– Quiero ver a una médium. ¿Conoces a alguna? -Se dio cuenta de que su voz había cambiado de nuevo hasta convertirse en la de un autómata monótono y sin matices, que le sonó como la voz de un completo desconocido.
– ¿Estás segura de ello?
«¡Oh, Dios, no empieces ahora a preguntar cosas! ¡Por amor de Dios, no lo hagas! ¡Ahora no!»
– ¿Alex?
– Sí, estoy segura -respondió el autómata.
– Me pareces un poco rara.
– Estoy bien -replicó el autómata.
– No sé nada de médiums. Creo que es algo que debes pensar con detenimiento.
– Por favor, Philip, tengo que hacerlo.
– No sé. Creo que deberíamos hablar de ello.
– Por favor, Philip, ¿conoces a alguna?
Alex escuchó excitada por el silencio.
– No, no personalmente. ¡Dios mío, no! -Hizo una pausa-. Me dijiste que una amiga te lo había sugerido. ¿No conoce a nadie?
– Ya me mandó una. Era horrible.
De nuevo el silencio.
– Tienes que conocer a alguien, Philip.
– Puedes buscar en las páginas amarillas
– Por favor, Philip, pórtate con seriedad.
Hubo otro silencio; Alex escuchó con toda atención tratando de oír cualquier cosa, lo que fuera. Se volvió a mirar la puerta. Le pareció que el pomo de la cerradura se movía, giraba.
Dejó escapar un grito, un grito mortal, agudo, penetrante, que cesó de modo tan repentino como había comenzado. El pomo no se movía en absoluto, nada. Lo que se movía eran las persianas agitadas por el aire del radiador, enviando sombras a través de la puerta.
– ¿Alex? ¿Qué pasa?
– Hay alguien rondando por aquí, en este edificio, escuchando esta conversación telefónica. Por favor, llama a la policía, creo que voy a ser atacada.
Colgó el teléfono y vio cómo se apagaba la luz del panel. Luces. Respiraba a grandes bocanadas intermitentes. Luz: allí había sólo una luz encendida. Si hubiera alguna otra persona escuchando, tendría que haber otra luz encendida en la centralita, ¿no era así? Primero miró la puerta después la ventana, las persianas que se agitaban. De pronto algo que había sobre la mesa captó su mirada: el calendario. Lo observó y de pronto sintió que la invadía la sensación de que un chorro de agua helada caía sobre ella y llenaba cada uno de los vasos sanguíneos de su cuerpo.
La fecha en el calendario era martes 4 de mayo.
– ¡Oh, Dios -dijo-, no dejes que me vuelva loca! Por favor, no dejes que me vuelva loca.
Miró de nuevo las letras, las cifras y después comprobó la fecha en su Rolex: 22 de abril. Miró a su alrededor por la habitación, esperando ver algo, un fantasma, un espectro, un… Vaciló al pensar en el olor de huevos fritos, la rosa en el parabrisas de su automóvil. Asustada, miró a su derecha, a la pantalla de su ordenador que estaba cubierta por su funda; deseaba quitar la funda, mirar la pantalla apagada. Y entonces, de repente se sintió furiosa, tuvo ganas de levantarse, abrir la puerta de par en par y gritar: «¡Estoy aquí! Tómame. Haz de mí lo que quieras.» Pero en vez de eso se vio sacando el listín telefónico de las páginas amarillas.
Hojeó varias páginas del listín. Médiums. No había nada bajo esa denominación. ¿Dónde mirar? ¿Psiques? Pasó unas páginas más. Tampoco encontró nada. Probó en clarividentes. Por fin halló algo: «Véase quirománticos y clarividentes.»
La lista era corta. Había un nombre que parecía indio que se repetía dos veces y otro nombre más. Vaciló. Ninguno de aquellos nombres le pareció bien. Se fijó en el original de Stanley Hill, Vidas predichas. Mi poder y el de otros. De mala gana lo abrió y pasó unas hojas. De pronto el original le pareció agradable, confortante. Se sintió en un terreno familiar.
Pronto se dio cuenta de que las palabras se hacían confusas; no podía leerlas. Vio que sus manos temblaban incontrolables y volvió a dejar el manuscrito sobre la mesa.
Un nombre captó la atención de sus ojos: Morgan Ford. Lo vio de nuevo unas cuantas páginas más adelante y otra vez, como si atrajera su mirada como un imán. «Morgan Ford, un modesto médium que actúa bajo trance, niega que frecuentemente haya preparado sesiones para miembros de la realeza en su piso de Cornwall Gardens.»
«Modesto.» Le gustó esa palabra. Tomó el listín telefónico de la estantería que había detrás de su mesa.
Tomó el teléfono y oyó un sonido seco, después el zumbido de la línea. Esperó que volviera a sonar de nuevo el clic de la extensión, observando el panel para ver si se encendía alguna luz, pero no pasó nada. Su línea estaba libre de escuchas. Marcó el número y esperó.
El tono de la voz del hombre la sorprendió. Por alguna razón había esperado que fuese una voz amable, cálida, acogedora, pero en vez de ello oyó una voz fría, irritada, con un acento galés que aún la hacía más extraña. Había creído que el hombre le diría: «Sí, Alex, había estado esperando tu llamada. Sabía que me ibas a llamar, los espíritus me lo habían dicho.» Pero en vez de ello el hombre dijo:
– Aquí Morgan Ford, ¿quién habla?
«No le digas tu nombre. Piensa un nombre falso.»
– Espero que no le moleste que le llame a estas horas -dijo Alex nerviosa, insegura de cómo debía reaccionar, escuchando atentamente en espera de oír el sonido del teléfono de la extensión extraña-, pero se trata de algo extremadamente urgente.
– ¿Quién es usted, por favor?
– Necesito ayuda, necesito ver a un médium. Lo siento. ¿Es usted médium?
– Sí -le respondió como si estuviera loca.
– ¿Es posible que vaya a visitarle?
– ¿Le gustaría celebrar una sesión de espiritismo?
– Sí.
– He cancelado una el lunes, a las diez de la mañana. ¿Le va bien?
– ¿No hay ninguna posibilidad para mañana?
– ¿Mañana? -Su voz sonaba indignada-. Me temo que es imposible. El lunes… si no es así me temo que no podrá ser hasta mayo. Veamos. Podría ser el cuatro de mayo.
El 4 de mayo. Volvió a mirar de nuevo el calendario que marcaba esa fecha. ¿Qué significaba aquello?
– No, no, el lunes. -Fue consciente del sonido de un coche que se acercaba rápidamente y se detenía fuera.
Oyó el ruido de un portazo, el ladrido de un perro.
– ¿Puede darme su nombre, por favor?
– Es… -vaciló. ¿Qué nombre, qué nombre debía dar?-. Shoona Johnson -dijo rápidamente.
Creyó apreciar un tono de cinismo en su voz cuando repitió el nombre, como si en cierto modo quisiera decirle que mentía y se sintió molesta y turbada.
– ¿Podría darme su número de teléfono?
– Estoy de visita… -vaciló.
«No le des un teléfono en el que pueda localizarte y averiguar tu nombre -se dijo a sí misma-, no le des ninguna indicación.» Miró a su alrededor buscando inspiración. Leyó las palabras «South East Business System» en la base de su ordenador y le dio al médium el número telefónico que figuraba bajo el nombre de la empresa.
– ¡Nos veremos el lunes! -se despidió.
– ¡Adiós!
No le gustó el tono con que le había hablado el médium, como si su llamada hubiese sido una molestia para él, como si le tuviera sin cuidado el que lo llamara o no. Eran las diez y cuarto de un sábado por la noche, se recordó a sí misma. Tampoco ella se hubiera sentido muy complacida si alguien la hubiera llamado a esas horas para preguntarle si había leído ya su original. Oyó un ruido sordo. ¡Oh, Dios mío!, alguien estaba tratando de abrir la puerta.
Se dio la vuelta, pero no había nada. De nuevo oyó el ruido, distante, abajo. Y de nuevo ladró el perro. Se dirigió a la ventana y miró a la calle. Vio un coche aparcando a medias sobre la acera; después a Philip Main que miraba a la ventana lleno de ansiedad.
¿Tan pronto? ¿Cómo podía haber llegado tan pronto? Manipuló el cierre de la ventana, la abrió y miró abajo. No, no, podía estar allí todavía, tan pronto, demasiado pronto.
– Alex, ¿te encuentras bien?
Espacios de tiempo estaban desapareciendo. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios estaba ocurriendo?