Ella se limitó a contestar:
– Él intentó matar a Bobby.
Sansón asintió.
– No digo que no admire a veces el salvajismo… un poco. Pero me debes una, tan cierto como que hay infierno.
– Conforme.
– A mí me debes más de una -dijo Burdock-. Este tipo presentará una denuncia. Puedes apostarte el trasero.
– ¿Denuncia por qué? -Preguntó Julie-. No tiene ninguna señal que yo sepa.
Los leves arañazos en la mejilla de Rasmussen estaban ya perdiendo color. Sudor, lágrimas y un temblor histérico eran las únicas pruebas de su calvario.
– Escucha -dijo Julie a Burdock-, él se derrumbó porque da la casualidad de que sé muy bien cuál es su punto flaco y dónde debo darle un pequeño toque, como quien corta un diamante. La cosa funcionó porque la basura, como él, piensa que todo el mundo es también basura, nos cree capaces de hacer lo que él haría en la misma situación. Si nuestros papeles estuviesen invertidos, yo no le sacaría los ojos jamás pero él podría sacarme los míos, por tanto él pensó que sin duda yo le haría lo que él me habría hecho a mí. Todo cuanto hice fue emplear sus aviesas maneras contra él. Cuestión de psicología. Nadie puede presentar una denuncia por la aplicación de un poco de psicología. -Y volviéndose hacia Bobby preguntó-: ¿Qué había en esos discos?
– El Whizard. Nada de datos triviales. La totalidad. Ésos tienen que ser los archivos que él duplicó. Hizo sólo una copia mientras yo le vigilaba. Y después de iniciado el tiroteo no tuvo tiempo de hacer otras copias.
Se oyó el timbre del ascensor y el número de su piso se encendió en el tablero. Cuando las puertas se abrieron, un detective de paisano a quien conocían, Gil Dainer, salió al vestíbulo.
Julie cogió el paquete de discos a Bobby y se lo entregó a Dainer.
– Aquí están las pruebas -dijo-. Todo el caso podría fundarse en ellas. ¿Te crees capaz de seguirle la pista?
Dainer sonrió.
– ¡Por Dios, señora, lo intentaré!
Capítulo 11
Frank Pollard (alias James Román, alias George Farris) registró el portaequipajes del Chevy robado, encontró unas cuantas herramientas en una bolsa de fieltro y empleó un destornillador para quitar la matrícula del coche.
Media hora más tarde, después de recorrer algunos de los barrios más altos e incluso más tranquilos de la brumosa Laguna, aparcó en una oscura calle secundaria y cambió las matrículas del Chevy por las de un Oldsmobile. Con un poco de suerte, el propietario de éste no se percataría del trueque hasta pasados dos o tres días, quizás incluso una semana o más, y cuando denunciara el hecho, el Chevy no coincidiría con ningún otro vehículo en una lista candente de la Policía y, por tanto, su conducción sería relativamente segura. En cualquier caso, Frank se propuso desembarazarse del coche a la noche siguiente y, una de dos, birlar otro o utilizar algo del metálico de la bolsa de cuero para comprar por la vía legal un automóvil nuevo.
Aunque estaba exhausto, no juzgó prudente registrarse en un motel. Las cuatro y media de la madrugada era una hora endiabladamente extraña para buscar habitación. Por añadidura, iba sin afeitar, su espeso pelo estaba greñudo y grasiento, y tanto los pantalones como la camisa de franela azul a cuadros tenían mucha suciedad y arrugas de sus recientes aventuras. Lo que menos le interesaba era llamar la atención. Así que decidió dormir unas pocas horas dentro del coche.
Continuó la marcha hacia el sur, hasta Laguna Niguel; aquí aparcó en una tranquila calle residencial, bajo la inmensa copa de un datilero. Se estiró cuanto pudo en el asiento trasero, sin espacio suficiente para las piernas ni almohada, y cerró los ojos.
Por el momento no tuvo miedo de su desconocido perseguidor porque se figuró que el hombre no estaría ya en los alrededores. Como había burlado a su enemigo, por lo menos temporalmente, no tenía necesidad de permanecer alerta por si una cara hostil aparecía de repente en la ventanilla. También consiguió arrinconar en la mente todos los interrogantes sobre su identidad y el dinero de la bolsa de cuero; se sentía tan fatigado y su proceso mental era tan borroso que cualquier intento para hallar soluciones a esos misterios resultaría infructuoso.
Sin embargo, le mantenía despierto el recuerdo de los extraños acontecimientos en Anaheim, pocas horas antes: las aciagas rachas de viento, la misteriosa música de flauta o algo parecido, las explosiones de ventanas y neumáticos, el fallo de frenos y volante…
¿Quién habría entrado en aquel apartamento detrás de la luz azul? ¿Sería quién la palabra adecuada… o resultaría más acertado preguntar qué había estado siguiéndole?
Durante su precipitada huida desde Anaheim a Laguna no había tenido sosiego para reflexionar sobre aquellos extraños incidentes, pero ahora no podía quitárselos de la cabeza. Intuyó que había sobrevivido a un encuentro con algo sobrenatural. O, peor todavía, presintió que él sabía de lo que se trataba… y que su amnesia era autoinducida por el deseo profundo de olvidar.
Al cabo de un rato, ni el recuerdo de aquellos sucesos preternaturales fue suficiente para mantenerlo despierto. Lo último que cruzó su cerebro amodorrado cuando se sumía en la marea del sueño, fue la frase de cuatro palabras que se le había ocurrido cuando recobró el conocimiento en el desierto callejón: luciérnagas en un vendaval…
Capítulo 12
Bobby y Julie llegaron a casa poco antes del amanecer, después de haber cooperado con la Policía en el escenario de los hechos, tomado medidas respecto a sus vehículos inutilizados y cambiado impresiones con los tres ejecutivos de la Decodyne que se presentaron sin tardanza. Un coche de la Policía los dejó ante su portal, y Bobby se alegró de ver otra vez el lugar. Vivían en la zona este de Orange, allí tenían una casa de estilo hispano de tres dormitorios que habían comprado dos años antes, fundamentalmente como inversión. Incluso de noche, la relativa modernidad del barrio se evidenciaba en el paisaje: ninguno de los arbustos se había desarrollado todavía definitivamente, y los árboles eran aún demasiado pequeños para llegar hasta las gárgolas de las casas.
Bobby abrió la puerta. Julie entró y él la siguió. El sonido de sus pisadas en el parqué del vestíbulo levantó ecos en las paredes desnudas de la sala contigua que, por estar completamente vacía, era buena prueba de que no se habían comprometido definitivamente con la casa. Con objeto de ahorrar dinero para realizar el Gran Sueño, habían dejado sin amueblar la sala, el comedor y dos dormitorios. Asimismo habían puesto una alfombra barata y varias cortinas todavía más baratas. No habían gastado ni un centavo en otras mejoras. Aquello era sólo una escala en la ruta, hacia el Gran Sueño, por lo cual no veían ningún motivo para derrochar fondos en la decoración.
¡El Gran Sueño! Así era como lo veían ellos, con g y s mayúsculas. Reducían todo lo posible sus gastos a fin de alcanzar el Gran Sueño. No gastaban mucho en ropa o vacaciones, ni compraban coches espectaculares. A fuerza de trabajo duro y determinación férrea estaban transformando Investigaciones Dakota amp; Dakota en una empresa importante, que más tarde pudieran vender con notables ganancias. Así que invertían una gran parte de sus beneficios en el negocio para hacerlo crecer. Para el Gran Sueño.
En la parte trasera de la casa, la cocina, el cuarto de estar y el pequeño rincón para el desayuno que los separaba estaban amueblados. Allí y en el dormitorio principal del segundo piso era donde hacían la vida cuando estaban en casa.
La cocina tenía baldosas españolas en el suelo, encimeras beige y armarios de roble oscuro. No se habían gastado ningún dinero en los accesorios decorativos pero la habitación daba impresión de comodidad porque había varios artículos de primera necesidad para una cocina funcional: una red llena de cebollas, varias cacerolas de cobre colgando de la pared, utensilios de cocina y frascos de especias. Tres tomates verdosos maduraban sobre el alféizar de la ventana.