornaban las paredes.

Dejó atrás la centralita telefónica de la recepción, ahora oscura y silenciosa, y subió las escaleras. Vio una sombra en el piso de arriba y tuvo un momento de indecisión antes de seguir subiendo. Tuvo la impresión de que la sombra se movía. Vaciló, pero sabía que debía llegar hasta el descansillo para poder pulsar el próximo interruptor de la luz. Observó la sombra: cuando ella se movía, la sombra se movía; si se detenía, la sombra hacía lo mismo.

«¡Estúpida!», pensó, al darse cuenta de que se trataba de su propia sombra.

Siguió andando en la oscuridad, encontró el interruptor, lo apretó con un dedo nervioso y dio un salto cuando la luz se encendió. Siguió subiendo por el próximo tramo hasta alcanzar el siguiente rellano. La oficina de Julie estaba abierta y la habitación en total oscuridad. Alex miró nerviosa, alargó la mano, encendió la luz y de nuevo se sintió aliviada por la normalidad. Se irritó momentáneamente al ver que se había dejado sin cubrir la negra Olivetti. Julie siempre se olvidaba de taparla. ¿Por qué lo hacía? La funda de plástico gris estaba arrugada detrás de las bandejas de la correspondencia llenas de papeles. Alex estiró la funda cuidadosamente y tapó la máquina de escribir. Sus ojos se fijaron en el original que había sobre la mesa: Vidas predichas. Mi poder y el de otros, con una señal de lectura hacia la mitad. Le había dicho a Julie que devolviera aquel original, pensó enojada, mientras tomaba el libro y se lo llevaba consigo a su despacho.

Hablaría de ello con Julie el lunes.

Abajo, en la calle, unos tipos con unas copas de más se agrupaban junto a la puerta del salón de masajes, tratando de mirar por las ventanas cerradas. Alex cerró las persianas de su propia ventana y se alejó de ella temblando de frío. Pulsó el botón de la calefacción y de un cajón sacó su agenda de direcciones. Marcó el número y esperó a sabiendas de que siempre tardaba un rato en responder y con alivio sintió el clic del teléfono al ser descolgado. Estaba a punto de hablar cuando se dio cuenta de que el timbre seguía sonando.

Alguien, en su propio edificio, había descolgado el teléfono en otra extensión.

Se quedó de pie, helada por un momento, paralizada por el terror.

«¿Quién -pensó-, quién?» ¿La mujer de la limpieza? No, imposible. ¿Uno de sus socios? Tampoco. Se quedó escuchando con atención, tratando de captar algún sonido, una respiración, una tos; el teléfono seguía sonando. Seguía sintiendo la presencia, la persona que esperaba, que escuchaba. ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién? Ahora estaba temblando, oía el propio golpear del latido de su corazón, más fuerte que el timbre que sonaba al otro lado del hilo. Sintió dolor debajo de la oreja al golpearse descuidadamente con el auricular telefónico. El teléfono continuaba sonando sin que nadie lo descolgara. Asustada, se volvió y miró al pasillo a través de la puerta abierta. El timbre del teléfono parecía resonar por toda su oficina. Algo se movió al otro lado del corredor, ¿o se lo había imaginado? «Cierra la puerta -se dijo a sí misma-. ¡Cierra la puerta!» Pudo ver la llave, puesta por la parte de fuera.

Cuidadosa y suavemente Alex dejó el auricular sobre la carpeta de su mesa y se dirigió de puntillas hacia la puerta. El teléfono continuó llamando. Alex trató de sacar la llave en silencio, pero temblaba demasiado y no pudo evitar que chirriara, golpeara y acabara por caer al suelo, donde rebotó sobre el rodapié con un ruido como de dos trenes que chocaran.

– ¡Oh, no! -exclamó en voz alta-. ¡No, no!

Se puso de rodillas y con las manos tanteó la alfombra tratando de dar con ella. Cuando la encontró, la tomó con fuerza entre los dedos, se dio la vuelta y, asustada, volvió a fijar la mirada en el pasillo que llevaba a la escalera, sin dejar de oír el timbre del teléfono, y después entró de nuevo en su oficina, dio un portazo y se apoyó contra la puerta. Trató de poner la llave en la cerradura, pero se le cayó de nuevo.

– ¡Oh, no! -exclamó de nuevo.

Tomó la llave, logró por fin introducirla en la cerradura y trató de girarla. Pero la llave no se movió.

La giró de nuevo, con tanta fuerza que vio que la llave empezaba a doblarse.

– Que se cierre, por favor, que se cierre -suplicó.

La introdujo un poco más y de pronto la llave giró con toda facilidad, sin necesidad de hacer fuerza. Durante un momento Alex se quedó con la cabeza apoyada en la puerta mientras sentía que una sensación de alivio recorría su cuerpo y el corazón le latía con tanta fuerza que era como un puño que golpeara su pecho. Estaba sudando y respirando con ansiedad.

– Diga, diga. -La voz sonaba como si una radio permaneciera encendida-. ¡Diga…!

Cogió el auricular como si fuera el primer alimento que caía en sus manos después de una semana de ayuno.

– Diga.

Oyó la expiración de humo de tabaco que le era tan familiar.

– ¿Alex? -preguntó Philip Main: su voz, casi como un murmullo, tenía un tono de incredulidad.

De nuevo tuvo aquella extraña sensación de una presencia misteriosa y no quiso hablar, para evitar ceder ante el terror.

– Sí. -De pronto oyó su voz, que respondía como en un suspiro, suavemente.

– ¿Alex?

– ¡Ayúdame! -dijo con mayor fuerza y de pronto volvió a sentirse vulnerable; la puerta era fuerte, pero no lo bastante para detener a alguien decidido a atacarla.

– ¿Eres tú, Alex?

– Sí. -El sonido, extraño y agudo, pareció salir de lo más profundo de su interior y casi no pudo reconocer su propia voz.

– ¿Te encuentras bien? -Su tono era amable y preocupado.

Alex no quería decirlo, no quería que la otra persona que los estaba escuchando supiera que estaba asustada. «Normal. Haz que tu voz suene normal, por lo que más quieras habla con normalidad.»

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