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Julie asintió.

– Quieres que descubramos lo que haces durante la noche, lo cual significa vigilancia sobre ti, seguridad extrema.

– Una habitación privada es cara -repuso Frank.

– Puedes permitirte los cuidados más refinados -terció Bobby.

– Quizás el dinero de esas bolsas no sea mío.

Bobby se encogió de hombros.

– Entonces, tendrás que pagar a fuerza de trabajo tu factura de hospital o: hacer unos cuantos centenares de camas, vaciar unas cuantos miles de orinales, realizar cirugía cerebral gratis. Podrías ser un cirujano de cerebro. ¡Quién sabe! La amnesia puede haberte hecho olvidar cualquier cosa, tanto que eres un cirujano como un vendedor de coches usados. Vale la pena intentarlo. Consigue una sierra de huesos, rebana la cresta de cualquiera, echa una ojeada dentro y mira si hay algo que te parezca familiar.

Apoyándose contra la barandilla de la cama, Julie dijo:

– Cuando no estés sometido a pruebas en radiología o cualquier otro departamento, pondremos a un hombre contigo para que te vigile. Esta noche le toca a Hal.

Hal Yamataka se había instalado ya en la butaca de aspecto incómodo reservada para los visitantes. Estaba a un lado de la cama, entre Frank y la puerta, en una posición que le permitía vigilar a su pupilo y ver la televisión, suponiendo que Frank estuviera de humor para ello.

Hal parecía una versión japonesa de Clint Karaghiosis: un metro sesenta y cinco o sesenta y ocho, ancho de espaldas y pecho, de constitución sólida como si lo hubiera construido un albañil que supiera ajustar la piedra bien y disimular el cemento. Por si no valía la pena ver la televisión o su pupilo resultaba un pésimo conversador, Hal se había traído consigo una novela de John D. MacDonald.

Mirando hacia la ventana salpicada de lluvia, Frank dijo:

– Supongo que sólo estoy… asustado.

– No hay por qué asustarse -replicó Bobby-. Hal no es tan peligroso como parece. No ha matado nunca a nadie que le gustara.

– Sólo una vez -dijo Hal.

– ¿Mataste a alguien que te gustaba? -preguntó Bobby-. ¿Cuál fue el motivo?

– Me pidió prestado el peine.

– Ya lo ves, Frank -dijo Bobby-. No le pidas prestado peine y estarás a salvo.

Frank no estaba de humor para bromas.

– No puedo dejar de recordar que me desperté con las manos manchadas de sangre. Temo haber hecho ya daño a alguien. Y no quiero dañar a nadie más.

– ¡Oh, no puedes hacer daño a Hal! -exclamó Bobby-. Es un oriental impenetrable.

– Inescrutable -corrigió Hal-. Soy un oriental inescrutable.

– No quiero oír hablar de tus problemas sexuales, Hal. Si no comieses tanto sushi y el aliento no te oliese a pescado crudo, serías tan escrutable como cualquier otro.

Pasando el brazo por la barandilla de la cama, Julie cogió la mano a Frank. El esbozó una sonrisa apagada.

– ¿Su marido es siempre así, señora Dakota?

– Llámame Julie. ¿Quieres decir que si actúa siempre como un sabihondo o un niño? No siempre, pero mucho me temo que casi todo el tiempo.

– ¿Oyes eso, Hal? -dijo Bobby-. Mujeres y amnésicos…, ninguno de los dos tiene sentido del humor.

Julie dijo a Frank:

– Mi marido opina que todo en la vida debe ser gracioso, incluidos los accidentes de carretera y los funerales…

– Y también la higiene dental -añadió Bobby.

– … y seguirá gastando bromas sobre la lluvia radiactiva en medio de una guerra nuclear. Es su modo de ser. Y no tiene arreglo…

– Ella lo intentó -dijo Bobby-. Me envió a un centro de desintoxicación contra la alegría. Aquella gente prometió que me infundiría algo de tristeza. No lo consiguieron.

– Aquí estarás a salvo -dijo Julie apretándole la mano a Frank antes de soltársela-. Hal cuidará de ti.

Capítulo 31

El consultorio del entomólogo estaba en la urbanización Turtle Rock de Irvine, a corta distancia por carretera de la Universidad. Unas lámparas Malibú, bajas, negras y con forma de setas proyectaban círculos de luz sobre el camino de entrada, anegado en lluvia, que conducía hasta unas puertas de roble.

Clint penetró en el pequeño porche cubierto llevando una de las bolsas de cuero de Frank Pollard y llamó al timbre.

Un hombre le contestó por el intercomunicador instalado bajo el timbre.

– ¿Quién es, por favor?

– ¿El doctor Dyson Manfred? Soy Clint Karaghiosis, de Dakota amp; Dakota.

Medio minuto después, Manfred abrió la puerta. Era por lo menos veinticinco centímetros más alto que Clint, y muy delgado. Llevaba pantalones negros, camisa blanca y una corbata verde; el botón superior de la camisa estaba desabrochado y la corbata colgaba desanudada.

– ¡Hombre de Dios, está empapado!

– Sólo humedad.

Manfred retrocedió, abrió la puerta de par en par y Clint pasó a un vestíbulo con suelo de azulejos.

Después de cerrar la puerta, Manfred dijo:

– En una noche como ésta debiera usted llevar impermeable o paraguas.

– Esto es vigorizador.

– ¿El qué?

– El mal tiempo -respondió Clint.

Manfred le miró como si fuera un ser extraño, pero a juicio de Clint, el ser extraño era el propio Manfred. El tipo estaba demasiado flaco. Era todo huesos. No podía llenar la ropa; los pantalones le colgaban sin forma por las huesudas caderas, y sus hombros empujaban la camisa como si allí debajo hubiese sólo huesos desnudos y puntiagudos. Anguloso y desgarbado, el hombre parecía haber sido construido por un aprendiz de dios con un montón de palos secos. Su rostro era alargado y estrecho, con frente despejada y mandíbulas escurridas, y su piel curtida y bronceada era tan tensa en los pómulos que parecía a punto de desgarrarse. Tenía unos peculiares ojos ambarinos, que miraban a Clint con una expresión de fría curiosidad que sin duda sería familiar a los millares de insectos que había clavado con agujas en tablas de especimenes.

La mirada de Manfred se trasladó desde Clint al agua que estaba formando un charco alrededor de sus zapatos deportivos.

– Lo siento -dijo Clint.

– Ya se secará. Estaba en mi estudio. Acompáñeme allí.

Echando una ojeada hacia la sala de su derecha, Clint vio un papel de pared con flores de lis, una gruesa alfombra china, demasiados sofás y butacas excesivamente mullidos, mobiliario inglés antiguo, colgaduras de terciopelo color vino y mesas abarrotadas de bibelots que brillaban a la luz de la lámpara. Era una habitación muy victoriana que no armonizaba con las líneas californianas de la casa.

Clint siguió al entomólogo más allá de la sala, por un pasillo corto, hasta el estudio. Manfred tenía un aire singular. Alto y zancarrón como era, con la espalda encorvada y la cabeza un poco proyectada hacia delante, parecía tan prehistórico como una mantis religiosa.

Clint había supuesto que el estudio de un catedrático estaría atestado de libros, pero en la estantería de la izquierda de la mesa había sólo cuarenta o cincuenta volúmenes. Había armarios con cajones anchos, de poco fondo que probablemente estarían repletos de bichejos, y en las paredes había incontables insectos, en cajas de especimenes cubiertas con cristal.

Cuando el anfitrión observó que Clint miraba absorto una colección en particular, dijo:

– Cucarachas. Hermosas criaturas.

Clint no hizo comentario alguno.

– Me refiero a la simplicidad de su constitución y función. Desde luego, muy pocas personas las encontraban de apariencia hermosa.

Clint no podía desechar la sensación de que los bichos estaban todavía vivos.

– ¿Qué opina usted de ese enorme ejemplar, en la esquina de la colección?

– Que tiene un tamaño desmesurado, señor.

– La cucaracha silbadora de Madagascar. El nombre científico es Gromphadorrhina Portentosa. Ésa mide más de ocho centímetros y medio. Absolutamente hermosa, ¿no le parece?

Clint siguió mudo.

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