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Regresó, anduvo unos pasos por el pasillo y se dirigió al lavabo que estaba bajo la escalera. Cerró la puerta, encendió la luz y levantó la tapa de la taza. Temblaba de frío.

El lavabo parecía una nevera. Miró el dibujo blanco y negro de las paredes y se dio cuenta de que había en él una gran mancha brillante. Pasó el dedo por ella y notó que estaba húmeda. Miró el rastro que la humedad dejó en su dedo; cuando se levantó la temperatura pareció bajar todavía más. Hubo un ruido seco, como un disparo de pistola junto a su oreja derecha, vio una sombra y retrocedió precavidamente. Todo un panel entero del papel se desprendió de la pared y cayó sobre él. Quiso sujetarlo con los brazos y el papel cayó a su lado. Vio otra de las tiras de papel que comenzaba a resbalar lentamente por la pared. Abrió la puerta, apagó la luz, salió y cerró la puerta firmemente tras su salida. Se quedó en el pasillo durante un momento, indeciso, preguntándose si todo aquello no habría sido simplemente producto de su imaginación. Volvió a poner la mano en el pestillo, pero no llegó a entrar de nuevo, sino que se dio la vuelta y regresó a la cocina.

Alex lo miró llena de ansiedad.

– ¿Todo va bien?

Él no respondió.

Ella insistió.

– Pareces preocupado por alguna cosa.

– ¿Hace ya mucho tiempo que estaban esas manchas de humedad en el retrete?

– ¿Humedad? ¿Qué humedad?

– El papel de la pared está empapado; se está desprendiendo.

Philip vio la ansiedad que se reflejaba en su rostro.

– No puede ser. Esta casa es muy seca, nunca hubo humedad.

– Tal vez se ha roto una cañería.

– Llamaré al fontanero por la mañana.

– Echaré un vistazo. Es posible que se trate de algo fácil de arreglar.

Se quitó la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de una silla.

– Haré un poco de café -dijo Alex mientras Philip salía de la habitación.

Oyó a Philip que inspeccionaba las tuberías y llevó el café al salón. Black estaba sentado junto a la puerta principal.

– ¡Hola, chico! -le dijo-. ¿Quieres salir a la calle? -El perro no le hizo el menor caso.

Dejó la bandeja sobre la mesita del salón, sacó la casete de Don Giovanni y puso en su lugar una cinta con un popurrí de las obras de Mozart. Vio un montón de cartas sin abrir sobre su escritorio, se dirigió allí y las examinó. Reconoció la letra en algunos de los sobres, pero le faltó el valor para abrirlos. «No, ahora no», pensó. Abriría las cartas más tarde, un día, cuando de nuevo se sintiera más fuerte. Llenó su taza, se sentó en el sofá y se preguntó si eso llegaría a ocurrir.

Main entró en la habitación secándose las manos en su pantalón de pana.

– ¿Solo o con leche?

– Solo, por favor.

– ¿Encontraste la avería?

– No.

– Gracias de todos modos.

Philip se sentó a su lado y comenzó a mover el azúcar en su taza de café con aire pensativo.

– Volveré mañana con algunas herramientas. Levantaré unos ladrillos. Es posible que gotee alguna junta.

– No sabía que eras un manitas.

– Bien, todos tenemos nuestros talentos secretos.

– Podrías escribir un manual, Hágalo usted mismo.

– Estaría muy ocupado. Un manual de bricolaje y un ensayo sobre los orígenes de la vida.

– Sin mencionar la poesía.

Alex advirtió que su invitado se ponía tenso y que de repente se giraba para mirar por encima del hombro.

– ¿Pasa algo? -preguntó Alex, que sin saber por qué también miró en aquella dirección con una punzada de ansiedad.

Philip parecía incómodo, con gesto adusto, preocupado.

Alex escuchó la música sin decir nada. Se dio cuenta de que Philip volvía a relajarse poco a poco; vio cómo dejaba su taza sobre la mesa y sintió que su brazo tocaba cariñosamente sus hombros. Ella se apoyó en él ligeramente, con cariño, pero en el fondo no se encontraba cómoda. Se estremeció.

– ¿Fígaro? -preguntó Philip.

– Sí. Son diversos trozos de piezas de Mozart.

Alex quería hablar, conversar, oír su voz, librar su mente de aquel terror que la estaba invadiendo. Su terror de los sábados por la tarde, hoy le había llegado con retraso, pensó.

– Estás muy callado.

Philip levantó las cejas.

– Un penique por tus pensamientos.

– No te harías rica con ellos; espero que un día serás mi agente literaria.

Ella se rió. De nuevo se hizo el silencio mientras escuchaban la música. Sonó el cuerno francés, un galope, Mozart en toda la plenitud de su alegría y entusiasmo. Alex se dio cuenta de que sus pies seguían el compás de la melodía y notó cómo el brazo de Philip apoyado en su hombro también seguía el ritmo. Alex dejó escapar un suspiro.

– Oh, Dios mío -dijo-, ¿por qué ha tenido que suceder esto? ¿Por qué…?

– Ehr…

– ¿Es ésa tu explicación del origen de la vida?

– ¿Qué?

– Ehr… -Lo imitó burlonamente.

Sintió cómo él se echaba hacia atrás y oyó el tintinear de la taza, seguidamente el suave sorber y, de nuevo, el sonido de la taza al ser dejada en el plato.

– Lo superarás, muchacha; se necesita tiempo, mucho tiempo. Me hubiera gustado haber conocido a tu hijo.

De pronto Alex sintió el irresistible impulso de gritarle «¡lo conocerás!» que le llegó acompañado de una extraña excitación, de un hormigueo de optimismo. Bebió un poco más de café.

– ¿Sabes lo que me pasa? Es algo muy raro. Cambio de estado de ánimo continuamente. Mi humor asciende y desciende con gran frecuencia, varias veces en una sola hora.

– Eso seguirá ocurriéndote durante algún tiempo.

Alex lo miró.

– ¿Eres un experto en todo? -le preguntó.

– No, claro que no. Te doy mi palabra. Un poco de conocimiento es algo peligroso.

– Así que tú lo tienes en abundancia. ¿Es eso?

– No, Dios mío, claro que no. -Siguió sentado y guardó silencio durante un momento-. En mi escuela había un maestro, un don nadie, un tipo engreído, que acostumbraba a decirnos, lleno del mayor orgullo y satisfacción, que jamás había conducido un automóvil y que no sabía hacerlo. Sin embargo estaba cualificado y autorizado para conducir locomotoras de vapor.

Alex sonrió.

– Condujo una en mil novecientos veintiséis, durante la gran huelga general; desde St. Paneras hasta Edimburgo, sin paradas. Se jactaba de estar en posesión del récord no oficial de velocidad en ese recorrido.

– La vida está llena de gente rara sin importancia que hacen pequeñas cosas raras.

Alex vio el rostro de Philip muy cerca del suyo, las marcas de viruela en su huesuda cara de piel blanca, los pelos de su amarillento bigote; se echó hacia atrás, sorprendida; sintió el bigote rozando su nariz, cepillando en torno a la parte superior de su boca, y vio sus ojos azules que se salían de su foco visual… «Como se ven los ojos del dentista que examina tu dentadura», pensó por un momento.

De repente el rostro se transformó y fue el de Fabián.

– ¡No! -gritó al mismo tiempo que lo empujaba hacia atrás con violencia-, ¡No!

El rostro de Fabián se disolvió y Alex pudo ver la expresión de sorpresa y temor en el rostro de Main, de nuevo allí, inmóvil, helado, y que poco a poco adquiría una expresión de humilde desconcierto.

– Lo siento -dijo vacilante, sin convicción-. Yo… yo…

Alex siguió mirándolo, vacilante, con los ojos muy abiertos. ¡Lo había visto con tanta claridad! Había algo entrañable y al mismo tiempo repulsivo, obsceno; Jesús, qué trucos tan retorcidos le estaba jugando su mente.

– Yo también lo lamento, Philip -se excusó-. Realmente, no estoy… en disposición… en condiciones…

Alex sintió que el brazo de Philip abandonaba sus hombros, vio cómo se sentaba erguido, con los codos apoyados en sus muslos.

– No, ha sido culpa mía, enteramente mía -la tranquilizó-. Es que te encuentro tan atractiva, tan inmensamente atractiva… Yo… yo… -Se irguió y le dedicó una sonrisa benigna y perdida.

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