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Después de responder dos veces a una alarma del detector radar y evitar dos trampas tendidas contra la velocidad al oeste del valle, Julie puso otra vez el Toyota a ciento cuarenta y ambos pudieron sacudirse de los zapatos el polvo de Los Ángeles.

Unas cuantas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas pero duraron mucho.

– Santa Bárbara tal vez dentro de una hora -dijo-, siempre y cuando no nos aborde un poli con un alto sentido del deber.

Le dolía la nuca y se sentía muy fatigada pero no quiso cambiar de sitio con Bobby, pues aquella noche no tenía la paciencia necesaria para ir de pasajera. Los ojos le escocían pero no se le cerraban; le hubiera sido imposible conciliar el sueño. Los acontecimientos de la jornada habían asesinado el sueño y el estado de alerta quedaba asegurado por la preocupación por lo que pudiera ocurrir, no sólo en la carretera sino también en El Encanto Heights.

Desde que Bobby se despertó por lo que él llamaba el «estallido verbal» se había mostrado taciturno. Le veía preocupado por algo, pero todavía no parecía querer hablar de ello.

Al cabo de un rato, en un intento evidente de olvidar el «estallido verbal» y cualesquiera cavilaciones que le hubiese inspirado, Bobby inició una conversación sobre algo completamente diferente. Bajó el volumen del estéreo, frustrando así el efecto buscado por American Patrol, de Glenn Miller, y dijo:

– ¿Te has detenido a pensar que cuatro de nuestros once empleados son asiático-americanos?

Ella no apartó la vista de la carretera.

– ¿Y qué?

– ¿Sabes por qué es así?

– Porque nosotros contratamos sólo a personas sobresalientes, y cuatro de las personas sobresalientes deseosas de trabajar para nosotros eran chinas, japonesas y vietnamitas.

– Eso lo explica en parte.

– ¿Sólo en parte? -exclamó Julie-. ¿Cuál es la otra parte? ¿Acaso crees que el malvado Fu Manchú dirigió el rayo contra nosotros para controlar mentes desde su fortaleza secreta en las montañas tibetanas y nos indujo a contratarlos?

– Eso es también una parte -respondió Bobby-. Pero otra parte es que me atrae la personalidad asiática. O lo que se entiende por ello cuando se habla de personalidad asiática: inteligencia, alto grado de disciplina, pulcritud y un gran sentido de la tradición y el orden.

– Esos atributos los tienen, más o menos, cada uno de los que trabajan para nosotros, no sólo Jamie, Nguyen, Hal y Lee.

– Lo sé. Pero lo que me hace sentir tan cómodo entre los asiático-americanos es mi confianza en el estereotipo de todos ellos, cuando trabajo con esa gente presiento que todo marchará bien, de forma ordenada y estable, y necesito confiar en ese estereotipo porque…, bueno, no soy el tipo de individuo que he creído siempre ser. ¿Estás dispuesta a oír algo escandaloso?

– Siempre -respondió Julie.

* * *

Cuando Lee Chen trabajaba en la sala de ordenadores solía introducir un compacto en su Sony Discman y escuchaba música por los auriculares. Siempre cerraba la puerta para no distraerse y, sin duda, algunos de sus colegas le creían algo insociable; sin embargo, cuando intentaba introducirse en una red de datos compleja y bien protegida como el cuadro de sistemas policiales que todavía estaba saqueando, necesitaba concentrarse. En ocasiones, la música le distraía más que nada, según como estuviera de humor, pero la mayoría de las veces resultaba propicia para su trabajo. Los solos de piano minimalistas New Age de George Winston eran a veces lo indicado, pero ponía con más frecuencia rock and roll. Aquella noche eran Huey Lewis y The News: Hip to be Square y The Power of Love, The Heart of Rock and Roll y You Crack Me Up. Intensamente concentrado en la pantalla Terminal (su ventana del mundo hipnótico de la cibernética), mientras Bad is Bad se vertía en sus oídos por el audífono, Chen podía no oír ni un sonido del mundo exterior aunque Dios desconchara el cielo y anunciara la destrucción inminente de la raza humana.

Una corriente fría circulaba por la habitación desde la ventana rota, pero la frustración creciente generaba un calor compensatorio en Candy. Se paseó despacio por el espacioso despacho, sopesando varios objetos, tocando los muebles, intentando suscitar una visión que le revelara el paradero de los Dakota y Frank. Por el momento, no tenía suerte.

Podría haber analizado el contenido de los cajones y archivadores pero eso le habría entretenido durante horas puesto que ignoraba dónde se habría archivado la información que buscaba. Asimismo, podía no reconocer el material apropiado cuando lo encontrara, pues tal vez estuviera en una carpeta o sobre con un título o código sin significado para él. Y aunque su madre le había enseñado a leer y escribir y había sido un lector tan voraz como ella (hasta perder todo interés por los libros tras su muerte), aprendiendo muchas materias tan bien como una universidad podría habérselas enseñado, esperaba que sus dones le revelasen mucho más de lo que pudiera encontrar en el papel impreso.

Además, había entrado ya en la recepción y obtenido las señas y el número de teléfono de los Dakota. Así, pues, telefoneó para saber si estaban allí. Un contestador automático recogió la llamada al tercer timbrazo pero no dejó mensaje alguno. No quería saber sólo dónde vivían los Dakota y dónde se presentarían a su debido tiempo; necesitaba averiguar también dónde estaban en aquel momento porque ardía en deseos de echarles mano y arrancarles las respuestas deseadas.

Candy cogió un tercer vaso de whisky y soda. Los había por toda la habitación. El residuo psíquico del vaso le dio al instante una imagen clara de un sujeto llamado Jackie Jaxx. Encolerizado, lo arrojó lejos de sí. El vaso botó sobre el sofá y cayó en la alfombra sin romperse.

Aquel tipo, Jaxx, había dejado una impresión pintoresca y llamativa por todas partes, como un perro con una vejiga floja, que marcara cada paso de su recorrido con gotas de maloliente orina. Candy intuyó que Jaxx se hallaba en aquel momento con muchas personas en una fiesta en Newport Beach, y también intuyó que intentar encontrar a Frank y los Dakota por medio de Jaxx sería una pérdida de tiempo. No obstante, si Jaxx hubiera estado sólo habría ido directamente a su encuentro y lo habría aniquilado por la única razón de que su aura era demasiado estridente y entorpecedora.

Una de dos, o no había encontrado todavía un objeto que hubiese tocado uno de los Dakota el tiempo suficiente para dejar el sello de su personalidad, o ninguno de los dos era del tipo que dejaba en su estela un residuo psíquico rico y persistente. Por alguna razón que Candy no podía averiguar, ciertas personas dejaban una pista menos clara que otras.

Seguir la pista a Frank siempre le había resultado de una dificultad relativa pero aquella noche le era más difícil captar su rostro. Sintió varias veces que Frank había estado en aquella habitación pero, al principio, no pudo localizar nada en donde se hubiese coagulado el aura de su hermano.

A continuación, examinó las cuatro butacas empezando por la mayor. Cuando pasó ligeramente las sensitivas yemas de sus dedos por el tapizado, tembló de agitación porque supo al instante que Frank se había sentado allí recientemente. Vio un pequeño rasguño en un brazo y, cuando puso el pulgar sobre él, le asaltó una visión particularmente clara de Frank.

Demasiadas visiones. Sin embargo, le recompensó una serie de imágenes de lugares por donde Frank había viajado después de abandonar aquella butaca: la sierra; el apartamento en San Diego donde había vivido un tiempo hacía cuatro años; la herrumbrosa verja de la casa de su madre, en la Pacific Hill Road; un cementerio; un estudio lleno de libros en donde parecía haberse detenido tan poco tiempo que Candy sólo pudo obtener una impresión muy vaga; la playa de Punaluu en donde Candy había estado a punto de atraparlo… Había tantas imágenes superpuestas de tantos viajes que no podía ver con claridad las últimas paradas.

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