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Tras la ventanilla de la recepción, había una atractiva rubia encaramada a un taburete. Vestía uniforme blanco y cárdigan púrpura.

– Debería usted llevar paraguas.

Clint asintió, puso la bolsa del supermercado sobre el mostrador y empezó a desatar los nudos de las cintas para abrirla.

– O por lo menos un impermeable -insistió ella.

Él rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta y, sacando una tarjeta de Dakota amp; Dakota, se la entregó.

– ¿Es esto lo que quiere usted que se examine? -preguntó ella.

– Sí.

– ¿Ha recurrido usted con anterioridad a nuestro servicio?

– Sí.

– ¿Tiene usted cuenta aquí?

– Sí.

– No le he visto antes por aquí.

– No.

– Me llamo Lisa, y estoy aquí solamente desde hace una semana. No he recibido jamás a un detective privado, al menos desde que empecé.

Clint sacó del gran saco blanco tres bolsas pequeñas ziploc y las alineó una junto a otra sobre el mostrador.

– ¿Tiene usted un nombre? -preguntó ella, sonriente, ladeando la cabeza.

– Clint.

– Con semejante tiempo, va usted por ahí sin paraguas ni impermeable, Clint, y si no tiene cuidado morirá a pesar de su aspecto fortachón.

– Primero, la camisa -dijo Clint, empujando hacia delante una de las bolsas-. Queremos que analicen las manchas de sangre. Y no sólo el grupo sanguíneo. Queremos toda la retahíla. Asimismo, un repaso genético completo. Tomen muestras de cuatro partes diferentes de la camisa porque podría haber sangre de más de una persona. Si fuera así, un repaso de todas.

Lisa frunció el ceño a Clint, luego puso la camisa en la bolsa. A continuación, empezó a rellenar una solicitud de análisis.

– El mismo programa con esto otro -dijo él, empujando hacia delante la segunda bolsa. Ésta contenía una hoja doblada del papel de escribir de Dakota amp; Dakota, moteada con varias manchas de sangre.

En la oficina, Julie había esterilizado un alfiler con la llama de una cerilla, se lo había clavado a Pollard en el pulgar y lo había apretado para hacer caer unas gotas escarlatas sobre el papel.

– Queremos saber si hay sangre igual a la de este papel en la camisa.

La tercera bolsa contenía la arena negra.

– ¿Se trata de una sustancia biológica? -preguntó Lisa.

– Lo ignoro. Parece arena.

– Porque si es una sustancia biológica deberá ir a nuestra sección médica, pero si no lo es tendrá que pasar a nuestro laboratorio industrial.

– Envíe un poco a ambos. Y póngalo urgente.

– Eso costará más.

– Lo que sea.

Mientras rellenaba el tercer impreso, ella dijo:

– En Hawai hay unas cuantas playas con arena negra. ¿Conoce usted aquello?

– No.

– Kaimu. Así se llama una de las playas negras. Viene de un volcán o algo parecido. La arena, quiero decir. ¿Le gustan las playas?

– Sí.

Ella levantó la vista dejando la pluma suspendida sobre el impreso, y le dedicó una amplia sonrisa. Sus labios eran gruesos y sus dientes muy blancos.

– Me encanta la playa. Nada me gusta tanto como ponerme un bikini y empaparme de sol, literalmente cocerme al sol, y no me importa lo que digan sobre lo perjudicial que puede ser un bronceado. De todas formas, la vida es muy corta, ¿sabe? Y no viene mal tener aspecto sano mientras vivas. Además, ponerme al sol me hace sentir…, ¡oh, no pereza exactamente!, porque no quiero decir que me mine la energía, sino justo lo contrario, hace sentirme llena de energía, pero una energía perezosa, algo parecido a la forma de caminar de una leona…, ¿comprende?, con aspecto vigoroso pero pausada. El sol me hace sentir como una leona.

Clint no dijo nada.

– El sol es erótico -continuó ella-. Supongo que eso es lo que estoy intentando decir. Si te tiendes al sol el tiempo suficiente en una bonita playa todas tus inhibiciones se esfumarán por decirlo de alguna manera.

El se limitó a mirarla con fijeza.

Cuando hubo terminado de llenar las solicitudes de análisis, le dio las copias y unió cada solicitud a la muestra correspondiente. Luego, dijo:

– Escuche, Clint, vivimos en un mundo moderno, ¿no?

Él no sabía a qué atenerse.

Lisa prosiguió:

– Hoy día todos estamos liberados, ¿me equivoco? Por tanto, si una chica encuentra atractivo a un tipo no necesitará esperar a que sea él quien dé el primer paso.

«¡Ah!», pensó Clint.

Echándose hacia atrás en su taburete, tal vez para mostrarle cómo sus pechos llenaban la blusa blanca del uniforme, Lisa sonrió y dijo:

– ¿Le interesaría una cena o una película conmigo?

– No.

Su sonrisa se heló.

– Lo siento -dijo él.

Dobló las copias de las solicitudes y se las guardó en el mismo bolsillo de donde antes había sacado la tarjeta de visita.

Lisa le fulminó con la mirada y él comprendió que la había ofendido.

Como no encontraba palabras para disculparse, sólo se le ocurrió decir:

– Soy marica.

Ella parpadeó y sacudió la cabeza como si se recuperara de un golpe demoledor. Una sonrisa iluminó la hosquedad de su rostro como el sol que atraviesa las nubes.

– Supongo que hace falta serlo para resistirse a mis encantos.

– Lo siento.

– ¡Bah!, no es culpa tuya. Cada cual es como es, ¿no?

Clint salió otra vez a la lluvia. Estaba refrescando mucho. El cielo semejaba las ruinas de un edificio calcinado al que hubiesen llegado demasiado tarde los bomberos: cenizas húmedas, escoria empapada de agua.

Capítulo 30

Cuando cayó la noche en aquel lunes lluvioso, Bobby Dakota, plantado ante la ventana del hospital, dijo:

– No disfrutas de una gran vista, Frank. A menos que te gusten los aparcamientos. -Se volvió e inspeccionó la pequeña y blanca habitación. Aunque los hospitales le ponían la carne de gallina, se guardó mucho de expresar aquel sentimiento a Frank-. Desde luego la decoración no será presentada por ahora en el Architectural Digest pero es bastante confortable. Tienes televisión, revistas y tres comidas diarias en la cama También he observado que algunas de las enfermeras son auténticos bombones, pero, por favor, procura no poner las manos encima a las monjas, ¿vale?

Frank estaba más pálido que de costumbre. Las ojeras alrededor de sus ojos habían crecido como manchas de tinta en el secante. No sólo parecía ser parte del hospital sino también estar allí desde hacía semanas. Utilizó el mecanismo de la cama para subir la cabecera.

– ¿Son realmente necesarias estas pruebas?

– Tu amnesia podría tener una causa física -explicó Julie-. Ya oíste al doctor Freeborn. Buscarán abscesos cerebrales, quistes, neoplasmas, coágulos y toda clase de cosas.

– No me siento muy seguro de ese Freeborn -murmuró, preocupado, Frank.

Sanford Freeborn era amigo y médico de cabecera de Bobby y Julie. Pocos años antes los dos le habían ayudado a sacar de un atolladero a un hermano suyo.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo Sandy?

– No le conozco -contestó Frank.

– Tú no conoces a nadie -replicó Bobby-. Ése es tu problema, ¿recuerdas? Eres un amnésico.

Tras aceptar a Frank como cliente lo llevaron directamente al consultorio de Sandy Freeborn para efectuar un reconocimiento preliminar. Todo cuanto sabía Sandy era que Frank no podía recordar nada salvo su nombre. No le habían contado nada de las bolsas con dinero, la sangre, la arena negra, las gemas rojas, el insecto misterioso y el resto. Sandy no había preguntado por qué Frank había recurrido a ellos en lugar de presentarse a la Policía ni por qué ellos habían aceptado un caso tan apartado de su práctica habitual; una de las cosas que hacían de Sandy un buen amigo era su fiable discreción.

Mientras arreglaba nerviosamente las sábanas, Frank preguntó:

– ¿Creéis que es necesaria de verdad una habitación privada?

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