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– ¡Oiga! -exclamó nerviosa.

– Sí, ¿qué es lo que quiere? Ya pagué el impuesto de la televisión.

Alex frunció el ceño, extrañada.

– Sólo quiero hablar unas palabras con usted sobre su hija, Carrie. Tiene usted una hija con ese nombre, ¿verdad?

– Sí.

Otra pausa.

– ¿Qué ha hecho?

– Nada, señora Needham. Tengo que darle unas noticias. Por favor, abra la puerta.

Hubo otra tos seca y oyó el ruido de los cerrojos. La puerta se abrió unos centímetros. Alex se encontró frente a una mujer más joven de lo que había esperado, más o menos de su misma edad, pero con el rostro chupado, pálido, envejecido por el abandono, el cutis áspero y cetrino, como de quien necesita desesperadamente un poco de aire libre. Debió de haber sido muy guapa años antes e incluso entonces podría resultar atractiva si se esforzaba en ello. Estaba allí, frente a ella, en el cabello un nido de rulos, el cigarrillo pendiente de sus labios. Vestía una bata sucia de color azul y la miró de arriba abajo.

– ¿No es usted del ayuntamiento?

– No.

– Es que a veces esos tipos tienen extrañas ideas.

Alex vio cómo los ojos de la mujer se fijaban en ella y después iban nerviosamente de un lado para otro. La señora Needham movió la cabeza bruscamente y dio unos pasos hacia atrás. Alex tomó aquello como una invitación y entró en el pequeño recibidor que olía a leche acida y a cigarrillos. Por la puerta que había a su derecha podía ver la cocina, la mesa llena de botellas de cerveza vacías. La mujer la invitó a entrar en una pequeña combinación de sala de estar y dormitorio en forma de «L».

– Me hablaba de Carrie, ¿no?

Alex movió la cabeza afirmativamente y se fijó en la cama sin hacer, las paredes desnudas, vestidos, cosas inútiles, revistas viejas y platos sucios por todas partes. Las ventanas estaban sucias y ocultaban la magnífica vista de Londres a sus pies.

– Mi hijo Fabián solía salir con su hija… hasta hace poco; creo que rompieron poco después de Navidad.

La mujer la miró con la mirada perdida, vacía; pese a que el cigarrillo se había consumido casi hasta el filtro, dio una profunda chupada, frunció la nariz y tiró la colilla.

– Hace mucho tiempo que no la veo. No suele venir mucho por aquí. -Miró el rostro de Alex y tosió una vez más, una tos seca y persistente. Se volvió y le dijo-: Siéntese, ponga esos periódicos en el suelo. Siento cómo está esto, pero es que ahora el ayuntamiento no ofrece gran cosa a las personas que están solas.

Alex apartó del sofá un montón de periódicos y una libreta de cupones de compra casi llena y se sentó.

– Mi hija vive su propia vida, si entiende lo que le quiero decir.

Alex sintió que la mujer la miraba de arriba abajo.

– Todos los hijos son difíciles, de un modo u otro.

– Yo no sé nada de Fiiban… ¿es ése el nombre, Fiiban?

– Fabián.

– No sé nada de él. Nunca me dijo nada.

– Se mató en un accidente de coche hace dos semanas y media. Sé que apreciaba mucho a Carrie y pensé que debía saberlo.

– ¿Ah, sí? -dijo la mujer, y Alex tuvo la sensación de que ni siquiera había entendido sus palabras.

– Pienso que Carrie debería asistir al funeral, ¿sabe? -Alex se mordió el labio: deseaba salir de allí, lejos de aquel olor desagradable, de aquella mujer ajada, del piso sucio.

– Se lo diré cuando la vea, querida… Pero no sé cuándo será. Siento no haberle ofrecido nada… pero una no recibe muchas visitas, excepto la gente del ayuntamiento.

– No es necesario, muchas gracias.

– ¿Quiere una taza de té?

– No gracias, de veras.

– Mi hija está en Estados Unidos. -Miró el aparador y Alex vio una tarjeta postal con un rascacielos.

– ¿Desde cuándo está allí?

La mujer se encogió de hombros.

– Nunca sé cuánto tiempo está en ninguna parte; sólo recibo postales, nada más. Aunque con regularidad, supongo. -Se estremeció-. Ya sé que algunas madres ni siquiera tienen eso.

Alex sonrió.

– Creo que Carrie es una buena chica, simpática y bonita.

La mujer se estremeció.

– No sé cómo será ahora, no tengo idea de cuál será su aspecto estos días; tenía algunas fotografías de ella, de antes, pero no recuerdo qué he hecho de ellas.

Sonó el timbre y después alguien golpeó la puerta con insistencia.

– ¿Quién es? -preguntó con voz ronca.

El timbre volvió a sonar, dos veces seguidas, y de nuevo golpearon la puerta.

– ¡Está bien, está bien, ya voy! -Se levantó y tosiendo se dirigió a la puerta arrastrando los pies.

Alex se dirigió al aparador y miró la tarjeta postal. En pequeñas letras impresas podía leerse: «John Hancock Tower.» Había algunas otras postales a su lado. Massachusetts Institute of Technology, Cambridge. Mass. Newport, Rhode Island. Vermont, New Hampshire. Oyó el clic de la puerta al abrirse, risas burlonas y pasos que se alejaban corriendo. Miró nerviosa a su alrededor, cogió la postal del Instituto de Tecnología de Massachusetts y se la guardó en el bolso.

– ¡Malditos críos! ¡Jodidos golfos! -gritó la señora Needham; se oyó el ruido de la puerta al cerrarse violentamente y la mujer regresó a la habitación, llevando en la mano una botella de cerveza, con el rostro rojo de rabia-. Son unos golfos, unos sinvergüenzas, los niños de por aquí. -Destapó la botella, tomó un trago y se la ofreció a Alex.

Ésta negó con la cabeza:

– No, gracias.

La mujer se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Se pasan el tiempo molestando, llamando a las puertas. El ayuntamiento dice que no puede hacer nada. -Tomó otro trago de la botella-: ¿Quién dice que es su hijo?

Alex se la quedó mirando horrorizada, al darse cuenta de que la mujer estaba borracha y lo había estado todo el tiempo.

– ¡Está muerto, señora Needham! -respondió con toda la calma que le fue posible, sintiendo que la piedad y la rabia luchaban en su garganta-. ¡Muerto!

– Sí. Bien, eso es algo que nos espera a todos -dijo la señora Needham, con un guiño que torció su rostro y le dio una expresión horriblemente impúdica.

CAPÍTULO XII

Alex conducía su coche por la Fulham Road, contenta de verse por fin fuera del piso de la señora Needham y lejos de la claustrofóbica desolación de aquella finca.

Sentía que la rabia crecía en ella, una furia que se dirigía contra aquella mujer, por vivir como vivía, por no tener en cuenta que Fabián estaba muerto; rabia por su comportamiento patético, porque pudiera existir, siquiera, un lugar como aquél. Después pensó en aquella vista, aquella magnífica vista que se ofrecía desde la ventana, y le pareció absurdo que el único elemento de belleza en todo el lugar fuera la contemplación de algo que estaba fuera de allí, en alguna otra parte.

Su casa estaba tranquila; tomó los periódicos del domingo que estaban junto a la alfombra de la entrada y con ellos en la mano se dirigió a la cocina. Oyó el leve zumbido del reloj eléctrico, el sordo respirar del calentador eléctrico. Todo parecía normal, sonidos normales, olores normales. La casa susurraba, suspiraba, crujía, como ese viejo amigo que siempre fue para ella. Se sintió cómoda, segura. En casa.

Sonó el teléfono: era David.

– ¡Hola, Alex! ¿Te encuentras bien?

La voz sonó torpe, como una intrusión en su paz e, instantáneamente, se sintió enfadada con él; pero después recordó cómo lo había tratado la noche anterior y se sintió triste y arrepentida.

– ¡Hola, David! -le contestó haciendo un esfuerzo para que su voz sonara complacida, como si se alegrara de su llamada-. Sí estoy bien… Mira, siento mucho lo ocurrido la noche pasada… No sé lo que me pasó.

– Debieron de ser los nervios, la tensión, querida. Los dos estamos bajo una gran tensión, la terrible impresión de lo que nos ha sucedido.

«¡Grítame, por lo que más quieras! Ponte duro conmigo, no seas tan asquerosamente amable y tolerante; insúltame, llámame puta, haz que te tenga miedo», pensó, pero no pudo decirlo.

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