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– ¿No ha celebrado aquí alguna sesión de espiritismo o algo semejante?

«Mire -estuvo a punto de decir-, no estoy en la escuela.» Pero se contuvo y afirmó:

– La semana pasada celebramos un círculo. -Se dio cuenta de que su cara enrojecía y miró a Allsop pidiéndole disculpas, como si le hubiera hecho quedar mal delante de su compañero.

– Entonces creo que deberíamos ir a la habitación donde se celebró esa reunión -dijo Matthews cada vez más impaciente.

– Lo siento -se excusó Alex, que se sentía estúpida e impotente.

Los condujo escalera arriba; nada iba a pasar, lo sabía, nada en absoluto, y Matthews acabaría pensando que era aún más estúpida.

«Oh, Dios», pensó mientras abría la puerta y se daba cuenta de que su rostro se enrojecía turbado al ver las sillas que aún seguían colocadas formando un círculo.

Sintió la mirada de Matthews fija en ella y fue incapaz de mirarlo a los ojos. Levantó la vista al retrato de Fabián y después a las cortinas, a la cinta adhesiva que aún las mantenía sujetas a la pared para impedir que entrara la luz.

– Esas prácticas resultan muy peligrosas, señora Hightower -la amonestó el vicario de St. Mary's.

– Lo sé -respondió ella, humildemente, como una escolar cogida en falta, dándose cuenta de la expresión mortificada en el rostro de Allsop.

Éste dejó el maletín en el suelo y algo en su interior hizo un ruido metálico. Matthews se arrodilló y abrió la cremallera.

– Necesitamos una mesa; y también un poco de sal.

– ¿Sal? -se extrañó Alex.

– Sí, sal común. ¿Tiene un salero de cocina?

– Iré a buscar uno.

Alex fue a la cocina a buscarlo y seguidamente entró en su dormitorio. La estancia estaba muy fría y Alex sintió miedo de separarse de los otros dos aunque sólo fuera unos segundos. Cogió la mesita que estaba a los pies de la cama y con ella regresó a toda prisa al cuarto de Fabián.

– Muchas gracias.

Matthews tomó de sus manos la mesita y el salero, como si le estuviera confiscando a un niño sus juguetes preferidos.

Los dos sacerdotes empezaron a realizar sus preparativos como si fuera algo ya ensayado muchas veces con anterioridad. Allsop colocó tres sillas en fila, mientras que Matthews empezó a sacar algunos objetos del maletín y los colocó sobre la mesa. Primero situó dos pequeños candelabros en el centro de la mesa, después un cáliz, una botellita de vino y una bandeja de plata. Los religiosos trabajaron en silencio, olvidados de ella, ignorándola, como si pese a su incomodidad no contara para nada.

Matthews sacó una copa de plata y puso en ella un poco de agua bendita que llevaba en un recipiente al tiempo que musitaba una oración en silencio. Después echó un poco de sal. Se alzó y se dio la vuelta, como si mirase por encima de Alex sin ver su presencia, y oró:

– ¡Protégenos, oh Señor, te lo suplicamos!

Sacó de la bolsa un hisopo de plata, introdujo su parte superior en el agua, pasó junto a Alex y se dirigió a la pared, que salpicó fuertemente con el agua bendita. Dejó la copa de plata y el hisopo sobre la mesa, sacó del bolsillo un encendedor Dunhill de oro y encendió las velas.

Cuidadosamente, Allsop volvió a poner en el recipiente el agua bendita que había sobrado y seguidamente colocó la copa en el maletín.

– ¿Podemos comenzar? -preguntó Matthews.

Alex se sentó frente a los dos sacerdotes.

– Supongo que ha sido usted confirmada -dijo Mathews.

Alex respondió afirmativamente.

– Oremos -indicó en voz alta, severo, como si estuviera hablando ante un tribunal de justicia.

El cura unió las manos y las levantó a la altura del rostro.

Parecía más una clase de religión en la escuela que un verdadero servicio divino. En silencio, Alex imitó al sacerdote, temblando de rabia y humillación.

– Oye nuestras oraciones, Señor, con las que humildemente suplicamos tu gracia.

¿Era esto todo lo que sabían hacer aquellos dos? ¿Qué creían poder conseguir con su maletín de plástico y sus ornamentos de plata? ¿Sabían más que Morgan Ford? ¿O que Philip? ¿Eran algo más que un par de charlatanes bienintencionados que actuaban bajo el peso de las conveniencias? ¿O eran verdaderamente portadores y representantes de la autoridad divina, del poder supremo que reinaba sobre todo lo demás? ¿Qué poder?

Alex se inclinó hacia adelante y cerró los ojos, tratando de concentrarse, tratando de sentir su unión con el Dios con el que ella solía hablar cuando era una niña, con aquel Dios que solía escucharla y protegerla para que todo le saliera bien.

– Escucha nuestras oraciones, Señor, con las que humildemente suplicamos tu gracia, para que el alma de tu siervo Fabián, al que te llevaste de esta vida, sea conducida por ti a un lugar de paz y luz y pueda así compartir la vida de tus santos. Por Cristo nuestro Señor.

– Amén -dijo Allsop.

– Amén -coreó Alex plenamente consciente del tono de su voz.

– Te rogamos, Señor, que recibas el alma de este tu siervo Fabián, por el cual derramaste tu sangre. Recuerda, Señor, que sólo somos polvo y que el hombre es como la hierba y las flores del campo.

«¡Pon algo de sentimiento en lo que estás haciendo, hombre! -le hubiera gustado gritar-. ¡Maldita sea, pon un poco de sentimiento!» Pero se limitó a abrir los ojos y mirarlo, furiosa, por entre los dedos de sus manos unidas frente al rostro.

– Señor, concédele el eterno descanso. -Matthews se detuvo para mirar su reloj-. Deja que tu luz perpetua brille sobre él. Concede, Señor, a tu siervo Fabián un lugar de descanso y perdón.

Alex miró el retrato de Fabián; después cerró los ojos y se los cubrió de nuevo con las manos. «¿Qué piensas de todo esto, querido? ¿Te importa? ¿Lo comprendes?»

– ¡Oh, Señor, tú que siempre perdonas y acoges en tu seno a los que a ti acuden! Tú has llamado a tu lado a tu siervo Fabián que creía en ti y había puesto en ti todas sus esperanzas.

Nada. Ella no lograba sentir nada, excepto que no podía creer que todo aquello estuviera sucediendo. Observó a Allsop, con las manos unidas y expresión piadosa, los ojos fuertemente cerrados. La habitación empezaba a cargarse; podía oler la cera fundida de las velas y se dio cuenta de que estaba sudando.

– ¡Oh, Dios, tú que mides la vida y el tiempo de todos los hombres! Nosotros que sufrimos porque tu siervo Fabián estuvo con nosotros muy poco tiempo, te suplicamos humildemente que le concedas la eterna juventud y la alegría de tu presencia, por toda la eternidad.

La luz de las velas tembló, arrojando sus sombras sobre el rostro de Matthews, como si disgustadas con él le devolvieran el agua que él había hisopado contra la pared.

– Nuestro hermano fue alimentado con el Cuerpo de Cristo, con el pan de la vida eterna. Permite que llegue a ella en el día del juicio final. Por Cristo nuestro Señor.

– Amén -terminó Allsop.

Alex no consiguió decir nada.

Se produjo un largo silencio.

El calor era cada vez mayor en la habitación.

– Santo, santo, santo Señor, Dios del poder y la fuerza, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria. Hosanna en las alturas.

Matthews fijó los ojos en la dueña de la casa.

– Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.

Matthews hizo una pausa, después miró por encima de la cabeza de Alex, como si sus palabras fueran demasiado importantes para ser dirigidas solamente a ella.

– Pues tuyos son el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.

Solemnemente dio la vuelta a la mesa convertida en altar. Tomó la Hostia y rompió un trozo, que puso en el cáliz.

– Cordero de Dios, tú que quitas los pecados del mundo; ten piedad de nosotros. -Se dio la vuelta y la miró directamente-. Que esta mezcla del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo lleve la vida eterna a quien la recibe.

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