– Sí, tienes razón -dijo simplemente-. Corrí detrás de ti, te llamé a gritos, agité los brazos, todos debieron de pensar que estaba chiflada.
David se rió.
– ¿Por qué?
– Quería pedirte disculpas.
– Te llamé al llegar a casa. No me contestó nadie. Estuve muy preocupado, casi me sentí enfermo.
– Me fui a mi despacho.
– ¿A la agencia?
– Pensé que me vendría bien intentar trabajar algo. Así lo hice. Acabé durmiendo allí.
– Creo que el trabajo ayuda mucho en estas circunstancias, nos hace pensar en otras cosas, ¿sabes? Pero no debes abusar. Tienes que tratar de descansar.
Alex vio su propio reflejo en la tostadora y al ver sus ojos apartó la mirada, incapaz de enfrentarse consigo misma. Allí estaba, mintiendo a sabiendas y sabiendo que estaba siendo creída, pensó. Era como engañarse a sí misma.
– He ido a ver a la madre de Carrie.
– ¿Carrie? ¿Lo sabía?
– No. Nada. Por lo visto no ve a su hija con frecuencia. Carrie está ahora en algún lugar de Estados Unidos.
– Era una chiquilla muy bonita. -Su voz cambió de tono-. ¿Qué te parece si salimos a cenar alguna noche de esta semana?
– Me encantaría.
– ¿El martes?
– De acuerdo.
Suspiró mientras colgaba el teléfono y por un momento pensó en el tiempo que habían estado juntos, cuando eran felices. ¿O sólo habían pretendido serlo? ¿Había sido todo, simplemente, un engaño prolongado? Se preparó un bocadillo y se lo llevó consigo al salón, encendió la chimenea, puso una casete de Don Giovanni y se acurrucó en el sofá.
Era ya casi de noche cuando se despertó con la cabeza pesada como quien ha tenido una pesadilla. Se sentía confusa y ardiendo. Soñó que iba en coche con Fabián, por algún lugar: su hijo hizo un chiste sobre algo y ambos se rieron; su hijo pareció tan real en el sueño, tan increíblemente real, que tardó varios segundos en recordar que ya no podría viajar con él por ninguna parte, que ya no podrían volver a reír juntos. Se sentía triste, engañada y defraudada. Defraudada por el sueño y defraudada por la vida. Se levantó con el corazón lleno de tristeza y pesado como si fuera de plomo, se dirigió a la ventana y abrió las cortinas para dejar entrar el resto de luz del atardecer.
Deseó con toda el alma que su madre no hubiera muerto, que aún viviera alguien querido, mayor y más inteligente, en quien poder confiar; alguien que hubiese pasado antes por ese mismo trance. Había cosas en el hecho de ser un adulto a las que nunca se había habituado. En cierto modo era como si hubiera llegado a ser esposa y madre sin dejar de ser una niña.
Abrió su bolso y sacó de él la tarjeta postal que cogió en casa de la madre de Carrie: era una amplia vista panorámica sobre un río, que mostraba en su orilla una avenida con grandes edificios universitarios. Le dio la vuelta: «Massachusetts Institute of Technology, Boston, Massachusetts» estaba impreso en la parte baja del reverso de la tarjeta. Miró la letra: grande, clara, recta.
Hola, mamá: Éste es un lugar realmente tranquilo. Me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente estupenda. Volveré a escribirte pronto. Con cariño, C.
Había una «X» escrita sin excesivo entusiasmo detrás de la inicial de su nombre. Con la tarjeta en la mano Alex subió la escalera y entró en la habitación de Fabián. El baúl estaba sobre la cama como un ataúd, pensó con un estremecimiento. F.M.R. Hightower, había sido escrito con grandes letras blancas, que ya empezaban a desvanecerse por el tiempo entre los arañazos y raspaduras de la tapa. Abrió la primera cerradura y el resorte de muelle saltó con violencia y la golpeó en el dedo dolorosamente, por lo que procedió con mayor precaución al abrir la segunda. Alzó la tapa del baúl, rebuscó entre las ropas y cogió el diario de su hijo. Lo abrió y sacó las tarjetas postales sin escribir que había encontrado en la mesa de trabajo de su hijo en Cambridge y las comparó con aquella que tenía en la mano y que había cogido de casa de la madre de Carrie; aunque las vistas y fotografías eran diferentes, la marca y los datos de la compañía impresora eran exactamente los mismos. Frunció el ceño intrigada y su mirada recorrió la habitación. Captó la mirada del retrato de Fabián, que le hizo bajar la vista, como si se sintiera cortada, culpable de lo que estaba haciendo.
La contraportada del diario tenía un pequeño departamento cerrado con cremallera y Alex lo abrió; en su interior había unas hojas de papel de color rosa de las que se utilizan para tomar notas, con algo que parecía escrito con la letra de Carrie. El mensaje tenía la fecha 5 de enero y estaba dirigido a la dirección de Fabián en Cambridge. Decía así:
Querido Fabián:
Por favor, deja tus persistentes llamadas telefónicas, que están resultando molestas y enojosas para todos. Ya te he dicho que no quiero volver a verte y no hay nada que pueda hacer cambiar mi decisión. No hay ningún otro como tú sigues insistiendo en creer. Es sólo que no puedo resistir más tus extraños hábitos. Por favor, déjame sola. Con cariño, C.
La misma «C» curvada y el mismo estilo de escritura de la tarjeta postal, pero había algo diferente que llamó la atención de Alex, aunque ésta no pudiera decir de qué se trataba. Leyó la nota de nuevo. Hábitos extraños. «Hábitos extraños», pensó, intrigada, consciente de que otra vez empezaba a sentir frío en aquella habitación, una sensación desagradable de frío e incomodidad. Sonó el timbre de la puerta. Miró su reloj: las seis y cuarto. Volvió a dejar todo en su sitio, en el diario; dejó éste sobre el baúl y se dirigió al piso de abajo.
Abrió la puerta y vio con disgusto a la mujer grande y de pelo oxigenado que estaba frente a ella.
– ¡Hola, señora Hightower!
Alex vio su pequeño y bien cuidado sombrerito redondo, sus guantes de piel y su blusa inmaculada y bien planchada.
– ¿Me recuerda? Soy Iris Tremayne. Sandy me sugirió que viniera. Estuve aquí la semana pasada.
Alex observó sus delgados labios pintados de color rosa que al hablar se abrían en los pliegues suaves de su rostro, como una puerta secreta tras la cual se escondieran misterios insondables. Había una firme determinación en los ojos de la visitante, como si esta vez no estuviera dispuesta a marcharse de allí tan fácilmente.
– Pase -dijo Alex, incapaz en ese momento de decir o pensar otra cosa.
– Usted me necesita, querida, puedo verlo -aseguró la mujer, que entró en la casa con aire posesivo.
Alex aún seguía teniendo en su mente las dos palabras de la nota, «extraños hábitos», la mirada del retrato de su hijo, el repentino frío que invadió la habitación. Recordó que la persona que había decidido ver era Morgan Ford y la cita era para el día siguiente.
– Me parece que hay un error… -comenzó.
Iris Tremayne recorrió con mirada imperiosa el recibidor y después siguió a Alex a la sala de estar.
– Usted se siente preocupada, hay algo que la perturba, ¿no es así, querida?
Había en la voz un débil matiz de ternura que impedía que imperara en ella su tono de mando.
– Es sólo que estoy un poco inquieta, nerviosa, eso es todo.
– Comprendo que se sienta así querida, con todo lo que está ocurriendo.
Alex la miró recelosa.
– ¿Qué quiere decir…? ¿Qué está sucediendo?
– Algo la está inquietando, hay algo que la confunde y la trastorna, ¿no es así? Pude sentirlo tan pronto entré aquí. Y todo eso va en aumento. Tengo razón, ¿verdad? Vamos, querida, dígame que estoy en lo cierto.
Alex fijó los ojos en la visitante, repentinamente enojada por aquella intromisión del todo inesperada en su vida privada. Tenía una cita para el día siguiente y de momento no necesitaba hablar con nadie. Se preguntó si existiría algún tipo de conexión entre Morgan Ford e Iris Tremayne, si Morgan la había localizado por medio del número de Olivetti que le había dado y era él quien le enviaba a Iris Tremayne. Ridículo.