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– ¿Quiere una taza de té?

– ¡Oh, no, querida! Gracias

Volvió a mirar a su alrededor.

– Tiene una casa muy bonita.

Llamó su atención un cuadro en la pared y se dirigió a él señalándolo con el dedo.

– ¿Es un Stubbs?

– No.

– Es el único pintor de caballos que conozco.

– Es de mi marido.

– ¿Es pintor?

Alex la miró con frialdad.

– No, el caballo. Solía tener varios. Uno de sus hobbies.

– No doy una en el clavo… Y supongo que debería poder hacerlo… Con mi sensibilidad… pero parece como si esa sensibilidad nunca pudiera ser utilizada en favor de uno mismo. No conozco a nadie capaz de predecirse un ganador. Los cuadros de caballos transmiten una sensación de calma, ¿no es así?

– Nunca pensé en ello. -Alex la observó con impaciencia-. ¿Qué quiso dar a entender antes cuando me dijo que había cosas que me estaban inquietando y molestando?

– Su espíritu no descansa, ¿verdad, querida? Quiere que le ayudemos.

La médium se sentó cuidadosamente en uno de los sillones, «como un paquete que se coloca en su sitio», pensó Alex. Cerró los ojos con fuerza, inclinó el cuerpo hacia adelante y con los guantes puestos sujetó su muñeca derecha con la mano izquierda. Abrió los ojos y levantó la cabeza.

Por primera vez Alex creyó apreciar cierta expresión de duda en las maneras seguras y positivas de su visitante.

– No se preocupe, querida. -Los labios se distendieron en una sonrisa nerviosa y después se encogieron como si tuvieran vida propia-. No le cobraré nada, nada en absoluto. Naturalmente puede hacer un donativo a una obra de caridad si así lo quiere, pero eso es optativo, una opción libre. -Alzó sus pestañas postizas hacia el techo y frunció el ceño como si hubiera advertido una mancha en la pintura. Después sonrió de nuevo, insegura-. Puede soportarlo, ¿verdad, querida?

– Sí -respondió Alex con frialdad-, puedo hacerlo.

– Está por aquí, ¿no es así?

– ¿Qué quiere usted decir?

Iris Tremayne sacudió la cabeza y respiró con fuerza; de pronto sus hombros se contrajeron y volvieron a relajarse. Cerró los ojos y siguió sentada muy quieta. Alex la observó con curiosidad y de repente tuvo una profunda impresión de temor, como si algo la amenazara peligrosamente.

La mujer comenzó a temblar, casi imperceptiblemente. De repente sus temblores cesaron y se levantó erguida, con los ojos muy abiertos.

– Lo siento, querida -se disculpó-, he cometido una terrible equivocación. No debí haber venido. -Su voz cambió y ahora sonaba fría como el hielo; la calma había desaparecido de su rostro y daba la impresión de estar muy asustada-. No, no debí haber venido en absoluto. Una terrible equivocación.

– ¿Qué quiere decir?

La visitante movió la cabeza.

– Será mejor que me vaya -dijo abruptamente al tiempo que cogía su bolso.

De pronto Alex tuvo miedo.

– ¿Qué quiere decir? -repitió.

– Creo que debo irme, querida; no se trata en absoluto de lo que yo había pensado.

Alex se fijó en la redonda blancura de sus ojos, en las oscuras pupilas que parecían escudriñar la habitación, en las arrugas ceñudas que se habían formado en su frente carnosa.

– ¿No podría decirme, al menos, qué pasa?

Iris Tremayne se sentó por un momento, buscó en su bolso y sacó la polvera. La abrió, se oyó el clic del cierre y se miró en el pequeño espejo.

– He visto una señal -explicó mientras se empolvaba la nariz.

Alex se dio cuenta de que su enfado crecía.

– Por favor, dígame qué significa todo esto.

La visitante se la quedó mirando, después cerró la polvera de golpe. Vaciló un momento y seguidamente agitó la cabeza.

– Debe creerme, querida. Será mejor que me vaya, no hablar en absoluto de este asunto; olvídelo, olvide que he venido. Tenía usted razón, totalmente, en lo que me dijo la última vez que vine a verla. -Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo y trató de sonreír a Alex amablemente, pero temblaba demasiado para poder hacerlo-. De veras, creo que lo mejor que puedo hacer es marcharme, dejarlo todo. Sí, creo que eso es lo mejor. No se preocupe, no tiene que pagarme nada.

– Oiga, quiero una explicación, por favor.

Se oyó un golpe seco y apagado en el piso de arriba. Por un momento Alex pensó en la posibilidad de que fuera sólo cosa de su imaginación, pero vio la mirada nerviosa de la mujer y supo que ella también lo había oído.

– Él está trastornado, no encuentra la paz, querida.

– Voy a subir a ver qué fue ese ruido.

– No, yo no lo haría. Lo he molestado, ya lo ve -dijo vacilando-. No le ha complacido mi visita, en absoluto. -La mujer movió la cabeza-. Deje las cosas como están, querida, acepte mi consejo… Nunca he tenido… nunca he conocido nada como esto; tiene que dejarlo solo, sí, déjelo solo, ignórelo. -De pronto dio un paso hacia Alex, le tomó una mano y se la apretó con firmeza. Alex sintió el frío de su mano a través de la piel del guante-. Tiene que hacerlo, querida. -Se dio la vuelta y se dirigió al recibidor. Se oyó el clic de la puerta y la mujer se marchó.

Alex recorrió el salón con la mirada; la cabeza le daba vueltas, abrió las cortinas y miró fuera. Pudo ver a Iris Tremayne que caminaba calle abajo, con sus cortos pasos de pato, cada vez más de prisa, como si tuviera ganas de correr, de escapar de allí, y no se atreviera a hacerlo.

CAPÍTULO XIII

Alex volvió a cerrar las cortinas y miró por la habitación. ¿Qué podría haber visto Iris Tremayne?, se preguntó asombrada. ¿Era una solitaria chiflada, o…? Encendió un cigarrillo y aspiró una profunda chupada; notó un olor poco común, como de goma quemada. Recordó que Fabián odiaba que su madre fumara y ella siempre trató de evitarlo en su presencia; repentinamente pensó que lo estaba engañando, tomó otra chupada, casi a escondidas, y arrojó el humo. El extraño olor le hizo arrugar la nariz.

Se dirigió a la cocina tratando de ignorar el ruido de arriba. Sólo otro truco de su mente, se dijo, pero aún podía ver la expresión del rostro de Tremayne, su mirada asustada dirigida al piso superior. Posiblemente fue sólo el radiador. Abrió la puerta del congelador y buscó entre los paquetes congelados, preguntándose qué debía guisar para Philip; después cerró la puerta de nuevo, inquieta, intranquila. Miró su reloj: las siete. Podía llegar de un momento a otro. Que decidiera él, pensó, y ella pondría el plato congelado en el microondas.

Alzó los ojos al techo y escuchó. Todo estaba tranquilo. ¿Qué diantres había querido decir aquella maldita mujer? Cruzó el pasillo y subió la escalera; se detuvo en el descansillo y escuchó con atención. De improviso se sintió nerviosa, incómoda y por un momento deseó no estar sola. En la distancia oyó la sirena de una ambulancia. Abrió la puerta de su dormitorio y encendió la luz. Todo era normal. Después inspeccionó el cuarto de baño; tampoco allí había nada extraño. Subió el último tramo de escalones y se quedó de pie, junto a la puerta del cuarto de Fabián, y escuchó de nuevo. Abrió la puerta, encendió la luz y sintió que la sangre abandonaba sus venas. El baúl estaba en el suelo, caído sobre un lado y su contenido esparcido a su alrededor.

Se sintió vacilar y tuvo que buscar apoyo en la pared para no caerse; la pared pareció resbalar y Alex dio un traspié y tuvo que sujetarse al brazo del sillón de su hijo. Cerró los ojos, respiró profundamente; volvió a abrir los ojos y de nuevo miró a su alrededor asombrada, seguidamente salió del dormitorio de Fabián, cruzó el pasillo y entró en su cuarto de baño. ¿Había estado alguien en la casa? No, era imposible; las ventanas estaban todas cerradas por dentro, seguras. ¿Era posible que el baúl se hubiese caído por sí solo? ¿Lo había dejado mal colocado, demasiado cerca del filo de la cama? No, no era posible. Entonces ¿qué…? ¿Cómo era posible que se hubiera caído? ¿Cómo…?

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