– Alex, ¿quieres que tire la puerta abajo?
– No -respondió débilmente-. Te daré las llaves.
Se las tiró a la calle, vio cómo golpeaban la fachada en su caída y oyó el débil ruido que producían al chocar contra el pavimento.
Suspirando aliviada cruzó su despacho. Oyó un gruñido al otro lado de la puerta. La abrió y se encontró con un pequeño bullterrier negro que la miraba con aire beligerante, mostrándole los dientes y con un hilo de baba cayéndole de sus negras encías. El perro dejó escapar un gruñido ronco y agresivo.
Oyó el ruido de pasos en la escalera y Main apareció en el descansillo, jadeando y despeinado.
– ¡Black! -le gritó al perro-. ¡Quieto!
El animal tenía los ojos fijos en Alex, dispuesto a entrar en acción.
– ¡Black!
El perro se retiró de mala gana.
Main puso sus manos sobre los hombros de Alex.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí, sí, estoy bien.
– Creí oportuno venir personalmente. ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?
Alex lo miró fijamente y las lágrimas inundaron sus ojos.
– No lo sé, Philip, ¡no sé qué está pasando!
– ¡Oh, señor! -Buscó en sus bolsillos y sacó un pañuelo-. Estás en mal estado, Alex.
– Es el teléfono. Oí a alguien en la línea.
– ¿Aquí?
Ella afirmó con la cabeza y tomó el pañuelo.
– Lo siento, está asqueroso.
Alex estrujó el pañuelo entre sus manos y después se secó los ojos con él. Main la condujo al sofá y ambos se sentaron. Buscó el paquete de cigarrillos y lo sacó del bolsillo. Alex observó al perro que recorría la habitación sin mostrar gran interés. Después trotó fuera de la habitación.
– Alguien descolgó un teléfono en alguna extensión para oír mi conversación.
– No hay nadie aquí ahora. He mirado al llegar. Todas las ventanas están cerradas y todo está a oscuras, por lo que he podido ver. ¿Estás segura de lo que me dices?
Ella afirmó con la cabeza.
– ¿No pudo ser un cruce de línea en algún lugar, fuera de aquí?
Alex lo miró con atención.
– La sentí muy próxima…
– ¿Qué?
– A la persona, quienquiera que fuese.
Main le ofreció un cigarrillo.
– ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de un sábado por la noche?
– Necesitaba tu número de teléfono… No lo tenía en casa. Siento… haberte molestado.
– No más que un inspector de hacienda a un mendigo. Tal vez has privado a la humanidad del mejor de los poemas de todos los tiempos. Cuando llamaste iba a ponerme a escribirlo -sonrió.
– Lo siento, lo siento; no sé qué está ocurriendo.
– Te llevaré a casa.
– No. -Alex sacudió la cabeza-. No quiero ir a casa.
– No vas a quedarte aquí. No voy a permitírtelo. Creo que necesitas descanso. -Contuvo su risa-. Puedes venir conmigo y quedarte en mi casa. -Captó la expresión de sus ojos y añadió-: En el cuarto de invitados. ¿De acuerdo?
Alex sonrió, afirmó con la cabeza y cerró los ojos a causa del humo del cigarrillo. Se levantó, cogió el original de Stanley Hill y lo volvió a dejar en la oficina de su secretaria, en el mismo lugar donde lo había encontrado.
– No sabía que los científicos escribieran poemas -dijo al regresar a su oficina-, ¿Me dejarás leerlos alguna vez?
– Ya veremos -respondió con aire misterioso.
Alex se sintió mejor después del whisky, echada encogida en la espesa alfombra frente a la chimenea en la que ardían unos troncos de leña. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de libros, libros queridos, desgastados por el uso, que llenaban las estanterías que iban desde el suelo hasta el techo estucado. Por todas partes predominaba la madera y el cuero, paneles de finas maderas y muebles sólidos de madera, antiguos pero sencillos y bien restaurados. Sillones y sillas de cuero grueso y un gran sofá, igualmente tapizado de cuero.
– No lo entiendo. ¿Por qué estás tan en contra de ello?
– Me parece una solemne tontería. Nos morimos y nos vamos, eso es todo. -Juntó las manos de repente, con violencia, como si fuera a tocar palmas.
El ruido hizo que Alex diera un brinco, sobresaltada, y el perro corrió hacia su dueño, ladrando furiosamente.
– ¿Cómo puedes decir algo así?
– Lo sé, está probado. ¡Baja chico, baja! -se dirigió al perro-. ¡Dios mío! Eres una mujer inteligente, no puedes seguir creyendo en Dios. Darwin lo ha probado: el juego terminó para san José.
Lanzó una gran bocanada de humo y las facciones marcadas y adustas de su rostro se suavizaron por un momento tras la nube de humo que lo rodeaba; tenía una expresión diabólica, demoníaca, pensó Alex. Y por un instante sintió un débil estremecimiento de duda hacia él.
– Si fuéramos parte espíritu, parte materia, tendríamos libre albedrío, muchacha. Pero no es así: todos nosotros somos prisioneros de nuestros genes: todo está determinado, decidido por el ADN, un programa computado en nuestros genes gracias a nuestros padres y madres: el color de nuestros ojos, el tamaño de nuestra nariz.
Alex sonrió, relajada de nuevo.
– Incluso la manera de pensar.
– Tenemos libre albedrío, Philip.
– Tonterías. Tú y yo no somos más libres que un perro, que Black, por ejemplo. -Main señaló a su perro con un dedo-. Black mata gatos; si ve a un gato cuando no va sujeto, lo matará; eso es algo que está en sus genes, no puede evitarlo y nadie puede detenerlo.
– ¿Qué quieres decir?
– Ya viste qué obediente fue en tu oficina. Le dije que se estuviera quieto y lo hizo. Me obedecerá en todo, excepto con los gatos; si ve a un gato no parará hasta degollarlo.
– Es consecuencia de un mal entrenamiento.
– No, no hay nada que hacer. Ni el mejor entrenador podría conseguirlo. Es algo que está en sus genes y no puede ser eliminado.
– Quieres decir que los espíritus también pueden tener genes.
– Nosotros, los seres humanos, hemos creado y desarrollado a Dios en nuestras mentes; es nuestro mecanismo de supervivencia que cuenta ya con miles de años, desde los primeros días en que el hombre trató de explicarse por qué estaba en este mundo. Tú conoces a espiritistas y médiums que son bien intransigentes o, por el contrario, muy suaves y adaptables. Los intransigentes creen que son auténticos y que tienen razón; los adaptables son unos picaros y sinvergüenzas. Suelen ser buenos en telepatía; hacen resurgir al tío Harry en nuestros bancos de memoria, nos dicen cosas que ya sabemos y añaden algunas más por si aciertan por casualidad. El que los consulta acaba por creer en sus poderes y les pregunta: «¿Cómo está el tío Harry?» Y su respuesta es: «Muy bien.» Y uno se marcha y empieza a pensar y surgen las dudas. Mira, se piensa, la semana pasada enterré al tío Harry. Está en su tumba, o sus cenizas están en una urna, y ahora estamos hablando con él, a través del médium, y queremos seguir hablando con él cada vez más y más, hasta que nos damos cuenta de que eso no es posible, porque a tío Harry no se le ocurre nada que decir.
Dio una profunda chupada a su cigarrillo y sonrió:
– El tío Harry era un viejo aburrido cuando vivía y de repente uno espera que se convierta en un tipo interesante sólo porque está muerto. -Se detuvo al ver las lágrimas en los ojos de ella-. Lo siento, chica, pero consultando a un médium sólo conseguirás hacerte más daño. -Le acarició la cabeza-. Tu hijo era un muchacho estupendo; pero tienes que aceptar que ha muerto.
Alex lo miró durante largo rato.
– Yo puedo aceptarlo, Philip. Pero no estoy segura de que él pueda.