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Otto dio la vuelta y se alejó de ella. Miró a su alrededor y se puso a estudiar la armadura montada que estaba en la parte baja de la escalera. De pronto se giró y se encaró con Alex.

– Sé por qué ha venido.

Ella se quedó sorprendida con sus palabras y su movimiento brusco; trató de recuperar su compostura, de devolverle la mirada sin expresar sus sentimientos.

– ¿Lo sabes? -dijo con acritud-. ¿De veras lo sabes?

– Sí, claro que sí. -Otto sonrió-. Y puedo ayudarla. Sé dónde están las fichas. Todas las fichas.

De nuevo se dio la vuelta y comenzó a andar, cruzando el recibidor en dirección a un pasillo.

Alex sintió que su rabia desaparecía, reemplazada por una sensación de incapacidad. Y lo siguió con paso vacilante.

El cajón se abrió suavemente, en silencio, y se detuvo con un fuerte golpe metálico.

– Dime, Otto -preguntó Alex-, ¿por qué expulsaron del colegio de médicos al doctor Saffier?

Otto estaba mirando las fichas en el interior del cajón de la archivadora.

– Se le sorprendió buscando chicos jóvenes en unos retretes públicos.

Alex se tambaleó ante el impacto que le causaron aquellas palabras; observó seguidamente el rostro de Otto para ver si se trataba de una broma, una muestra de su extraño sentido del humor. Pero no vio nada más que la expresión de quien relata un hecho real, eso fue todo.

«¿Lo intentó también contigo, bastardo?», se preguntó a sí misma.

– No -dijo Otto volviéndose para mirarla.

– Perdón, ¿qué dices? -preguntó Alex, que sintió que el rubor la invadía con una sensación de frío y calor al mismo tiempo.

– No, no intentó nada conmigo.

Alex lo miró. Le ardía la cabeza hasta el punto de hacerle sudar. ¿Cómo supo lo que pensaba? ¿Lo había visto en la expresión de su rostro o lo había leído en su mente?

Su mirada recorrió el sótano oscuro, iluminado tan sólo por una bombilla desnuda, y observó las sombras que parecían danzar amenazadoramente sobre las paredes cada vez que ella u Otto se movían; los viejos armarios archivadores pintados de verde eran como centinelas, formando filas en el centro de la habitación. ¿Qué contenían, se preguntó, qué secretos había allí que debieran estar en Somerset House?( [3]).

¿Qué secretos que Saffier debiera haberse llevado con él a la tumba? Saffier, un hombre brillante y extraño que se dedicaba a buscar jóvenes en los lavabos públicos. ¿Por qué en ese lugar repugnante? ¿Es que carecía de clase, le faltaba estilo? ¿No podía, al menos…? Asustada, miró las escaleras por las que habían descendido, la puerta de arriba que Otto había cerrado con llave desde dentro.

Otto pasó los dedos por los archivos, produciendo un fuerte crujido que despertó ecos en el sótano; después se detuvo. Sacó una delgada carpeta verde y la contempló a la luz de la bombilla, la estudió por un momento y con ella se dirigió a la mesa metálica que estaba situada directamente debajo de la bombilla. Puso la carpeta sobre la mesa, le hizo un ademán con la cabeza y dio unos pasos atrás.

Conteniendo la respiración, Alex se acercó a la mesa y bajó la vista: vio su nombre escrito a máquina en la pequeña etiqueta del índice: «HIGHTOWER, SEÑORA A.» Nerviosa, abrió la cubierta. Había unas cuantas hojas de papel con gráficos y varias tarjetas de archivo sujetas con un clip.

Una vez más sintió que el rubor le subía al rostro cuando miró los gráficos y recordó. Curvas de temperatura que indicaban, rodeándolos con un círculo negro, cuáles eran los días más propicios para el embarazo en cada ciclo menstrual. ¡Dios mío, cuánto había tenido que soportar! Leyó la primera de las tarjetas cogidas con el clip. Su fecha de nacimiento. La fecha de nacimiento de David. Su cuenta de semen. Después una lista de sus visitas, con algunas anotaciones escritas a mano, con una letra pequeña, casi ilegible, debilitada por el tiempo. Empezó a desesperarse. Nada. Allí no había nada, nada que pudiera ayudarla.

Y en ese momento lo vio.

Comenzó a temblar mientras leía y releía, la letra pequeña y difícil junto a la fecha en la última de las tarjetas: «J. T. Bosley.»

Oyó de nuevo el eco de la fuerte voz nasal: Me llamo John Bosley. Soy el padre del muchacho.

Trató de sujetar la tarjeta, pero la mano le temblaba de modo incontenible. Miró a su alrededor y vio extrañas formas moviéndose, entre las sombras, entre los archivadores y a lo largo de las paredes que parecían extenderse indefinidamente hasta perderse para siempre en la oscuridad.

Vio el rostro de Otto; la sonrisa. La sonrisa. Otto se dirigió a otro de los archivadores metálicos, abrió el cajón, sacó otra carpeta, como si fuera una joya preciosa, la llevó hasta la mesa y la dejó sobre ella. De nuevo retrocedió unos pasos y se quedó de pie, con los brazos cruzados detrás del cuerpo.

La carpeta llevaba simplemente la indicación: «DONANTES.»

En su interior había un número de impresos de ordenador. Nombres en orden alfabético, páginas y páginas. Encontró el que buscaba en la cuarta página: «Bosley, John Terence, Kings College, Londres. Fecha de nacimiento: 27-4-1946.» «Debía tener veintiún años en aquel entonces», pensó. Seguían unas líneas con detalles minuciosos: el color y la textura del cabello, el tamaño de la frente, el color de los ojos, la exacta longitud y la forma de su nariz, su boca, su barbilla, su cuello, su constitución. Alex tuvo un escalofrío. Los datos registrados podrían ser la exacta descripción de su hijo Fabián.

Al final de esa sección estaban las palabras: «Donaciones utilizadas: una vez: Referencia Hightower, señora A.»

Alex se giró para mirar a Otto.

– ¿Ya ha visto bastante?

– ¿Hay algo más? -preguntó débilmente, temblando.

– Aquí abajo no.

Otto sonrió de nuevo; siempre la misma horripilante sonrisa de suficiencia, y los ojos burlones.

– ¿Entonces dónde?

– Eso depende de lo que usted quiera saber.

– No uses tus sucios trucos conmigo, Otto.

– Yo no uso trucos.

– ¿Quién era John Bosley? ¿Cómo era? ¿Cómo murió?

– Es médico. Pero no creo que haya muerto.

Alex se estremeció y la voz ronca de la sesión volvió a su mente. Las palabras de Bosley: No dejes al pequeño bastardo…

– Sí, está muerto; lo sé.

Otto la miró sarcásticamente y negó con la cabeza.

– No ha muerto.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, sintiendo que la rabia se apoderaba de ella.

– Ya se lo he dicho. Yo sé muchas cosas.

– Bien, ésta es una que ignoras.

Otto sonrió.

– ¿Quiere su dirección?

Lo miró vacilante. Había algo misterioso y terrible en la forma en como hablaba.

– ¿Cuál es?

– Es fácil de recordar: Dover Ward, Kent House, Broadmoor.

– ¿Trabaja allí de médico?

– Oh, no, señora Hightower. -Otto sonrió-. Es un interno.

Las palabras cayeron pesadamente sobre ella. Un interno… ¡Un interno! Hubiera querido escapar de allí, estar en cualquier otro sitio, sola. Lejos de aquellos ojos, de la sonrisa, de la maligna satisfacción de la sonrisa. Interno. Retretes públicos. ¿A qué se dedicaba verdaderamente el doctor Saffier? ¿Cuánto daño le había causado a ella y a otros? Jesús! ¿Cuál había sido su juego? Fecundarla a ella con el esperma de un criminal lunático.

– ¿Qué., por qué está allí, Otto?

Otto se encogió de hombros.

– Asesinatos. No recuerdo cuántos.

– ¿A quién? ¿Cómo…? -Le hubiera gustado sentarse, lo deseaba desesperadamente; se apoyó en la mesa, dejando que soportara su peso y trató de pensar con claridad-. ¿A quién asesinó?

Otto sonrió y se encogió de hombros.

– Mujeres.

– ¿Lo sabía Fabián? -preguntó con la vista fija en el suelo.

– Sí.

– ¿Se lo dijiste tú?

– Como hijo tenía derecho a saber quiénes eran sus padres.

Alex se sintió invadida por una ola de rabia, pero se mordió el labio y logró contenerse.

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[3] La Oficina General del Registro Civil en Londres. (N. del t.)

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