Alex negó con la cabeza.
– ¿Hay otros parientes?
– No. -Alex hizo una pausa-. Por otra parte, mi marido es muy escéptico.
– Y usted también. -Le sonrió, una sonrisa cálida y amable-. Pero es importante que esté allí. Un padre puede radiar mucha energía en una situación como ésta.
Alex lo miró vacilante, pero no dijo nada.
– Bien, si tiene otros amigos, gentes que conocieron a su hijo y que estén dispuestos a asistir, nos serían de gran ayuda. Yo podría llevar algunas personas, como puede suponer, pero cuantos más sean los asistentes que lo conocieron, mejor.
– ¿Cuántos?
– Al menos dos. Tenemos que ser cinco como mínimo, aunque es preferible que seamos más. Bien, fijemos una fecha. Lo mejor será a primeras horas de la noche. ¿Tiene alguna habitación sin ventanas?
– Un laboratorio de revelado fotográfico.
– Perfecto.
– No, creo que no es lo suficientemente grande.
– Nos servirá cualquier otra estancia. Lo mejor sería su propio dormitorio, pero no podrá utilizar esa habitación para ninguna otra cosa mientras duren las reuniones del círculo. Tiene que asegurarse de que las ventanas están perfectamente cerradas, para que no entre luz, nada de luz, en absoluto. ¿Comprende?
– Si.
– Los que asistan no pueden comer nada en las seis horas precedentes. ¡Nada en absoluto!
– ¿Seis horas?
– Y todos tienen que haberse bañado antes y llevar ropas limpias. Ésas son mis normas y deben ser obedecidas.
Alex escuchó el tono amable de su voz y frunció el ceño al pensar en los detalles; ¿por qué ese tipo de personas se obsesionaban de tal modo por los rituales?, se preguntó. ¿Por qué no podían solucionar las cosas de modo sencillo y sin complicaciones?
– Debe limpiar perfectamente la habitación, pasar el aspirador a fondo. El diablo siente atracción por la suciedad, ¿sabe?, la suciedad en la habitación o en nuestros cuerpos, los productos de desperdicio de nuestros sistemas. No debemos darle al diablo la menor oportunidad.
Se levantó y la siguió por el pasillo. No pudo ver por ninguna parte a la visita que esperaba. ¿Quién sería?, se preguntó Alex. ¿Cuál sería su aspecto? ¿Por qué estaba allí?
– ¡Margaret! -dijo Ford en voz alta-. ¿Puede darme el registro?
La secretaria acudió obedientemente, llevó el libro y se lo entregó.
– Un martes o un jueves sería lo más conveniente -dijo-, y debe contar con tener libre ese mismo día de la semana durante otras varias. Los resultados pueden ser inmediatos o tardar un poco; la continuidad es esencial. Bien, hoy es martes y no tenemos suficiente tiempo para prepararlo todo. ¿Qué le parece este jueves? ¿Puede arreglarlo?
– Lo intentaré -respondió ella.
– Tiene que convencer a su marido -insistió-, es realmente muy importante.
– Sí.
Alex trató una vez más de leer en su rostro. Tuvo la impresión de que algo se ocultaba detrás de aquella amable sonrisa; algo que él conocía y que no quería revelar.
CAPÍTULO XIX
– Yo creo que todos somos maravillosos y cada uno tiene algo especial que ofrecer al mundo. -La mujer pronunció estas palabras con un horrible acento californiano como si su personal descubrimiento fuera un secreto que debía ser guardado ante los tres millones de radioyentes. Alex se preguntó si mantenía cogidas las manos de la periodista que la entrevistaba y la miraba a los ojos-. Los tibetanos les suelen decir a sus gentes, cuando están preocupados, que se vayan a caminar bajo los pinos, como lo vienen haciendo desde hace mil quinientos años.
– ¡Caray! -exclamó el entrevistador.
– ¡Tonterías! -comentó Alex, que se echó adelante para cerrar la radio.
El mundo está lleno de gentes que han descubierto el secreto de la vida, que lo descubren en los granos de maíz a medio digerir de sus excrementos. Jesús! ¿Hay que pasarse el tiempo revisando los retretes o caminando bajo los pinos para enfrentarse a la vida? Felices quienes disponen de tiempo para ello. Felices los que no tienen nada mejor que hacer.
Alex desvió el Mercedes de la carretera y entró en el desigual camino de carros, para cruzar el portón sobre el que campeaba un pequeño cartel pintado a mano en el que se leía: «Château Hightower», y sonrió. Al menos David no había perdido su sentido del humor ni tampoco, pensó con orgullo, su paciencia. Ya debía haberse divorciado de ella y buscado otra mujer, alguien que lo quisiera y lo hiciese feliz. Se lo tenia bien ganado; pero en aquellos momentos Alex se alegraba de que no lo hubiera hecho.
Después de unos cientos de metros, el camino se convertía en un barrizal y el automóvil patinó y rebotó al entrar en la granja de cerdos, con su desagradable olor; las aguas sucias y fangosas salpicaron el parabrisas y Alex puso en marcha los limpiadores. Un perro sucio salió de uno de los edificios ladrando a la visitante. Pasó las porquerizas y el edificio de la granja, atravesó otro cartel con la leyenda «Château Hightower» sobre una flecha que señalaba la dirección a seguir. Pudo ver el pequeño grupo de edificios a eso de dos kilómetros a su derecha, y algo más abajo, en el valle de South Downs, los campos de viñedos y las ovejas que ponían una nota incongruente pastando en las laderas de los alrededores, como blancos arbustos.
Mientras el coche descendía la empinada ladera, el lago surgió ante sus ojos a la izquierda, una rara superficie de agua sin vida, con una extraña isla artificial en su centro. El agente inmobiliario lo había descrito como un auténtico estanque medieval, que contenía una rarísima carpa. Entonces esa afirmación lo había excitado y cautivado a David mucho más que todos los edificios de la finca. Una carpa, pensó Alex. Había gentes que creían que el secreto de la eterna juventud radicaba en alimentarse de carpas.
Dejó atrás un gran pajar descubierto, en el que había un tractor oxidado y una pirámide de estiércol, y llegó al patio embarrado frente a la casa de piedra de un solo piso y un tanto extravagante que era el hogar de David y que también fuera el suyo durante un corto tiempo, hasta que el aislamiento y el frío fueron excesivos para ella.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí y pocas cosas habían cambiado. El bloque de establos, en la parte más alejada del patio, aún seguía amenazado de ruina, pese al presuntuoso aviso pintado en la fachada que anunciaba «Château Hightower. Recepción». Volvió a sonreír: la absurda presunción de aquel nombre siempre la hizo sonreír. Un perro pastor lleno de barro salió de la casa y se la quedó mirando con docilidad.
– ¡Hola, Vendange!
El perro se dignó hacer un único movimiento con el rabo y se puso a olfatear algo interesante que debía de haber en el suelo. Alex bajó de su coche, dejó atrás el Land Rover de David y se dirigió a los establos. Abrió la puerta de la «recepción» y miró dentro. Era una sala fría y húmeda, con el suelo de piedra y una vieja mesa de cocina sobre la que había una caja registradora no menos antigua. Dos medias botellas vacías, con la etiqueta «Château Hightower», y los tapones de corcho saliendo a medias de sus cuellos, como sombreros de copa excesivamente pequeños. El resto de la estancia estaba ocupada por cajas de cartón blancas, todas ellas con el nombre «Château Hightower» escrito con un rotulador verde. Salió y la puerta sonó con fuerza al cerrarse tras ella.
Recorrió el patio en toda su extensión para dirigirse a un alto granero de piedra situado al otro extremo y que tenía el aspecto de haber sido una capilla en tiempos pasados. Entró en él. En su interior reinaba el frío y la oscuridad y un olor agrio, como el de una taberna vacía.
Su marido estaba agachado, en el otro extremo, entre dos grandes tinajas de plástico, sumido profundamente en sus pensamientos. Alex dejó atrás una pequeña prensa de uvas, de color rojo, una hilera de otros recipientes de plástico más pequeños y una gran jarra de vidrio llena de un líquido opaco. David levantó un vaso de vino que se llevó a la nariz, lo olió profundamente y después tiró su contenido en un cubo de residuos que había en el centro de la habitación.