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Su frustración y su necesidad crecieron por momentos. Sabía que se proponía hacer algo que lamentaría más tarde, algo por lo que Roselle le volvería la espalda durante algún tiempo.

Entonces, justo cuando se sentía a punto de explotar, le salvó la irrupción de un enemigo genuino.

Una mano le tocó la nuca.

Se volvió, raudo, y sintió que la mano se retiraba al mismo tiempo.

Había sido una mano fantasmal. Allí no había nadie.

Pero sabía que era la misma presencia que había sentido la noche anterior en el desfiladero. Alguien allí fuera, ajeno a la familia Pollard, poseía cierta facultad psíquica, y el hecho de que Roselle no fuera su madre le convertía en un enemigo a quien se debía buscar y eliminar. Aquella misma persona le había visitado varias veces a primeras horas de la tarde, tratando de tocarle y explorándole pero sin establecer pleno contacto.

Candy volvió a la mecedora. Si un enemigo real estaba dispuesto a hacer su aparición valdría la pena esperarle.

Pocos minutos después, sintió otra vez el toque. Leve, vacilante, retirándose aprisa.

Sonrió. Empezó a mecerse. Incluso tarareó por lo bajo una de las canciones favoritas de su madre.

Cubrir de ceniza las brasas del furor hacía que éstas ardieran cada vez mejor. Cuando el tímido visitante cobrara audacia, el fuego estaría al rojo vivo y las llamas lo devorarían.

Capítulo 49

A las siete menos diez, sonó el timbre de la puerta. Felina Karaghiosis no lo oyó, por supuesto. Pero cada habitación de la casa tenía una pequeña lámpara roja en un rincón u otro, y a ella no podía pasarle inadvertida la luz relampagueante que el timbre activaba.

Felina fue al vestíbulo y miró por el acristalado lateral que había junto a la puerta. Vio que era Alice Kasper, una vecina de tres portales más allá, y quitó el cerrojo automático y la cadena de seguridad para dejarla pasar.

– Hola, chica. ¿Cómo te va?

– Me gusta tu pelo -dijo por señas Felina.

– ¡Ah! ¿Sí? Me lo acaban de cortar. La peluquera me preguntó si quería la misma antigualla o si prefería ponerme a tono con los tiempos, y entonces pensé, «qué diablos, no soy demasiado vieja para parecer sexy». ¿No te parece?

Alice tenía sólo treinta y tres años, cinco más que Felina. Había cambiado sus sempiternos rizos rubios por un corte más moderno que requeriría una nueva fuente de ingresos para pagar todo el mousse que debería ponerse pero tenía un aspecto grandioso.

– Vamos, entra. ¿Quieres una copa?

– Me gustaría chica, y ahora mismo podría tomarme seis, pero no puedo. Mis suegros van a venir, y nos veremos en el dilema de jugar una partida con ellos o dispararles un tiro, dependerá de su actitud.

De todas las personas que conocía Felina en su vida cotidiana, Alice era la única, aparte de Clint, que sabía el lenguaje dactilológico. Considerando el que mucha gente tenía prejuicios contra los sordos y aunque no lo reconocieran lo evidenciaban con sus actos, Alice era su única amiga. Pero Felina habría renunciado de buen grado a su amistad si Mark Kasper, el hijo de Alice y para quien ella había aprendido el lenguaje dactilológico, no hubiese nacido sordo.

– He venido porque he recibido un telefonazo de Clint pidiéndome que te dijera que no vendrá todavía pero que espera llegar alrededor de las ocho. ¿Desde cuándo trabaja hasta tan tarde?

– Tienen un caso importante. Eso siempre significa horas extra.

– Piensa llevarte a cenar, y dice que te transmita que ha tenido un día increíble. Supongo que será por ese caso, ¿no? Eso de estar casada con un detective debe de ser fascinante. Y él también es muy afectuoso. Eres una chica afortunada.

– Sí. Pero también lo es él.

Alice se rió.

– ¡Bien dicho! Y si vuelve a llegar a casa tan tarde otra noche, no te conformes con una cena; haz que te compre diamantes.

Felina recordó la gema roja que él había traído a casa el día anterior, y deseó poder contárselo. Pero los asuntos de Dakota amp; Dakota, sobre todo los concernientes a un caso en curso cuyo cliente corría peligro, eran tan sagrados en su casa como las intimidades de la alcoba matrimonial.

– El sábado en nuestra casa a las seis y media, ¿eh? Jack cocinará un potingue de su chile. Así, pues, jugaremos al pináculo, comeremos chile y beberemos cerveza hasta perder el sentido. ¿Vale?

– Sí.

– Y dile a Clint que no se preocupe…, no esperaremos que hable.

Felina rió y respondió por señas:

– Está mejorando.

– Eso es porque le estás civilizando, chica.

Se abrazaron otra vez y Alice marchó.

Felina cerró la puerta, miró su reloj de pulsera y vio que eran las siete. Debía prepararse ya para la cena y le quedaba sólo una hora. Quería ponerse muy guapa para Clint, no porque fuera una ocasión especial sino porque siempre deseaba tener muy buen aspecto para complacerle. Se encaminó hacia el dormitorio, y entonces recordó que sólo había puesto el cerrojo automático en la puerta de entrada. Volvió al vestíbulo, dio una vuelta al tornillo de mariposa que fijaba el cerrojo y colocó la cadena de seguridad.

Clint se inquietaba demasiado por ella. Si regresara a casa y viera que no había hecho aquello, envejecería un año en un minuto ante su vista.

Capítulo 50

Después de haber prestado servicio durante todo el día, Hal Yamataka respondió a una llamada de Clint y se presentó en la oficina a las 6.35 del martes para montar guardia en caso de que Frank regresara después de que los demás se hubiesen ido. Clint le recibió en la sala de recepción y le dio instrucciones mientras tomaban café. Fue preciso ponerle al corriente de lo sucedido durante su ausencia y, después de haber escuchado todos los detalles, añoró otra vez la jardinería como profesión alternativa.

Casi todos los miembros de su familia tenían un negocio de jardinería o poseían una modesta guardería infantil, y a todos les iba bien, muchos ganaban más que Hal trabajando para Dakota amp; Dakota, y algunos mucho más. Su familia, tres hermanos y varios tíos bien intencionados, intentaban convencerle de que trabajara para ellos o participara en su negocio, pero él se resistía. No era que tuviese nada contra la administración de una guardería, la venta de accesorios de jardinería, la proyección de paisajes, la poda de árboles o incluso la propia jardinería. Pero en la California meridional, la expresión «jardinero japonés» era un tópico, no un oficio, y él no podía soportar la idea de ser una especie de estereotipo.

Durante toda su vida, había sido un lector asiduo de novelas de aventuras y misterio, y ansiaba ser un personaje como los protagonistas de sus libros. Sobre todo, un personaje que encajara en las novelas de John D. MacDonald, porque los héroes de John D. eran tan clarividentes como valerosos, tan sensitivos como broncos. En el fondo de su corazón, Hal sabía que su trabajo en Dakota amp; Dakota solía ser tan ordinario como la labor diaria de un jardinero, y que las oportunidades para mostrar heroísmo en la seguridad de la industria eran muchas menos de las que imaginaban los profanos. Pero vender un saco de pajote, o una lata de insecticida o un ramo de caléndulas no significaba ser una figura romántica ni tener la posibilidad de serlo algún día. Y después de todo, la propia imagen era a menudo la mejor parte de la realidad.

– Si Frank aparece por aquí, ¿qué debo hacer con él? -preguntó Hal.

– Meterlo en un coche y llevárselo a Bobby y Julie.

– ¿Quieres decir a su casa?

– No. A Santa Bárbara. Marcharán allí esta noche y se hospedarán en el Red Lion Inn para poder comenzar mañana a indagar sobre los antecedentes de la familia Pollard.

Frunciendo el ceño, Hal se inclinó hacia delante en el sofá de la recepción.

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