Lo siguió y entró en el enorme recibidor cuyo pasamanos estaba adornado con una sucesión de horribles gárgolas. No, ésta no es su habitación, su habitación no era así. Una armadura completa montaba guardia en posición de firmes al pie de la escalera y Alex, con un estremecimiento, apartó su mirada de las oblicuas aberturas para los ojos en el visor. Las armaduras siempre la habían asustado.
– No asistió al servicio -le dijo Otto.
Oyó el murmullo de voces en una habitación próxima. Podía percibir el olor del jerez, del humo de los puros. ¿Estaba en un comedor? ¿Estaba en un comedor de la Universidad de Cambridge?
– ¿Al servicio? -repitió ella como un eco suave. Otto se había vestido con elegancia, aunque fuera una rara elegancia, con un traje gris oscuro y una corbata negra de punto-. ¿Has estado en la iglesia, Otto?
«¡Sus ojos! ¡Oh, Dios mío, deja de sonreír, deja de mirar de ese modo!»
Una mujer apareció frente a ella, pequeña, vestida con uniforme negro y delantal blanco, que llevaba algo en las manos.
– ¿Seco o semi, señora?
– Seco, por favor.
Alex tomó la copa, sintió su peso, que desapareció casi de repente. Se produjo un ruido que le pareció distante, como muy lejos de allí.
– No se preocupe, señora. Iré a buscar un trapo. Tome otra copa, por favor.
Alex tomó la copa, sujetándola con ambas manos, y la mantuvo pegada a su cuerpo como si fuera un bebé recién nacido.
Otto sonrió, su sonrisa de superioridad.
– Desde luego, pensé que estaría aquí.
Enigmas. Enigmas por todas partes; el mundo entero se había convertido en un gigantesco enigma. Se bebió el jerez, seco, con sabor a nueces, que le calentó el estómago; fue a beber de nuevo y se dio cuenta de que había vaciado la copa.
– No entiendo nada.
«Deja de sonreír, por amor de Dios, deja de sonreír. Piensa, compórtate como un ser racional, cálmate.»
– Pensé que ésta era la casa del doctor Saffier.
– Lo era. -La respuesta le llegó directamente, como el golpe de rebote de una pelota golpeada con fuerza.
– Yo… -Alex miró su copa vacía y sonrió nerviosa-. Me ha sorprendido encontrarme aquí contigo.
Los ojos de Otto la miraron con aire de suficiencia, sonrientes, burlones.
Alex vaciló, tratando de encontrar las palabras, tratando de unirlas entre sí.
– ¿Sabes dónde… dónde? -Miró de nuevo la corbata negra. Corbata negra, traje gris. Corbata negra-. ¿Adonde se ha mudado el doctor Saffier?
Los ojos le devolvieron la sonrisa, como si se riera de ella, y después, en silencio, su boca se unió a la risa.
– Sí, seguro.
– Yo no sabía que tú… que tú lo conocieras.
– Yo conozco a mucha gente, señora Hightower.
– ¿Otro jerez, señora?
Tomó la copa de la bandeja, sosteniéndolo con firmeza, y dejó en ella la vacía.
– ¿Le gustaría conocer a algunos de ellos?
– ¿Algunos de quiénes?
– De los parientes o de los amigos del doctor Saffier.
– Bien… -Se encogió de hombros, sorprendida-. Sí, supongo que sí.
Antes de que terminara de hablar, Otto se había dado la vuelta y caminaba por el pasillo hacia la habitación llena de gente.
Era una vasta estancia, de techo elevado, paredes con paneles de madera y cubiertas con pesados cuadros al óleo, retratos de antepasados, escenas de caza, querubines desnudos, todos ellos de tamaño mayor que el natural.
Alex vaciló en el marco de la puerta, observando, entre el humo de cigarros, a los caballeros con sus trajes sobrios y serios: las mujeres con vestidos oscuros y tocadas con sombrero o velos; la camarera con su bandeja de bebidas se abría paso entre ellos como un nativo en la jungla.
– Le presentaré al hermano del doctor Saffier -dijo Otto, llevando a Alex hacia un grupo de tres personas.
Un anciano frágil de cabello blanco y rostro huesudo, casi esquelético, le tendió la mano, llena de las marcas oscuras del enfermo de hígado. Su apretón fue mucho más fuerte de lo que ella había esperado.
– ¿Cómo está usted? -la saludó con voz culta, con un levísimo acento centroeuropeo.
– Alex Hightower -se presentó al tiempo que pensaba en el poco parecido físico existente entre los dos hermanos y sin embargo lo semejante de su forma de hablar y del tono de su voz.
El caballero movió la cabeza pensativamente con expresión triste.
– ¿Era usted amiga de mi hermano?
¿Era? ¿Era? Vio que también él lucía una corbata negra como el hombre que estaba a su lado.
– Eh… No… fui paciente suya… hace ya mucho tiempo. Me ayudó mucho.
– Sí, mi hermano ayudó a mucha gente. -Movió la cabeza-. Y fueron ellos quienes le jugaron la mala faena.
Advirtió la presencia del otro caballero y de la anciana señora que estaba de pie a su lado y cuya conversación Otto había interrumpido y se volvió para mirarlos; la pareja la saludó con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa.
– Mi hermana -dijo el hermano del doctor Saffier- y mi cuñado, el señor y la señora Templeman.
– ¿Cómo están ustedes? -los saludó Alex.
La pareja sonrió pero no dijo nada.
Alex estaba comenzando a darse cuenta de lo que ocurría, como si acabara de despertar. Se trataba del regreso de un funeral. ¿De quién? ¿De quién? El pánico comenzó a apoderarse de ella. ¡Que no fuera Saffier, por favor! Saffier no.
– Fue todo un montaje -opinó la señora indignada, con un acento aún más gutural que el de su hermano-. La sociedad oficial quería librarse de él y ésa fue la forma de hacerlo.
– Ciertamente -afirmó el hermano de Saffier, que volvió a mirar a Alex-, Nunca se recuperó después de aquello, por eso lo hizo. Lo vi la semana pasada… el día antes de su muerte. Destrozado, ¿sabe usted? Estaba completamente destrozado. Un hombre tan brillante como él. ¡Ayudó a tanta gente…! Si supiera cuántas cartas hemos recibido.
Los tres guardaron silencio, moviendo sus cabezas tristemente, como marionetas. De pronto Alex se sintió atrapada, acorralada y deseó marcharse de allí, salir fuera, respirar un aire más puro.
– Siguió trabajando, naturalmente -explicó su hermano-. No le estaba permitido ejercer de médico ni usar el título de doctor, pero no podían impedirle que siguiera con su clínica. ¿Sabe usted lo que hizo? ¡Se compró un título de médico por correspondencia en Estados Unidos! ¡Doctor por correspondencia! De nuevo pudo utilizar el título, ¡no podían impedirle seguir adelante! -Sonrió entre dientes; miró a su hermana y a su cuñado, que sonrieron y volvieron a mover la cabeza.
«Por correspondencia -pensó Alex-. El New England Bureau.» Se hizo un profundo silencio; Alex los miró tímidamente, casi asustada, sintiéndose como una impostora.
– ¿Me perdonan? Es sólo un momento -se excusó, y se alejó de ellos; dio la vuelta y regresó al recibidor.
Dándose cuenta de que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, se detuvo y se limpió los ojos, que se secó cuidadosamente.
– ¿Se marcha ya? -Oyó la voz de Otto y se dio la vuelta en redondo.
– Tengo que volver a Londres.
Otto sonrió, una vez más aquella sonrisa de suficiencia, pensó.
– ¿Sin resolver su asunto?
Alex se sonrojó. ¿Qué sabía Otto? ¿Hasta qué punto estaba informado? ¿Qué estaba haciendo allí?
– ¿Eres pariente del doctor Saffier, Otto?
– Sólo soy su alumno.
– ¿Alumno?
– Escribí una tesis sobre él… sobre su trabajo.
– Creía que estudiabas química, ¿no es así?
– Sí. Su trabajo era química; química y biología. -Sonrió y la miró con aire de burla-. La biología y la química están muy relacionadas entre sí, señora Hightower. Creo que usted puede comprenderlo mejor que la mayoría de la gente.
Alex se dio cuenta de que enrojecía aún más. «¿Qué es lo que sabes -le hubiera gustado preguntarle. Se dio cuenta de que su incomodidad comenzaba a transformarse en furia-. ¿Qué es lo que sabes, bastardo?»