Alex sonrió y tomó un trago de su whisky.
– Me alegro.
– ¿Significa lo sucedido que ahora piensas volver a tu casa? -Ella advirtió la nota de tristeza en su voz y sujetó su vaso fuertemente entre las manos-. Yo había pensado… sabes… -dijo David ruborizándose-. Últimamente las cosas parecen ir bien entre nosotros. Yo había pensado que quizá… tal vez…
Ella cerró los ojos, fuertemente, sintiendo de nuevo que las lágrimas velaban sus ojos, y se sentó, temblando. Comenzó a mecer la silla adelante y atrás. Tomó otro sorbo de whisky y gustó el sabor salado de sus propias lágrimas. Abrió los ojos y miró a su marido.
– No todo ha pasado, David. -Su cuerpo sufrió una violenta convulsión que la hizo dar un salto tan fuerte que la lastimó-. ¡Sólo está comenzando!
Sintió el firme apoyo del fuerte brazo que rodeaba su cintura y sus ásperos dedos acariciando su rostro.
– Aquí estás a salvo, cariño -le aseguró-. No te preocupes, yo cuidaré de ti. No vayas a Londres durante algún tiempo. Hasta que tú… Hasta que todo… se haya calmado.
Ella afirmó con la cabeza. Una única lágrima, grande, se deslizó por su mejilla, hasta que el dedo de David la contuvo como si fuera un dique.
La despertó el sonido del gotear del agua. Un sonido fuerte, seco, como si en vez de gotas de agua fueran disparos de una pistola de aire comprimido. Una gota la golpeó en la frente, como un puñetazo; después otra. Plop. Plang. El sonido resonó en la habitación como lo hubiera hecho en un sótano.
Sus pies eran como dos bloques de hielo. Una corriente de aire helada sopló sobre su rostro. Plang, oyó. Se pasó la mano para secarse el agua.
Pero su rostro estaba completamente seco.
Alex se estremeció y sintió que el corazón le latía fuertemente. Volvió a su memoria el sonido suplicante de la voz de Fabián en el círculo: «¡Ayúdame, madre!»
Y después la voz ronca, desconocida: «No escuche al pequeño bastardo.»
«¿Qué te está ocurriendo, cariño? ¡Por favor, dímelo por favor!» Plang. La golpeó con tanta fuerza como si fuera una pelota de tenis; sintió el agua deslizarse por un lado de su cabeza y de nuevo se llevó los dedos allí. Nada.
Y en ese momento, de repente, lo comprendió.
Cerró los ojos, temblando de frío. Sabía lo que tenía que hacer; pero lo que no sabía era si tendría el valor suficiente para llevarlo a cabo.
Se oyeron dos fuertes campanadas en el reloj del salón. Oyó un ruido suave, como el roce de un tejido, después como si alguien aspirase una profunda bocanada de aire. Crujió una de las ventanas, después una fuerte exhalación seguida del ruido de las cortinas sueltas, agitadas por el viento.
Su corazón comenzó a latir más despacio; el viento, sólo era eso: el viento agitando las cortinas. Eso era todo. Sonrió aliviada y se dejó caer de nuevo en la blanda almohada, sintió su calor acogedor, su piel se relajó y el dolor se apaciguó.
De pronto sintió en el dedo un profundo dolor punzante que se extendió por todo su cuerpo. Una agonía, un doloroso hormigueo que la envolvió y de nuevo sufrió una convulsión. De modo igualmente repentino el dolor se mitigó y se quedó toda escocida como si hubiera caído en un banco de ortigas.
De improviso una conmoción, como una ola, pasó por ella, agitándola en la cama, sentada erguida contra la cabecera de la cama. Gimió. Algo estaba de pie frente a ella, a los pies de la cama. Una sombra, más oscura que la propia oscuridad.
– Hoy, madre.
La voz era clara, increíblemente clara.
– ¿Qué quieres decir, cariño?
El hormigueo desapareció.
– ¿Cariño?
Adelantó la mano hasta su mesilla de noche buscando el interruptor. Encendió la luz y parpadeó, con los ojos doloridos que le escocían, fijos en el armario al final de la cama.
La cortina se agitó con violencia, como si alguien la estuviera sacudiendo furioso y oyó el siseo del viento. Unió las manos y se tapó los ojos.
– ¡Oh, Dios mío, ayúdame, por favor! Dame la fuerza necesaria para enfrentarme a ello. Protege al espíritu de Fabián, bendícelo y permite que descanse en paz. ¡Por favor, Dios amado, no dejes que él…! -Se detuvo.
Alguien la estaba mirando.
Abrió los ojos y allí no había nadie. Nada, nada salvo los muebles, las agitadas cortinas y los ruidos del viento en la noche.
Cuando bajó por la mañana temprano se sorprendió de ver a David sentado en la cocina.
– ¿Cómo has dormido?
– Bien -respondió Alex-, aunque el viento me mantuvo despierta algún tiempo.
David miró por la ventana.
– Parece haber cesado. Creo que va a hacer un buen día ¿Te quedarás aquí hoy? -Ella afirmó con la cabeza-. Bien. ¿Quieres una taza de café?
– Gracias.
Puso a calentar la cafetera.
– Creía que a estas horas ya estabas trabajando.
– Espero una llamada telefónica. Creo haber dado con algo realmente interesante. Éste es el único teléfono que funciona en la casa… el que está en el despacho se me cayó el otro día y el timbre no suena.
– Yo me quedaré aquí por si llaman -dijo y sonrió-. Me haré pasar por tu secretaria.
– Está bien, pero no es necesario, tengo que resolver algo de papeleo y puedo hacerlo aquí mientras espero.
«¡Maldita sea!», pensó Alex.
– De todos modos -añadió David- no es muy usual que pueda gozar de tu compañía en un fin de semana.
«¿Es que no lo entiendes? -pensó-. Por amor de Dios, ¿es que no lo entiendes?»
El la miró preocupado y ella le dedicó una sonrisa tranquilizadora; por encima del hombro de su marido vio la llave oxidada que colgaba de un clavo de la pared, detrás de él.
– Creo que voy a dar un paseo.
– Es magnífico a estas horas -sonrió David-. Una de las compensaciones. Tendré listo el café para cuando vuelvas. Ah, ¿puedes echar un vistazo y ver si hay alguna oveja en los viñedos?
Afirmó y después consultó su reloj de pulsera.
– Creo que será mejor que llame a mi oficina cuando vuelva.
– Yo lo haré en tu nombre. Les diré que no te encuentras bien y que estarás ausente un par de días.
– Tienes el don de hacer que las cosas parezcan muy sencillas -dijo dándose cuenta del tono irritado de su voz, así que sonrió tratando de compensarlo-. ¿No puedes dejar tu trabajo aquí durante el tiempo que quieras?
Él sacudió la cabeza.
– No, no puedo.
– Hay momentos en que hay que hacerlo.
Alex suspiró y salió al aire fresco de la mañana, al olor rancio y desagradable de las porquerizas y al fresco aroma de la hierba húmeda. El aire era helado y la luz del sol de la mañana era translúcida, como una acuarela, casi etérea.
Siguió la senda alejándose de la casa y al llegar a la bifurcación se dirigió al lago. La isla de cemento era visible sólo como una sombra entre la capa de niebla que caía sobre el agua. Estanque medieval. Se estremeció y su nariz se sintió inundada por el olor del agua estancada. Ni siquiera los pájaros se atrevían a cantar cerca del lago. Alex se detuvo y miró la estrecha vereda cubierta de zarzas. Cogió una rama con cuidado, evitando pincharse, y con sorpresa vio que el tallo se le quedaba en la mano.
Alguien lo había cortado con anterioridad y vuelto a colocar en su sitio.
Se quedó quieta, inmovilizada por la sorpresa, y miró cuidadosamente a ambos lados y, seguidamente, la maleza a sus pies. Tuvo la sensación de que alguien iba tras ella y se volvió repentinamente con el corazón agitado. No había nadie. Tímidamente probó con una nueva rama del zarzal, que también se le quedó en las manos.
Quienquiera que fuese había hecho un buen trabajo. La vereda y la seca puerta de roble medio podrida, con su marco de cemento, habían sido cuidadosamente camufladas.
Giró la manecilla de la puerta y la empujó, pero estaba cerrada con llave. De nuevo tuvo la sensación de que alguien la seguía y se dio la vuelta temblando. Se quedó quieta durante un buen rato, escuchando. Los únicos ruidos eran el motor de un tractor y los distantes balidos de las ovejas.