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– Y después te llevaré a cenar. Iremos a algún sitio bonito, ¿de acuerdo?

Alex lo miró y afirmó con un gesto.

– Jesús, qué frío hace aquí! -dijo cuando entró con el baúl en el cuarto de Fabián-. ¿Dónde quieres que lo deje?

– En el suelo.

– Deja que lo ponga sobre la cama. Será más fácil si quieres sacar algo. Deberías encender la calefacción aquí. Acabarás cogiendo frío.

– Está encendida. Debe de ser que este piso… -Pero David había alzado el baúl sobre la cama y lo dejó caer en ella provocando el crujir de sus muelles.

Alex no terminó su frase y observó cómo David inspeccionaba el cuarto, perdido, como el visitante que trata de orientarse en un museo.

– Ahí está su telescopio; me acuerdo de cuando se lo regalé.

– Le gustaba mucho.

David miró el retrato y Alex se dio cuenta de la expresión de desagrado de su rostro. Después apartó la mirada.

– Aún tiene ese póster de Brooklands… Ahora vale un puñado de libras.

Alex miró el antiguo coche de carreras que corría por la pista. David se acercó al grabado.

– Recuerdo que fui yo quien se lo colgó… No debía de tener más de siete u ocho años. Organicé un verdadero lío, pues no parecía capaz de ponerlo a la altura adecuada. Tuve que clavar el clavo una docena de veces. -Separó el cuadro de la pared-. Mira, ahí están todos los agujeros que tuve que hacer. -Señaló el yeso de la pared y varios agujeritos distribuidos al azar.

– Es curioso las cosas que a veces se recuerdan -comentó Alex mientras observaba cómo su marido volvía a poner el cuadro en su sitio. ¿Para quién?

Salió al pasillo, sintiendo de repente la urgente necesidad de dejar el dormitorio y deseando que David también saliera de aquella habitación; su presencia allí, moviendo cosas, yendo de un lado para otro, la enojaba. ¡Déjalo descansar!, le hubiera gustado decirle. ¡Déjalo descansar estúpido!

David salió del cuarto con la cabeza baja y sus mejillas exangües y de inmediato Alex se sintió furiosa consigo misma por tener tales pensamientos, furiosa de ver hasta qué punto la cegaba su propia pena. Su hijo había significado mucho para ambos, tras las interminables visitas a los especialistas, su embarazo ectópico que tuvo que ser terminado y, finalmente, la postrera esperanza. ¡Y su secreto!

Bajaron la escalera lentamente y se detuvieron en el rellano. Alex sintió el brazo de David en torno a su talle, apretándola, y se apoyó contra él. De repente hacía frío de nuevo y sintió el deseo de bajar para cerrar las ventanas. Se sentó envuelta por la pena y el dolor -la fría habitación desierta, el baúl, que Fabián nunca desharía- sobre la cama. Sintió el calor del cuerpo de su esposo, su fuerte presencia física, su cuerpo robusto, la presión de su mano grande y poderosa. Se anidó en la suavidad de su barba y lo besó en la mejilla. Notó la reacción de su esposo, la rigidez de su rostro y sus labios húmedos sobre su propia mejilla y cómo su marido la empujaba lentamente, paso a paso, hacia la puerta del dormitorio conyugal. Se dio cuenta de que sus besos se hacían cada vez más apasionados y descendían por su garganta.

– No, David.

Él la besó en la barbilla y después puso sus labios sobre los de ella. Alex apartó su rostro con firmeza.

– No, David -repitió.

– Así -dijo él-. Debemos hacerlo.

Era la voz de Fabián; Alex abrió los ojos y vio el rostro de Fabián, de su hijo.

– No -insistió ella empujándolo para alejarlo-. ¡No, vete de aquí!

– Él volvió a aproximarse-. ¡Márchate, vete! -gritó-, ¡Vete!

Fabián la miraba y el choque emocional la dejó helada por un momento. El rostro volvió a ser el de David, después fue Fabián de nuevo, hasta que Alex se sintió incapaz de decir quién era.

– ¡Márchate, déjame!

– ¡Alex, cariño, cálmate!

Ella le dio una patada directamente entre las piernas y vio el gesto de dolor en el rostro de su marido; después le golpeó el pecho con los puños. Se dio cuenta de que sus manos la atenazaban.

– ¡Cálmate! -le oyó decir-. ¡Alex, tranquilízate!

– Estoy tranquila -le respondió, gritando-. Por el amor de Dios, estoy completamente tranquila. Pero vete, por favor, vete.

– Lo siento, querida, no era mi intención…

Ella se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, llena de un odio total e inexplicable hacia él.

– ¡Vete! -le gritó con una voz que le costó trabajo reconocer como suya-. ¡Vete, vete, no puedo soportarte aquí! -Vio la sorpresa en su rostro y sus manos cruzadas sobre las piernas-. ¡Vete, por favor, vete!

– ¿Y qué hay de la cena? -preguntó, indignado.

– Quiero estar sola. No podría explicártelo, pero necesito quedarme sola. Lo siento, fue una equivocación pedirte que vinieras. -Se le quedó mirando como si temiera que en cualquier momento volviera a convertirse en Fabián-, En estos momentos no estoy para nada, para nada en absoluto. Tengo que volver a ser yo misma.

Alex le siguió mientras bajaba la escalera.

– ¿Te encuentras bien? ¿Puedes conducir de vuelta a casa?

David la miró y se encogió de hombros.

– Conduje hasta aquí, ¿no?

– Lo siento -repitió ella-. Lo siento.

– ¿Quieres que te llame cuando llegue a casa?

– ¿Llamarme? -dijo Alex débilmente-. Sí, si quieres…

Cerró la puerta, se dirigió al salón y se dejó caer en una silla. Fuera, a cierta distancia, oyó arrancar el motor del Land Rover y después el ruido del cambio de marcha.

En esos momentos se dio cuenta de lo ilógico de su actitud.

– ¡David! -Corrió a la puerta de entrada-. ¡David, espera, David! -Manipuló el cerrojo, abrió la puerta y descendió la escalera hasta la acera. Las luces traseras del coche se iban alejando al final de la calle. Corrió tras ellas-. ¡David! ¡Espera, cariño! Para, por favor, párate. No sabía lo que decía, no quise ofenderte. ¡Para, por favor, para!

Vio que el coche se acercaba al semáforo en luz intermitente y siguió corriendo calle abajo. Después el coche giró en el cruce y se perdió de vista.

– ¡David!

Corrió por la Fulham Road. El coche se había detenido en un semáforo. «¡Por favor, que no cambie, que no cambie!», suplicó. Pero se encendió el verde y el coche se alejó.

Se apoyó en una farola, casi sin fuerzas, y sollozó.

– David, cariño, lo siento. Lo siento mucho.

Lentamente, dio la vuelta y regresó a su casa. La puerta principal aún seguía abierta. Entró, la cerró tras ella y se dirigió de nuevo al salón, llorando y totalmente agotada. Se dejó caer en el sofá y se quedó adormecida.

No estaba segura de qué la había despertado, si fue el aire helado que de nuevo llenaba la habitación o el olor a comida, el tentador olor a fritura.

Pese al frío, se sentía mejor, más tranquila. ¿Había venido David, realmente, se preguntó, o había sido sólo parte de un sueño terrible? Olió el intenso olor a frito y recordó la pasión de Fabián por los huevos fritos: hubo una época, cuando todavía era niño, que tenía sus caprichos y se negaba durante varios días a comer cualquier otra cosa que no fuera huevos fritos.

Era un olor poco usual para un sábado por la noche en Fulham, en el corazón de un barrio lleno de buenos restaurantes. Miró su reloj. Las diez; el olor se iba haciendo cada vez más penetrante y se dio cuenta de que tenía hambre; no había comido nada desde el desayuno, una manzana y una sola tostada. Se preguntó cuál de sus vecinos sería el causante del olor a huevos fritos y se dirigió a la ventana.

Con sorpresa vio que estaba cerrada. Se quedó de pie junto a ella, preguntándose cómo era posible que aquel olor fuera tan intenso en el interior de la casa, y en esos momentos oyó un crujido y el hervir del aceite, tan cerca que le pareció provenir de su propia cocina.

Salió al recibidor y vio que la luz de la cocina estaba encendida. El ruido provenía de allí.

Recorrió los veinte pasos a toda prisa y se quedó mirando la encimera de la cocina, que estaba vacía. El olor a huevos fritos era agobiante. Abrió la ventana y sacó la cabeza, pero no había nada salvo los familiares olores nocturnos de la vecindad, de los cubos de basura, la hierba mojada, el humo del diesel y un ligero aroma de curry. Alex cerró la ventana.

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