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Mientras ella hablaba, la sonrisa de él se ensombreció hasta dar paso a un fruncimiento de ceño.

– ¿Qué te ocurre ahora, aguafiestas? -inquirió Julie.

– Nada.

– Deja de tomarme el pelo. Has estado muy extraño todo el día. Te has esforzado por disimularlo, pero algo te preocupa.

Bobby bebió un sorbo de cerveza y luego dijo:

– Pues bien, tú tienes el buen presentimiento de que todo saldrá bien, pero yo tengo un mal presentimiento.

– ¿Tú, señor Color de Rosa?

Bobby siguió con el ceño fruncido.

– Tal vez debieras limitarte durante algún tiempo al trabajo de oficina, mantenerte apartada de la línea de fuego.

– ¿Por qué?

– Mi mal presentimiento.

– ¿Y cuál es?

– Que voy a perderte.

– Inténtalo y verás.

Capítulo 20

El viento dirigía con su batuta invisible un coro de voces susurrantes en el seto vivo. Las tupidas eugenias formaban una muralla de dos metros, que cubría tres lados de la propiedad de cuatro mil metros cuadrados, y hubieran estado más altas que la misma casa si Candy no hubiera empleado una podadera eléctrica para cortarles las cabezas un par de veces al año.

Ahora, Candy abrió la verja de hierro forjado entre las dos pilastras y salió a la cuneta con grava de la carretera secundaria. A su izquierda, la asfaltada calzada de dos carriles se perdía entre las colinas, tres kilómetros más allá. A su derecha, descendía hacia la distante costa pasando por fincas cuyas proporciones se reducían a medida que se acercaban a la playa, de modo que cerca de la ciudad medían sólo una décima parte de la finca Pollard. Cuanto más descendía el terreno hacia el oeste, más se apiñaban las luces en concentración creciente… y luego, varios kilómetros más allá, desaparecían de forma abrupta como si hubieran topado con una muralla negra; esa muralla era el cielo nocturno y la extensión oscura del mar frío, profundo.

Candy anduvo junto al alto seto hasta que creyó haber encontrado el lugar en donde se había ocultado Frank. Alzó sus enormes manos dejando que las hojas agitadas por el viento temblaran contra sus palmas, como si el follaje pudiera transmitirle algún residuo psíquico de la breve visita de su hermano. Nada.

Abriendo las ramas del seto atisbo por el hueco de la casa, que de noche parecía mayor, como si tuviese dieciocho o veinte habitaciones en vez de diez. Las ventanas delanteras estaban oscuras, por un costado, hacia el fondo, una ventana de cocina difundía un resplandor amarillento, filtrando la luz a través de unas grasientas cortinas de zaraza Pero exceptuando esa luz, la casa podía parecer abandonada. Algunas molduras victorianas se habían alabeado y desprendido de los aleros. El tejado del porche se hundía, unos cuantos balaustres estaban rotos y los escalones de la entrada se venían abajo Incluso a la escasa luz de la luna menguante, podía ver que la casa necesitaba una mano de pintura, la madera desnuda se dejaba ver en muchos sitios como un hueso calcinado, y la pintura aún existente se estaba pelando o era tan traslúcida como la piel de un albino.

Candy intentó pensar como Frank para imaginar por qué habría vuelto. Frank tenía miedo a Candy, y con razón. También estaba atemorizado de sus hermanas y de todos los recuerdos que la casa le evocaba, y por tanto le convenía mantenerse alejado de ella. Sin embargo, volvía aquí sigiloso e insistente, buscando algo…, quizás algo que ni él mismo comprendía.

Frustrado y desanimado, Candy soltó las ramas, volvió sobre sus pasos siguiendo el seto y se detuvo ante una pilastra; luego, escudriñó la otra buscando el lugar en donde Frank se había defendido de los gatos y estrellado el cráneo de Samantha. El viento, aunque más temperado que horas antes, había secado la sangre que tiñera la piedra, y la oscuridad ocultaba sus vestigios No obstante, Candy estuvo seguro de haber encontrado el lugar de la matanza. Tocó con delicadeza la pilastra, arriba y abajo, en las caras, como si creyera que una parte de ella podía estar tan caliente que le abrasara la piel. Pero aunque tanteara pacientemente los contornos de la áspera piedra y los remates de cemento, había transcurrido demasiado tiempo. Pese a sus excepcionales facultades le fue imposible detectar el aura subsistente de su hermano.

Se apresuró por el resquebrajado camino de cemento huyendo de la noche heladora para acogerse otra vez al calor asfixiante de la casa de la cocina, donde sus hermanas se sentaban sobre las mantas, en el rincón de los gatos. Verbina estaba detrás de Violet con un peine en una mano y un cepillo en la otra, alisando el pelo pajizo de su hermana.

– ¿Dónde está Samantha? -inquirió Candy.

Ladeando la cabeza para mirarle, perpleja, Violet contestó:

– Ya te lo dije. Muerta.

– ¿Dónde está el cuerpo?

– Aquí -dijo Violet. Y con un ademán ampuloso de ambas manos abarcó a los apáticos felinos, tumbados y acurrucados a su alrededor.

– ¿Cuál es? -preguntó Candy. La mitad de aquellas criaturas estaban tan quietas que cualquiera podría haber sido el animal muerto.

– Todos -respondió Violet-. Ahora todos son Samantha.

Candy se lo había temido. Cada vez que moría uno de los gatos, las mellizas congregaban al resto en un círculo, colocaban los despojos en el centro y, sin decir palabra, ordenaban que los vivos se comieran al muerto.

– Maldita sea -masculló Candy.

– Samantha vive todavía, es aún parte de nosotros -repuso Violet. Su voz era queda, susurrante como antes, pero más soñadora que de costumbre-. A decir verdad, ninguno de nuestros mininos nos abandona. Parte de él…, o de ella…, permanece en cada uno de nosotros…, y por eso somos todos más fuertes, más fuertes y puros, y siempre juntos, siempre y para la eternidad.

Candy no preguntó si sus hermanas habían participado del festín, porque adivinaba ya la respuesta. Violet se lamió la comisura de la boca como si recordara un sabor grato, y sus labios húmedos relucieron; unos instantes después, la lengua de Verbina se deslizó también por los labios.

Algunas veces, Candy se preguntaba si las mellizas no serían miembros de una especie totalmente diferente, pues él muy raras veces lograba sondear sus actitudes y comportamiento. Y cuando ambas le miraban, Verbina con su silencio perpetuo, sus rostros y ojos revelaban muy poca cosa de sus pensamientos o sentimientos; eran tan inescrutables como los gatos.

Él captaba sólo vagamente los vínculos de las mellizas con los gatos. Constituía la donación de su bendita madre a ambas, tal como sus propias y numerosas facultades eran el legado generoso de su madre a él. Por lo tanto, no quiso poner en entredicho la legitimidad o la cordura de todo ello.

No obstante, deseó golpear a Violet por no haber conservado el cuerpo para su examen. Ella sabía que Frank lo había tocado, que aquellos despojos podían ser útiles para su hermano, pero no los había conservado hasta que él despertara ni había pensado en despertarle. Quiso aplastarla pero era su hermana, y él no podía hacer daño a sus hermanas; tenía que mantenerlas y protegerlas. Su madre le vigilaba.

– ¿Dónde están las partes que no son comestibles? -preguntó.

Violet señaló la puerta de la cocina.

Encendió la luz exterior y salió al porche trasero. Pequeños trozos de huesos y vértebras se esparcían como dados de extrañas formas por el entarimado sin pintar. Sólo los lados del porche estaban abiertos; los otros dos formaban un nicho allá donde se unían las paredes de la casa. Candy encontró un trozo de cola de Samantha y jirones de piel, arrinconados allí por el viento nocturno. El cráneo medio aplastado estaba sobre el escalón superior.

El viento, que había estado amainando desde el anochecer cesó de repente. El aire frío trasladaba a gran distancia el más leve sonido; pero la noche era toda quietud.

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