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– Un pez -dijo David.

– Por el ruido debía de ser muy grande.

El afirmó con la cabeza y sonrió tristemente.

– Fabián hubiese sido mejor pescador que yo; tenía más paciencia.

– Es extraño cómo pueden apreciarse las distintas facetas de nuestro propio hijo. Yo nunca pensé que fuera una persona paciente; sufría terribles pataletas cuando era más joven, si no se le daba inmediatamente lo que quería. Era espantoso. En ocasiones llegó a asustarme.

– Tenía, también, una buena nariz para el vino. Creo que hubiera podido ir muy lejos por ese camino de haberlo querido. -Notó la expresión de burla en el rostro de Alex y añadió defensivamente-: Una industria en expansión. Cuando estuvo aquí, hace sólo unas semanas, probó el Chardonnay y supo apreciarlo. Se portó muy bien.

– ¿Hace unas pocas semanas, dices?

– Sí.

– Me dijo que no había vuelto aquí desde Navidad.

David sonrió, excusándose.

– Quizá no deseaba molestarte, hacer que te sintieras… celosa o algo así… no lo sé -se encogió de hombros-, pero en los últimos tiempos venía por aquí con mucha frecuencia, especialmente desde Navidad.

Alex se sintió molesta, sin saber exactamente por qué.

– ¿Qué hacía?

– Me ayudaba en la vendimia. Realmente parecía muy interesado en este lugar. Tuve la sensación de que cuando terminara sus estudios en Cambridge se vendría aquí conmigo. Claro está que eso no hubiera resultado práctico, al menos de momento, desde el punto de vista financiero. Pero creo que dentro de un par de años hubiéramos podido ganar dinero.

– ¿Venía solo?

– Sí. Lo siento. Te ha molestado, ¿verdad?

– No, claro que no. Me alegro de que fueseis tan buenos amigos. Es enternecedor.

– Me hubiese gustado llegar a conocerlo mejor; realmente era un chico muy profundo. Lo solía observar mientras estaba sentado en la orilla del lago, en la isla, pescando horas y horas, y me preguntaba en qué podría estar pensando.

– ¿En qué piensas tú mientras pescas?

David se estremeció.

– En ti, supongo.

– ¿En mí? -sonrió.

David volvió a encender su cigarrillo.

– En los días felices que pasamos juntos, en cuando te conocí. En cómo pude conseguir que te interesaras por mí. -Se volvió para mirarla y durante un momento ambos dejaron de andar y se miraron mutuamente hasta que Alex bajó la vista al suelo.

– Verdaderamente empieza a hacer frío -dijo, y continuó andando.

– ¿Tienes que volver a Londres esta noche?

– ¿Por qué?

– Me gustaría que te quedaras a cenar. Podría guisar algo. O ir a cenar fuera.

– ¿No hay ninguna chica por medio?

– No, claro que no.

– La dueña de estas botas de agua, por ejemplo. -Vio cómo su marido se ruborizaba.

– No sé de quién pueden ser -dijo tartamudeando-. Creo que las heredamos con la casa.

– No me importaría si tú… bien, ya sabes.

Él afirmó con la cabeza.

– ¿Vas a quedarte?

– Me quedaré a cenar. Después tengo que volver.

– Quédate aquí esta noche. Con toda libertad. Pareces llena de tensión. Yo dormiré en el cuarto de invitados y tú lo harás en mi dormitorio, es muy cómodo y caliente.

– Ya veremos.

Entraron en la pequeña sala de estar y Alex se quedó con el abrigo puesto mientras David encendía la chimenea.

– Sólo uso esta habitación cuando tengo invitados, si no es así, hago vida en la cocina.

– Estaremos bien allí.

– No, se está muy bien aquí una vez que se ha calentado. Te gustaba mucho esta habitación.

Alex afirmó con un gesto y miró a su alrededor, las fotografías, los muebles muy usados y el bello y antiguo jarrón musical de Bang and Olufson. Recordó perfectamente el día en que lo compró, impresionada, casi extasiada por su diseño. ¡Y qué grande y pesado le parecía ahora! Había una foto de Fabián de niño, montado en un triciclo, y otra muy reciente, un primer plano con la cara casi pegada a la cámara y una mirada penetrante que la hizo sentirse incómoda, hasta el punto de que se volvió para mirar a otro lado. Observó la danza de las llamas bajo la parrilla y saboreó con gusto el olor del humo.

– Dame unos minutos y verás qué cómoda y agradable es esta habitación. Pon música, si quieres. -David se dispuso a salir del saloncito.

– ¿Qué clase de música acostumbras a oír estos días?

– Sobre todo Beethoven. -La miró-. ¿Por qué sonríes?

– No es nada.

Se dirigió a la cocina y Alex lo siguió, sonriendo de nuevo para sí misma.

– Lo encuentro divertido, supongo. Traté de enseñarte a apreciar la música clásica y no querías. Decías que ese tipo de música te hacía sentirte demasiado viejo. Lo único que oías era música pop.

– También me gustaba el jazz -dijo a la defensiva.

– Tiene gracia; cómo cambiamos todos.

– ¿Has cambiado tú? -preguntó abriendo el grifo para lavarse las manos.

– Sí.

– No lo creo.

– Solía ser frívola, como tú. Ahora soy seria y tú también.

– Al menos hemos cambiado juntos.

«Me gustaría que fuera así», pensó Alex con tristeza.

Se sentaron a la mesa en la cocina, uno frente al otro, con una vela entre ellos sobre un platillo de café. David sirvió el estofado.

– ¿No te molesta comerte a tus propias ovejas?

– No. Probablemente no lo hubiese hecho cuando vivía en Londres. El campo cambia nuestras actitudes.

Alex introdujo el tenedor en su plato, sopló un poco el trozo de carne y lo probó.

– Bueno, muy bueno.

David se encogió de hombros y pareció satisfecho.

– Hay otra razón por la que quiero volver a ver al médium de nuevo, David.

– ¿Patatas?

Alex afirmó.

– Creo que Fabián podría…

– ¿Zanahorias?

– Gracias.

– ¿Podría qué…?

– ¿Conociste a la chica con la que salía, a Carrie?

– Sí.

– Lo dejó plantado, después de Navidad.

– ¿Lo hizo? Fabián nunca me lo dijo.

– A mí me dijo que fue él quien la dejó a ella… Quizá por orgullo.

– A nadie le gusta admitir que lo han dejado.

– No, claro. Pero creí que la chica debía saber lo ocurrido, ¿lo entiendes?

– Desde luego.

– Fui a ver a su madre, pero ésta no la había visto desde hacía mucho tiempo; me dijo que estaba en Estados Unidos y me enseñó unas postales, recientes, que le había escrito Carrie.

David sirvió el vino.

– Cuando revisé las cosas de Fabián, encontré unas postales idénticas y una carta de Carrie en la que le decía que no quería volver a verlo. Me pareció extraño que tuviera en su poder aquellas tarjetas, todas ellas de Boston y completamente en blanco.

David se encogió de hombros y no dijo nada.

– Tomé una de las tarjetas de la casa de la madre de Carrie y comparé la letra con la de la carta; no me pareció la misma, así que las llevé para que las examinara un experto en escritura.

– ¿Un grafólogo?

– Sí, eso es. Estaba tratando de recordar la palabra. -Se lo quedó mirando-. David, la tarjeta que Carrie le envió a su madre desde Boston, hace siete días, no fue escrita por Carrie. La escribió Fabián.

David se dejó caer en su silla y la miró por entre el vapor del estofado y el parpadear de la vela.

– ¿Estás absolutamente segura?

– Sí.

– ¿Qué quieres decir?

Alex se estremeció y guardó silencio.

– ¿Pretendes decir que Fabián sigue vivo?

– Tú estuviste en Francia.

David se puso blanco, tragó como si tuviera un nudo en la garganta y movió la cabeza lentamente.

– ¿A qué viene todo esto?

– Esa es la razón por la que quiero ver al médium.

David guardó silencio durante largo rato, mientras la comida se enfriaba frente a él.

– Estoy seguro de que debe de haber alguna explicación -dijo finalmente-. Y probablemente una muy sencilla.

– Sólo tenemos una elección: el médium o la policía.

– O no hacer nada.

Alex movió la cabeza.

– No, eso último es imposible.

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