Cuando Hampstead hubo terminado de limpiar el frigorífico inspeccionó el costado de la puerta buscando, al parecer, alguna huella o mancha. Como si acabase de oír la pregunta que le había hecho Julie un minuto antes, dijo de repente:
– El incendio ocurrió hace dos meses. Me desperté en plena noche al oír las sirenas y vi un resplandor anaranjado en la ventana, me levanté…
El hombre se apartó del frigorífico, estudió la cocina durante un instante y luego se acercó a la encimera de azulejos más próxima y empezó a echar líquido y a frotar la reluciente superficie.
Julie miró a Bobby. Este movió la cabeza. Ninguno de los dos dijo nada.
Al cabo de un rato, Hampstead continuó:
– Corrí a su casa delante de los bomberos. Logré penetrar hasta el vestíbulo e incluso alcanzar el pie de las escaleras, pero no pude llegar al dormitorio, el calor era demasiado intenso y el humo irrespirable. Grité sus nombres, nadie contestó. Si hubiese oído alguna respuesta tal vez hubiese encontrado la energía suficiente para subir hasta allí a despecho de las llamas. Supongo que perdí el conocimiento por unos segundos y los bomberos me sacaron de allí, porque desperté sobre el césped delantero, tosiendo y medio asfixiado mientras un enfermero se inclinaba sobre mí para aplicarme la mascarilla de oxígeno.
– ¿Murieron los tres? -preguntó Bobby.
– Sí.
– ¿Cuál fue la causa del incendio?
– Creo que no lo descubrieron jamás. Oí decir algo acerca de un cortocircuito en la instalación eléctrica, pero no estoy seguro. Incluso algunos sospecharon una acción premeditada, pero eso no condujo nunca a nada. Al fin y al cabo, no importa mucho, ¿verdad?
– ¿Por qué no?
– Cualquiera que fuese la causa, los tres están muertos.
– Lo siento -murmuró Bobby.
– Su solar ha sido vendido. Los constructores levantarán una nueva casa esta primavera. ¿Más café?
– No, gracias -respondió Julie.
Hampstead revisó la cocina, luego se acercó a la chapa de acero inoxidable y empezó a limpiarla a pesar de que estaba impecable.
– Debo disculparme por tanta suciedad. No sé cómo se pone así la casa cuando soy la única persona que vive aquí. A veces pienso que debe de haber duendes huroneando a mis espaldas y ensuciando las cosas para atormentarme todo el día.
– Para eso no hacen falta duendes -repuso Julie-. La misma vida se encarga de darnos todo el tormento que podemos aguantar.
Hampstead se apartó de la cocina. Por primera vez desde que se había levantado de la mesa e iniciado su ritual de limpieza, les miró a los ojos.
– No son duendes -convino-. No hay nada tan fácil de manejar como un duende.
Era un hombretón y, evidentemente, los años de adiestramiento y disciplina militar le habían endurecido, pero el brillo húmedo del dolor asomó a sus ojos y por un momento pareció tan perdido y desvalido como un niño.
De nuevo en el coche y mirando a través del borroso parabrisas el solar olvidado en donde antaño se había alzado la casa de Román, Bobby dijo:
– Frank averigua que el señor Luz Azul sabe lo del carné de identidad Farris, así que obtiene un nuevo carné a nombre de James Román. Pero, a su debido tiempo, el señor Luz Azul descubre también eso y decide buscar a Frank en las señas Román, donde encuentra sólo a la viuda y sus hijos. Entonces los mata, tal como matara a la familia Farris, pero esta vez prende fuego a la casa para ocultar su crimen. ¿Es así como lo ves tú?
– Podría ser -respondió Julie.
– El hombre quema los cuerpos porque los ha mordido, según nos dijeron los Phan, y las mordeduras servirían a la Policía para asociar ambos crímenes, así que se propone despistar a los polis.
– Entonces -dijo Julie-, ¿por qué no los quema en cada ocasión?
– Porque eso sería una revelación tan clara como las mordeduras. Unas veces quema los cuerpos, otras no lo hace y, quizás, otras los haga desaparecer de forma que no se los encuentre jamás.
Durante un momento ambos guardaron silencio. Por fin, ella habló:
– Entonces, estamos tratando con un genocida, un asesino en serie que es, con absoluta seguridad, un psicópata furioso.
– O un vampiro -sugirió Bobby.
– ¿Por qué persigue a Frank?
– No lo sé. Tal vez Frank haya intentado alguna vez atravesarle el corazón con una estaca.
– No tiene gracia.
– Conforme -dijo Bobby-. Ahora mismo, nada resulta gracioso.
Capítulo 35
Desde la casa llena de insectos de Dyson Manfred en Irvine, Clint Karaghiosis se dirigió hacia su casa en Placentia a través de la lluvia helada. Su casa era un acogedor bungalow de dos dormitorios con tejado de pizarra, un espacioso porche al estilo californiano Craftsman y ventanas francesas llenas de cálida luz ambarina. La calefacción del coche casi había secado su empapada ropa cuando llegó allí.
Felina estaba en la cocina, cuando Clint entró por la puerta que enlazaba con el garaje. Ella le abrazó y le besó, estrechándolo contra sí durante un momento, como si le sorprendiera verlo todavía vivo.
Suponía que su trabajo estaba diariamente jalonado de peligros aunque él solía explicarle que su trabajo consistía, fundamentalmente, en gastar mucha suela. Perseguía hechos en lugar de culpables, seguía un rastro de papel más que de sangre.
Sin embargo, Clint comprendía la preocupación de su mujer, porque él se preocupaba también mucho por Felina. Por lo pronto, ella era una mujer atractiva, de pelo negro, tez olivácea y ojos grises asombrosamente bellos; en aquella época de jueces indulgentes y exceso de tipos enfermos rondando por las calles, algunos tenían a las mujeres hermosas por presas fáciles. Por añadidura, aunque la oficina donde Felina trabajaba como compiladora de datos estaba sólo a tres manzanas de su casa, un paseo cómodo incluso con mal tiempo, Clint se inquietaba por el peligro que podía correr en los cruces más concurridos; en caso de urgencia, ni un grito de aviso ni una atronadora bocina la alertarían de que corría hacia la muerte.
No podía dejarle entrever lo mucho que se preocupaba, pues Felina se enorgullecía de lo independiente que era a pesar de su sordera. No quería menoscabar su amor propio haciéndola ver que no confiaba por entero en su capacidad para habérselas con los sujetos desaprensivos que le salieran al paso. Así, pues, él mismo se recordaba cada día que Felina había vivido veintinueve años sin sufrir perjuicios graves, y resistía el impulso de ser excesivamente protector.
Mientras Clint se lavaba las manos en el fregadero, Felina puso la mesa para una cena bastante tardía. Una enorme cacerola de sopa de verduras casera se calentaba en el fogón. Los dos se llenaron dos grandes tazones. El sacó de la nevera un trozo de queso parmesano y ella desenvolvió una hogaza de crujiente pan italiano.
Estaba hambriento y la sopa era excelente…, densa, con verdura y tropezones de carne…, pero cuando Felina había terminado su primer tazón, Clint apenas había consumido la mitad del suyo porque hacía repetidas pausas para hablarle. Si intentaba conversar y comer al mismo tiempo Felina no podía leer las palabras en sus labios, y por el momento su hambre era menos apremiante que su necesidad de referirle el desarrollo de la jornada. Felina volvió a llenar su tazón.
Fuera de las paredes de su hogar, Clint hablaba menos que una piedra, pero en compañía de Felina era tan locuaz como un presentador de variedades. Tampoco parloteaba, pero se afirmaba con sorprendente facilidad en el papel de un ocurrente narrador. Había aprendido a relatar anécdotas acentuando su impacto y facilitando al máximo la respuesta de Felina, porque le encantaba hacerle reír y observar cómo la sorpresa le hacía abrir desmesuradamente los ojos. En la vida de Clint, Felina era la única persona cuya opinión sobre él le importaba de verdad y por tanto quería que ella le considerase elegante, listo, ingenioso y cómico.