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CAPÍTULO XI

La brillante mañana del domingo londinense se desplegaba a través del parabrisas lleno de vaho del Volvo de Philip Main; era como si se estuviera viendo la televisión a través de una ventana con cristales cubiertos por la escarcha, pensó Alex. En domingo, Londres siempre tenía un aspecto diferente, desaparecía la sensación de prisa de los días de la semana. En domingo la gente tenía tiempo, tiempo para pasear, tiempo para pensar. Londres era un lugar grato y agradable en domingo.

Alex se sentía descansada, tras haber dormido bien por vez primera. Se dio cuenta de ello, desde que recibiera la noticia de la muerte de Fabián.

Bajó la vista y pudo ver el cenicero del automóvil abierto y lleno a rebosar de colillas y el montón de papeles, documentos, revistas y casetes que cubrían el suelo del coche alrededor de sus pies.

– Muchas gracias -le dijo- por la noche pasada. Me ha sentado muy bien.

– Supimos arreglarnos -respondió él amablemente.

– ¿Arreglarnos? ¿En qué?

– Arreglarnos.

– A veces, hablas en jeroglífico.

– Arreglarnos para seguir siendo nosotros mismos.

Alex sonrió y lo miró, con el cigarrillo sobresaliendo bajo su bigote, con la cabeza ligeramente agachada hacia adelante, como si fuera demasiado alto para el coche.

– Tienes un ego muy pronunciado, ¿verdad?

– No… sólo que a veces… -Se calló de repente.

– A veces, ¿qué?

– A veces… -Las palabras parecieron evaporarse.

Se echó hacia adelante, puso una casete y, un segundo después, Elkie Brooks cantaba con voz clara y fuerte y la música pareció envolverla. Philip dejó escapar un gruñido y bajó el volumen.

– Así que el vicario te dijo que trataras de saber algo más de Fabián.

– El cura, sí.

– ¿Y qué has descubierto hasta ahora?

– Que no fue él quien se libró de su amiga, Carrie… sino que ella rompió con él.

– ¿Y eso qué significa para ti? ¿Que Fabián tenía su orgullo?

Alex se rió.

– Me siento tan estúpida… por lo sucedido la noche pasada ¿sabes?

– La mente nos juega malas pasadas cuando se está cansado.

– ¿Has oído hablar de un médium llamado Morgan Ford?

Negó con la cabeza y aspiró profundamente el humo de su cigarrillo.

– ¿Cómo se puede distinguir al falso del auténtico?

– No hay auténticos.

Alex se lo quedó mirando.

– Vosotros los científicos resultáis unos malditos presuntuosos, sois irritantes.

Tocó con fuerza el claxon tras un pequeño coche de alquiler con sus cuatro plazas ocupadas, que marchaba lentamente frente a la fachada de Liberty.

– No, lo que pasa es que decimos verdades que la gente no quiere oír.

– Eso es igualmente presuntuoso.

Alex se quedó sorprendida a medias al ver que su Mercedes seguía donde lo había dejado, no se lo había llevado la grúa, no había sido multado, ni saqueado por los gamberros. Se adelantó y le dio un beso a Philip.

– ¿Estarás bien ahora?

– Sí.

– Creo que te llevaré a cenar esta noche para asegurarme de ello.

Ella negó con la cabeza.

– No me gustará volver por la noche a una casa vacía. Es mejor que vengas a casa y yo prepararé algo de cena.

– ¿A eso de las ocho?

Alex se alejó en su automóvil. Se sentía bien, relajada; pero sabía que su pena habría de volver. Todo estaba acumulado en su cabeza, en espera de salir con la violencia de un alud. El peor momento sería por la tarde, cuando la luz del sol empezara a difuminarse; la depresión llegaría del mismo modo que lo había hecho siempre a última hora de las tardes del sábado, toda su vida, desde que era una niña.

Condujo hacia el sur, cruzando el puente de Vauxhall, y descendió hacia Streetham, disgustada con la tarea que la esperaba de tratar de encontrar a Carrie y conseguir de ella algún tipo de información. Ni siquiera tenía la dirección de la joven. Todo lo que recordaba era que había pasado frente a una tienda de antigüedades, con una fila de sillas en la acera, y que Fabián le había dicho: «Ahí es donde vive Carrie, mamá.»

Y ella había mirado hacia la derecha para ver los bloques de los dos edificios en forma de torre. La casa estaba al principio de una colina parecida a la que ahora estaba ascendiendo; vio una tienda de antigüedades cerrada, las puertas tapadas con tablas y, en la distancia, a la derecha, distinguió las dos torres grises; viró, para dirigirse a ellas, descendiendo por una calle estrecha junto a cuyas aceras aparcaban coches viejos y furgonetas destartaladas, una típica calle del barrio pobre. Dos niños negros que jugaban en la acera se detuvieron para mirarla y Alex sintió que se ruborizaba, como si se diera cuenta de que no tenía derecho a estar allí, como si estuviese fuera de su propio territorio.

La calle daba la vuelta y ascendía de nuevo a través de dos hileras paralelas de viviendas municipales para obreros, de dos pisos, con pesadas escaleras metálicas para ascender al segundo piso. De los balcones y ventanas colgaban toallas, sábanas y ropa interior; tuvo la sensación de encontrarse en un gueto.

Los dos grandes edificios en forma de torre se alzaban frente a ella, enormes moles amenazadoras de cemento que se alzaban hacia el cielo como lápidas sombrías que marcaran dos tumbas de gigantes.

Alex se bajó del Mercedes, lo cerró con todo cuidado y entró en el vestíbulo de uno de los edificios. La mayor parte del cristal de una de las puertas de entrada estaba en el suelo y la otra estaba permanentemente abierta. La palabra JODER había sido pintada con un spray y ocupaba casi toda una pared con sus grandes letras; había un olor extraño y desagradable que no pudo identificar.

Miró el panel con los nombres de los inquilinos. Allí estaba: E. Needham. De repente se sintió invadida por una confusa mezcla de emociones. Hubiera sido mejor que no estuviera el nombre: habría intentado llevar a cabo su propósito y ahora podría regresar a casa con la conciencia tranquila.

Apretó el botón y se abrió la puerta del gran ascensor, que más bien parecía un montacargas. CHÚPATE LOS HUEVOS. El artista del spray también había dejado allí muestras de su talento. Alex pulsó el botón del tercer piso y la puerta se cerró lentamente, a tirones. Se preguntó si no hubiera sido mejor subir a pie. Se produjo un pequeño choque casi imperceptible y las puertas frente a ella comenzaron a pasar lentamente, con lentitud casi agonizante. El ascensor olía mal, casi como un retrete público, y de pronto, con horror, descubrió el charco de una meada en el suelo, cerca de sus pies. Se movió a un lado. Se produjo un chasquido y vio cómo el ascensor dejaba atrás la señal del primer piso.

Finalmente el ascensor se detuvo y Alex salió a un tétrico pasillo con el suelo de piedra. En el muro habían pintado ligeramente el símbolo contra la bomba atómica y un poco más abajo alguien grabó en la pared con un cincel la palabra CERDOS. Se detuvo junto al apartamento número 33, frente a una puerta pintada de azul con una gran mirilla, y buscó el botón del timbre; lo pulsó, oyó un extraño zumbido como el chillido de un insecto furioso y esperó. Un momento más tarde una voz de mujer preguntó desde el interior:

– ¿Sí?

Alex se quedó mirando la puerta.

– ¿Señora Needham?

Esperó, pero no sucedió nada. En algún lugar en el pasillo oyó el llanto de un niño pequeño y sobre todo el sonido de una música pop. Volvió a pulsar el timbre.

Hubo otra larga pausa.

– Sí, ¿quién es?

– ¿Señora Needham?

– ¿Quién es?

La voz sonó más próxima, oyó el arrastrar de pasos y por el agujero de la mirilla pudo apreciar ciertos movimientos.

– ¿Qué desea? -La voz sonó hostil.

– Deseo hablar con la señora Needham, por favor.

– ¿Es usted del ayuntamiento?

– No. Me llamo Alex Hightower. Mi hijo solía salir con su hija.

Hubo un largo silencio. Alex oyó una tos contenida y después de nuevo se hizo el silencio.

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