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Capítulo 47

Cuando el día se extinguía dando paso a las tinieblas, Thomas se plantaba ante la ventana, o se sentaba en su butaca o se tendía sobre la cama, y algunas veces se orientaba hacia la «cosa malévola» para asegurarse de que no se le acercaba demasiado. Bobby estaba inquieto cuando le visitó, así que Thomas estaba también inquieto. Un nudo de temor le atenazaba la garganta pero él se lo tragaba porque necesitaba tener coraje y proteger a Julie.

Nunca se había acercado a la «cosa malévola» tanto como anoche. No lo bastante cerca para dejar que le apresara la mente. Pero cerca, mucho más cerca de lo que le hubiera gustado.

Cada vez que daba un empellón a la «cosa malévola» para asegurarse de que estaba allí, en algún lugar al norte, donde debía estar, él intuía que la «cosa malévola» sabía que él estaba fisgoneando pero no hacía nada al respecto, y algunas veces Thomas temía que la «cosa malévola» estuviese esperando agazapada como un sapo.

Cierta vez, en el jardín detrás del Hogar, Thomas observó a un sapo agazapado e inmóvil durante largo rato, mientras una mariposa de brillantes alas amarillas, bonita y ligera, revoloteaba de flor en flor, arriba y abajo, dando vueltas y más vueltas, unas veces cerca del sapo, otras no tanto, luego acercándose más que nunca, después fuera de su alcance, como si se estuviese burlando del sapo, pero éste no se movió ni un milímetro, pareciendo un sapo de juguete o sólo una piedra con forma de sapo. Así que la mariposa se sintió segura o tal vez le gustara demasiado el juego. El caso fue que se acercó aún más. ¡Zas! La lengua del sapo se disparó como uno de esos matasuegras que se deja usar a las personas tontas en Nochevieja y apresó a la mariposa; luego, el sapo verdoso engulló a la mariposa amarilla y allí terminó el juego.

Si la «cosa malévola» estaba representando al sapo, Thomas debía proceder con mucho cuidado para no ser la mariposa.

Entonces, justo cuando Thomas se decía que era hora de lavarse y cambiarse de ropa para la cena, justo cuando estaba apartándose de la «cosa malévola», ésta marchó a alguna parte. Él la sintió marchar súbitamente, alejarse furtivamente del lugar en donde podía vigilarla, a través del mundo. No podía explicarse cómo se podía trasladar tan aprisa, a menos que fuera en un avión de reacción, tomando buenas comidas y mejor vino, sonriendo a bonitas chicas uniformadas que ponían pequeñas almohadas en el asiento de la «cosa malévola» y le daban revistas y le devolvían la sonrisa con tanto afecto que se esperaba la besaran como todo el mundo se besa siempre en la televisión. Sí, vale, probablemente un avión a reacción.

Thomas intentó varias veces buscar a la «cosa malévola». Más tarde, cuando el día se hubo ido del todo y la noche apareció allí, desistió. Se levantó de la cama y se preparó para la cena esperando que Julie estuviese ahora segura para siempre, y esperando que el postre fuese pastel de chocolate.

Bobby corrió por el fondo del cráter sembrado de diamantes dando patadas a los bichos mientras avanzaba. Se dijo que sus ojos le habían engañado y que su mente le había jugado una mala pasada, que Frank no podía haberse «teletransportado» fuera de allí sin contar con él. Pero cuando llegó al lugar en donde Frank había estado sólo encontró un par de huellas en el polvoriento suelo.

Una sombra le cubrió y cuando miró hacia arriba vio que la extraña aeronave se colocaba silenciosamente, como un dirigible, sobre el cráter y se detenía justamente encima de él, todavía a unos ciento cincuenta metros sobre su cabeza. No era nada parecido a las naves de las películas, ni de apariencia orgánica, ni una araña voladora. Tenía forma romboidal, una longitud de ciento cincuenta metros por lo menos y tal vez un diámetro de sesenta metros. ¡Inmensa! En los extremos, los costados y la parte superior, sobresalían centenares si no millares de pinchos metálicos negros, grandes como agujas de iglesia que la asemejaban un poco a un erizo mecánico en una postura defensiva permanente. La cara inferior, la que Bobby podía ver mejor, era lisa, negra y anodina, y carecía no sólo de los sólidos pinchos sino también de distintivos como sensores remotos, portillas, respiraderos y otros artificios que cabría esperar.

Bobby no sabía si la nueva posición de la nave era pura coincidencia o si se le sometía a observación. Caso de que le vigilaran no quería ni pensar en la naturaleza de las criaturas que pudieran estar atisbándole, ni deseaba considerar cuáles podrían ser sus intenciones. Por cada película que presentaba a un adorable alienígena capaz de transformar una bicicleta de niño en un vehículo volador, había otras diez en las que los alienígenas eran voraces carnívoros con unos modales tan malignos que harían recapacitar a un camarero neoyorquino antes de comportarse con rudeza; Bobby estaba seguro de que se trataba de lo segundo. Hollywood tenía razón. Allí fuera había un universo hostil, y tratar con sus semejantes ya le asustaba lo suyo; no necesitaba establecer contacto con una raza insólita que quizás hubiese concebido nuevas e incontables crueldades.

Además, su capacidad para el terror había sobrepasado ya todo límite; no podía soportar más. Le habían abandonado en un mundo distante donde el aire, según empezaba a sospechar, podría contener sólo el oxígeno suficiente y los gases requeridos para mantenerle vivo por algún tiempo; insectos tan grandes como ratones reptaban a su alrededor, y era muy probable que un insecto muerto mucho más pequeño se hubiese fundido con el tejido de uno de sus órganos internos; por añadidura, un psicópata, un gigante rubio con poderes sobrenaturales y cierta afición a la sangre le seguía la pista… y había miles de millones de probabilidades contra una de que viera otra vez a Julie, la besara, la tocara o admirara su sonrisa.

Una serie de vibraciones tremendas surgió de la nave y sacudieron el suelo, alrededor de Bobby. Los dientes le castañetearon y casi cayó.

Buscó un escondite. En el cráter no había nada que le permitiera ocultarse y en el llano nada a donde ir corriendo.

Las vibraciones cesaron.

No obstante la profunda sombra proyectada por la nave, Bobby pudo ver una horda de insectos idénticos comenzando a surgir de los orificios en las paredes del cráter, uno tras otro.

Aunque no se viera ninguna abertura en el vientre de la nave, una veintena de láseres, amarillos y blancos, azules y rojos, empezaron a explorar el suelo del cráter. Cada rayo tenía el diámetro de un dólar y se movía con independencia de los demás. A semejanza de reflectores, todos barrieron repetidas veces el cráter, unas veces con movimientos paralelos entre sí, y otras cruzándose unos con otros, en un despliegue que desorientó aún más a Bobby y le dio la sensación de haber sido sorprendido en el centro de unos silenciosos fuegos artificiales.

Recordó lo que le habían dicho Manfred y Gavenal sobre los adornos escarlatas en el borde del caparazón del bicho, y observó que los láseres blancos enfocaban sólo a los insectos y escudriñaban las marcas de alrededor de cada caparazón. Vio que un rayo blanco se detenía sobre el cuerpo roto de uno de los bichos que él había maltratado y, poco después, un rayo rojo se le unía para examinar los despojos. Luego, el rayo rojo saltó a Bobby, y dos o tres rayos de diferentes colores hicieron lo mismo.

Ahora, el fondo del cráter era un bullir continuo de insectos, tantos que Bobby no podía ver el suelo grisáceo ni la capa de diamantes expulsados sobre la que se movían. Se dijo que aquellos animales no eran bichos de verdad sino sólo máquinas biológicas concebidas por la misma raza que había construido la nave que fluctuaba sobre su cabeza. Pero eso no era un gran consuelo porque todos seguían pareciendo más bichos que máquinas.

Algunos de ellos reptaron por sus zapatos, pero ninguno intentó subir por sus piernas; él lo agradeció porque estaba seguro de que enloquecería si intentasen semejante cosa.

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