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El hilo que faltaba en el suéter había pasado al pantalón caqui y a uno de los calcetines; las hebras del calcetín habían pasado al zapato del pie opuesto.

– ¿Qué sucede? -insistió Frank, más atemorizado que antes.

Bobby no quiso mirar hacia arriba por si descubría que algunos filamentos del zapato de cuero se habían incrustado en la cara de Frank y que la carne correspondiente de ésta estaba entrelazada por arte de magia con el punto del suéter. Se levantó y haciendo un esfuerzo se encaró con su cliente.

No había nada anómalo en su faz aparte de las oscuras ojeras, la palidez enfermiza compensada tan sólo por el enrojecimiento pasajero de los pómulos y el temor y la confusión que le daban un aire de persona atormentada. Ningún, ornamento de cuero. Ninguna hebra caqui cosida a sus labios.

Reprendiéndose a sí mismo en silencio por su desbordante imaginación, Bobby palmoteo la espalda de Frank.

– No ocurre nada. Todo va bien. Hay cosas que analizaremos más tarde. Vamos, marchémonos de aquí.

Capítulo 38

En brazos de las tinieblas, aspirando el aroma, de Chanel n.° 5, bajo las mismas mantas y sábanas que antaño calentaron a su madre y que él conservaba con unción, Candy dormitó y se despertó repetidas veces con un respingo, aunque no podía recordar pesadilla alguna.

Entre los intervalos de sueño espasmódico, rememoró el incidente en el desfiladero a primeras horas de aquella noche, cuando estaba cazando y sintió que una presencia invisible le ponía una mano sobre la cabeza. No había experimentado nunca nada semejante. Se sintió perturbado por aquel encuentro, no sabía a ciencia cierta si había sido amenazador o benigno, y ansiaba comprenderlo.

Primero se preguntó si no sería la presencia angélica de su madre cerniéndose sobre él. Pero descartó pronto tal explicación. Si su madre hubiese traspasado el velo entre este mundo y el otro, él habría reconocido su espíritu, su singular aura de amor, calor y compasión. Habría caído de rodillas bajo el peso de su mano fantasmal, y llorado de gozo por su visita.

Por un momento supuso que una de sus inescrutables hermanas o quizá las dos, poseedoras de un talento sin descifrar hasta ahora para el contacto psíquico, le habían tocado por razones desconocidas. Después de todo, ellas controlaban a sus gatos y parecían ejercer la misma influencia sobre otros animales pequeños. Tal vez pudieran penetrar también las mentes humanas. No quería que aquella pareja de fríos y pálidos ojos invadiera su intimidad. A veces, cuando las miraba, pensaba en serpientes, serpientes albinas y sinuosas, sigilosas y vigilantes, con propósitos tan extraños como cualquiera de, los que motivaban a los reptiles. La posibilidad de que ellas se introdujeran en su mente era escalofriante, incluso aunque no pudieran controlarle.

Pero entre una acometida y otra de sueño, desechó aquella idea. Si Violet y Verbina poseyeran tales facultades le habrían esclavizado mucho antes, tanto como esclavizaban a los gatos. Le habrían obligado a hacer cosas degradantes, obscenas; ellas no poseían su dominio sobre sí mismo en las cuestiones de la carne, pues, si pudiesen vivirían en una violación constante de los mandamientos fundamentales de Dios.

Él no podía comprender por qué su madre le había hecho jurar que las mantendría y protegería, como tampoco le resultaba comprensible que ella pudiera quererlas. Desde luego, la compasión que le habían inspirado esos viles retoños era un ejemplo más de su santidad. El perdón y la comprensión habían fluido de ella como las aguas cristalinas y frescas de un pozo artesiano.

Durante un rato, Candy dormitó. Cuando despertó otra vez con un respingo, contempló cómo la luz tenue del alba asomaba por los bordes de las persianas cerradas.

Sopesó la posibilidad de que la presencia en el desfiladero hubiese sido la de su hermano Frank. Pero esto era también improbable. Si Frank hubiese poseído facultades telepáticas habría encontrado algún medio para aplicarlas y destruirle hacía mucho. Frank tenía menos talento que sus hermanas y mucho menos que su hermano Candy.

Siendo así, ¿quién se le había aproximado dos veces en el desfiladero, presionándole en la mente? ¿Quién había emitido las palabras desconectadas que despertaban ecos en su cabeza?: ¿Qué… dónde… qué… por qué?

Anoche, había intentado captar la presencia por un conducto mental. Cuando ésta se evadió aprisa, se esforzó para que una parte de su conciencia se remontara con ella en la noche, pero fue incapaz de mantener la persecución en ese plano psíquico. Sintió, sin embargo, que podía ser capaz de desarrollar esa facultad.

Si aquella presencia tan poco deseada volvía alguna vez, intentaría anudarle un filamento de su pensamiento para seguirla hasta su origen. A sus veintinueve años, sus propias hermanas eran las únicas personas que había encontrado con lo que pudieran llamarse facultades psíquicas. Si alguien más allí fuera, en el mundo, tenía ese don, necesitaba averiguar quién era. Una persona semejante no nacida de su santa madre era una amenaza, un rival, un enemigo.

Aunque el sol más allá de las oscurecidas persianas no hubiera salido por completo, Candy supo que no podría volver a dormirse. Apartó de sí las sábanas, cruzó la oscura y abarrotada habitación con el aplomo de un ciego en un lugar familiar y entró en el cuarto de baño contiguo. Cerró con pestillo y se desnudó sin mirar el espejo. Orinó sin bajar la vista para no ver su aborrecible órgano. Cuando se duchó, se enjabonó y enjuagó tocando sus órganos sexuales sólo con la manopla de tela que él mismo se había hecho y que le protegía de toda la corrupción de la monstruosa y maligna carne de abajo.

Capítulo 39

Desde el hospital en Orange, todos fueron directamente a las oficinas en Newport Beach. Tenían mucho trabajo que hacer en beneficio de Frank, cuyos crecientes apuros les inducían a actuar con mayor urgencia que nunca Frank viajó junto a Hal y Julie se colocó detrás para poder ofrecer ayuda en caso de acontecimientos imprevistos durante el viaje.

Cuando llegaron a sus oficinas todavía vacías pues el personal de Dakota amp; Dakota tardaría aún un par de horas en aparecer, el sol había salido de entre las nubes. Una fina franja de cielo azul, cual una rendija bajo la puerta de la tormenta, era visible sobre el océano por el oeste. Cuando los cuatro entraban por el vestíbulo de recepción En su sanctasanctórum la lluvia cesó de improviso, como si una mano divina hubiese movido una palanca celestial; el agua dejó de caer sobre los amplios ventanales y se adhirió a ellos en forma de pequeñas gotas que despedían un brillo grisáceo como de mercurio a la luz de una mañana nublada.

Bobby señaló la abultada funda de almohada que acarreaba Hal.

– Lleva a Frank al cuarto de baño y ayúdale a ponerse la ropa que llevaba cuando le hicimos ingresar en el hospital. Luego examinaremos minuciosamente la ropa que lleva puesta ahora.

Mientras tanto, Frank había recuperado su equilibrio y casi toda su energía. No necesitó la ayuda de Hal. Pero en lo sucesivo, Julie y Bobby le pondrían escolta a todas partes. Debían tenerlo constantemente vigilado para no perderse ninguna de las claves que pudieran conducir a una explicación de sus súbitas desapariciones y reapariciones.

Antes de atender a Frank, Hal sacó las arrugadas ropas de la funda y dejó el resto de su contenido sobre la mesa de Julie.

– ¿Café? -preguntó Bobby.

– Con desesperación -respondió Julie.

Él fue a la gran despensa que daba al bar para poner en marcha una de sus dos máquinas Mr. Coffee.

Sentada ante su mesa, Julie vació la funda de la almohada. Contenía treinta fajos de billetes de cien dólares en paquetes sujetos con cintas de goma. Hojeó los bordes de diez fajos para asegurarse de que no había billetes de menos valor todos eran de cien. Eligió dos fajos al azar y los contó. Cada uno contenía cien billetes. Diez mil dólares. Cuando Bobby regresó con tazas y cucharillas, crema, azúcar y una cafetera caliente, todo en una bandeja, Julie había llegado a la conclusión de que éste era el mayor de los tres botines de Frank.

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