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Pero no se lo había imaginado.

Se quedó mirando a Main, que temblaba con violencia.

– ¡Madre!

Las palabras procedían de Main.

Lo contempló, temblando, respirando con dificultad, y se dio cuenta de que la habitación se hacía cada vez más fría. Vio cómo el sudor corría por el rostro de Philip y que apretaba los nudillos con tanta fuerza que pensó que sus manos iban a quebrarse.

Siguió observándolo.

Madre.

La palabra parecía resonar dentro de ella.

De improviso, Philip dio un salto, se puso de pie, separó los brazos del cuerpo y gritó, ahora con su propia voz:

– ¡No, he dicho que no!

Miró alrededor de la habitación, desorientado, perdido, confuso. Respiró profundamente y después miró a Alex con los ojos llenos de terror, unos ojos que apenas la reconocieron.

– Tengo… que irme -dijo lentamente, vacilando después de cada palabra-. Tengo que irme… ahora mismo. No debí haber venido.

– ¿Qué ha pasado, Philip? ¡Dímelo, por favor!

Philip volvió a mirar la habitación, con la misma expresión en su rostro que Alex viera en el de Iris Tremayne, y después caminó decididamente hacia el recibidor.

– ¡Quédate y cuéntame lo que ha sucedido!

– Ven conmigo.

Ella movió la cabeza.

– Te esperaré en el coche.

– Dendret -dijo Alex-. ¿Dónde puedo encontrarlo?

Philip abrió la puerta y salió a la calle, convertido de pronto en un completo desconocido.

– ¡Philip! -Alex oyó su propia voz, aguda, asustada, como la llamada de ayuda de una niña perdida.

Se dio la vuelta y miró en el recibidor. Cogió el bolso, el abrigo y las llaves; cerró la puerta y corrió por la acera.

Main estaba sentado en el Volvo, en medio de una espesa nube de humo de cigarrillos; cuando Alex cerró la puerta de un portazo, él puso en marcha el coche y se alejó.

– Philip, quiero quedarme aquí.

Él ignoró las palabras de la mujer y giró a la izquierda por la Fulham Road. Ella miró su rostro carente de expresión. Conducía a mucha velocidad y ella estaba medio tumbada en su asiento. El sistema de alarma del cinturón de seguridad se encendía de modo intermitente y zumbaba como un insecto furioso. Alex trató de ignorarlo. Philip Main no dijo nada hasta que ambos estuvieron dentro de su piso.

Le ofreció un brandy a Alex y se sentó con el vaso de whisky en la mano; miró al suelo y dejó escapar un débil silbido. Alex olió su brandy y bebió un poco; sintió que el líquido le quemaba en el fondo del estómago, apretó la copa de balón entre sus manos y bebió agradecida.

– ¿Qué pasó?

Philip silbó de nuevo y sacó sus cigarrillos.

– ¿Era Fabián quien hablaba o tú?

Él le ofreció el paquete, todavía sin decir nada, y Alex negó con la cabeza y tomó uno de los suyos.

– No quieres admitirlo, ¿verdad? -Vio cómo se enrojecía su rostro cuando el tormento aumentó en su interior y por un momento deseó no haber dicho nada-. ¡Lo siento!

Alex oyó el clic de su encendedor y lo observó mientras él parecía estudiar la pequeña llama que bailaba en el aire; la miraba con tanta intensidad como si fuera un genio al que hubiese pedido que acudiera en su ayuda.

– Muy poco frecuente -dijo Philip de repente.

Por vez primera ella se dio cuenta de cuan cansado parecía; la piel colgaba fláccida en su rostro, como una tela de franela puesta a secar, después de haberla estrujado por completo.

– ¿Qué quieres decir?

Él se encogió de hombros y no dijo nada.

– ¿Te acuerdas de algo que escribiste en tu último libro?

Dio una fuerte chupada a su cigarrillo y fijó la mirada en el espacio. Alex se estremeció un instante, mientras el humo se arremolinaba alrededor de Philip; le recordó una fotografía que vio en cierta ocasión de unos seres diabólicos y tristes en un fumadero de opio.

– Dijiste que todos nosotros somos prisioneros de nuestros genes.

No hubo la menor respuesta.

– Dijiste que no podíamos luchar contra nuestros programas genéticos y que nunca lograríamos cambiarlos; la única libertad a nuestro alcance es la de mostrarnos en desacuerdo con ellos.

Lentamente Philip afirmó con la cabeza.

– Esos programas fueron elegidos para nosotros en el momento de nuestra concepción, al azar entre la selección de genes del esperma del padre y del óvulo de la madre. En esa fracción de segundo se determina todo lo que vamos a heredar o rechazar de nuestro padre y de nuestra madre. ¿Correcto?

Main se volvió y miró vagamente en su dirección.

– Has heredado los poderes de tu padre y no quieres admitirlo.

De nuevo Philip apartó la mirada de ella y la fijó en el vacío.

– Por favor, Philip -le suplicó-, por favor, explícame lo sucedido.

– Es sólo una teoría y nada más -dijo sin mirarla-, sólo una teoría, chiquilla. No hay ninguna prueba que la confirme.

– ¿Ni siquiera gracias a la ingeniería genética?

– Ése es un campo distinto.

– Pero tengo razón, ¿verdad?

– Quizá -dijo con calma-, aunque se considera poco probable. El color de tu cabello se transmite por genes, como la forma de tu nariz. Pero los poderes psíquicos son algo diferente. -Se encogió de hombros-. Se supone que se trata de un don especial.

– ¿La inteligencia no se transmite con los genes?

– Sí, claro que sí.

– Yo siempre creí que la inteligencia también estaba considerada como un don.

– No, en absoluto.

– ¿Y qué pasa con el comportamiento? ¿Se transmite también con los genes?

– Hasta cierto punto.

– Entonces, ¿por qué no puede ocurrir lo mismo con los poderes psíquicos?

La miró por unos instantes y después apartó la mirada.

– ¿Por qué no querías entrar en mi casa? ¿Qué sucedió?

– Todo eso es un misterio, chiquilla; yo no sé de dónde vienen todas esas voces, espíritus u otras manifestaciones. Nosotros, los seres humanos, sólo podemos ver una banda muy estrecha de ondas luminosas y oír una banda igualmente estrecha de ondas de sonido. Es posible que al morir dejemos detrás algunas improntas en otras longitudes de onda al margen de aquéllas y que haya personas capaces de conectar con ellas y captarlas. Pero eso no significa que los difuntos sigan vivos en algún otro lugar; no, desde luego que no.

– ¿Qué significa entonces?

– Que dejaron tras de sí una huella, una impronta, como una fotografía. El truco está en ser capaces de verla. -Se golpeó levemente en la cabeza-. Lo más probable es que todos nosotros tengamos ese poder, pero la mayoría no sabemos cómo usarlo; algunos sí lo saben pero permanecen sin llamar la atención durante toda la vida; otros se hacen médiums. Es un buen sistema para fomentar falsas esperanzas. -Philip la miró; el color volvía a sus mejillas-. No quería darte falsas esperanzas.

– ¿Falsas esperanzas?

Philip reflexionó cuidadosamente antes de hablar.

– Tenía la sensación de que podría entrar en comunicación con Fabián, pero ¿Te serviría de algo? ¿Te haría algún bien? ¿Para qué darte falsas esperanzas de que tu hijo está en alguna otra parte?

Ella lo miró con fijeza, se echó hacia adelante y, sorprendida de la rapidez con que se había fumado el cigarrillo, apretó la colilla hasta apagarla.

– Me estás mintiendo, Philip -le reprochó.

– No, no estoy mintiendo. He tratado de explicártelo todo con las palabras más claras y comprensibles.

– Si sólo hubiera sido eso, no habrías estado tan asustado. Y lo estabas, aterrorizado por algo. ¿Por qué, Philip?

El negó con la cabeza.

– Eso son imaginaciones tuyas; eso es lo que suele ocurrir cuando la gente trata de entrar en este terreno.

– Philip. -Lo miró-. Mírame, por favor. Eres mi amigo. ¿Crees seriamente que puedes convencerme de que si existe algo como esa impronta que se deja al morir, después de veintiún años de vida lo único que quedarían serían esas dos palabras, «Hola, madre»? Deja de evadir la cuestión y cuéntame la verdad.

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