Habían deambulado tan raudos, haciendo paradas tan breves en cada lugar, de hecho cada vez más breves, que por un momento Bobby permaneció inmóvil en un rincón de su propio despacho con una expresión estúpida, antes de comprender dónde estaba y lo que debía hacer. Se soltó al instante de Frank y dijo:
– Detenlo ahora, detenlo aquí.
Pero mientras hablaba, Frank desapareció.
Al instante, Julie se le echó encima y le abrazó con tal fuerza que le hizo daño en las costillas. El devolvió su abrazo y la besó hasta quedar sin aliento. El pelo de ella olía a limpio y su piel exhalaba un aroma mucho más dulce de lo que Bobby podía recordar. Ojos brillantes y hermosos como nunca.
Aunque por naturaleza Clint no era muy aficionado a los extremos, puso una mano sobre el hombro de Bobby y exclamó:
– ¡Dios mío, cuánto celebro verte de vuelta! -Incluso se le quebró la voz-. Nos has tenido muy preocupados durante un rato.
Lee Chen le alargó un vaso de whisky con hielo.
– No lo hagas otra vez, ¿vale?
– No lo había planeado -respondió Bobby.
Jackie Jaxx, que ya había tenido bastante por una noche, dejó de ser el actor afectado y se llenó de aplomo.
– Escucha, Bobby, estoy seguro de que todo cuanto vas a contarnos será fascinante y de que tendrás un montón de anécdotas esotéricas, dondequiera que hayas estado, pero, por mi parte, no quiero escuchar nada de ello.
– ¿Anécdotas esotéricas? -exclamó Bobby.
Jackie movió la cabeza.
– No quiero oírlas. Lo siento. La culpa es mía, no tuya. Me gusta el negocio del espectáculo porque representa una vida reducida, ya sabes. Una porción pequeña del mundo real pero emocionante porque todo son brillantes colores y música estruendosa. No hay que pensar en el negocio del espectáculo, basta con serlo. Yo sólo quiero serlo, ¿sabes? Actuar, divertirme. Tengo opiniones, claro, opiniones pintorescas sobre todo lo existente, opiniones relacionadas con el espectáculo, pero no sé ni una maldita cosa y no quiero saber ni una maldita cosa, y estoy endiabladamente seguro de que no quiero saber nada sobre lo ocurrido esta noche, porque es el tipo de cosas que trastorna tu mundo, te hace curioso, te incita a pensar y muy pronto acabas siendo infeliz con las cosas que siempre te habían hecho feliz. -Alzó las manos como para atajar toda réplica y continuó-. Ahora, me voy de aquí.
Y así lo hizo un instante después.
Al principio, mientras contaba lo que le había sucedido, Bobby caminaba despacio por la habitación admirando los objetos ordinarios, maravillándose ante lo cotidiano y disfrutando de la solidez de las cosas. Puso una mano sobre la mesa de Julie y le pareció que no había nada en el mundo tan prodigioso como la modesta fórmica; todas aquellas moléculas de productos químicos alineadas en un orden perfecto, estable. Las litografías enmarcadas de los personajes de Disney, el mobiliario sencillo, la botella medio vacía de whisky, la florida planta pothos en una repisa, junto a la ventana, todas esas cosas fueron, de pronto, inestimables para él.
Bobby sólo había viajado durante treinta y nueve minutos. Necesitó casi el mismo tiempo para exponerles una versión sucinta de lo ocurrido. Había saltado fuera de la oficina a las 4.47 horas y había regresado a las 5.26 horas, pero había viajado lo suficiente, vía «teletransporte», para que le durara el resto de su vida.
En el sofá, con Julie, Clint y Lee agrupados a su alrededor, Bobby dijo:
– Quiero permanecer aquí, en California. No deseo ver París ni conocer Londres. Ya no. Quiero quedarme aquí, donde tengo mi butaca favorita, y dormir cada noche en una cama con la que estoy familiarizado.
– Y así será, maldita sea -terció Julie.
– … Conducir mi pequeño Samurai amarillo, y abrir un botiquín donde el Anacin y la pasta dentífrica y el lápiz estíptico, donde la Bactina y las vendas estén, exactamente, donde deben estar.
A las 6.15 horas, Frank seguía sin reaparecer. Durante el relato de aquellas aventuras nadie mencionó la segunda desaparición de Frank ni se preguntó en voz alta por su regreso aunque todos echaban ocasionales ojeadas a la butaca de la que había desaparecido y al rincón en donde se había hecho inmaterial por segunda vez.
– ¿Cuánto tiempo debemos esperarle aquí? -preguntó, por fin, Julie.
– No lo sé -respondió Bobby-. Pero tengo la sensación… la mala sensación…, de que esta vez Frank no recuperará el dominio sobre sí mismo, de que irá saltando de un lugar a otro, cada vez más aprisa, hasta que será incapaz de volver a componerse.
Capítulo 48
Cuando regresó directamente desde Japón a la cocina de la casa de su madre, Candy hirvió de cólera, y cuando vio a los gatos sobre la mesa en donde solía comer, su cólera se convirtió en furia incontenible. Violet estaba sentada en una silla ante la mesa y su siempre silenciosa hermana ocupaba otra silla junto a ella, pendiente de sus labios. Los gatos ronroneaban alrededor de sus sillas y sus pies, y cinco de los más grandes estaban sobre la mesa comiendo las migajas de jamón con que les alimentaba Violet.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó él.
Violet no se dignó reconocer su presencia con una palabra ni siquiera una ojeada. Su mirada estaba trabada con la de un morrongo gris oscuro que se sentaba tan erecto como la estatua de un gato en un templo egipcio, mordisqueando unas partículas de carne que ella le ofrecía en su pálida palma.
– Estoy hablándote -dijo, autoritariamente él.
Pero ella no contestó. Candy estaba harto de sus silencios, de su infinita impasibilidad. Si no fuera por la promesa que había hecho a su madre ya se habría nutrido de ella. Habían transcurrido muchos años desde que probó la ambrosia en las venas de su santa madre, y había pensado a menudo que, en cierto modo, la sangre de Violet y Verbina era la misma que había fluido por las arterias de Roselle. Se preguntaba cómo sabría la sangre de sus hermanas, y a veces había soñado con ello.
Inclinándose sobre Violet y mirándola fijamente mientras ella continuaba comunicándose con el gato gris, gritó:
– ¡Aquí como yo, maldita sea!
Violet siguió sin decir nada y Candy golpeó su mano haciendo saltar por los aires los trozos de jamón. También barrió de la mesa el plato de jamón, y sintió una enorme satisfacción al oír cómo se estrellaba contra el suelo.
Su furia dejó impávidos a los cinco gatos que estaban sobre la mesa, mientras que los numerosos felinos que se movían por el suelo escucharon sin alterarse el ruido estrepitoso de la porcelana rota.
Por fin, Violet volvió la cabeza y la ladeó hacia arriba para mirar a Candy.
Secundando a su ama, los gatos que había sobre la mesa volvieron también la cabeza para mirar altaneros, como si quisieran darle a entender el singular honor que le hacían al prestarle un mínimo de atención.
Esa actitud era también evidente en la desdeñosa mirada de Violet y en la leve sonrisa que curvó las comisuras de su jugosa boca. Más de una vez, le había parecido fulminante su mirada directa y al punto había apartado la vista, nervioso y confuso. Seguro de superarla en todos los aspectos, le dejaba perplejo su indefectible capacidad para derrotarle u obligarle a emprender una apresurada retirada, con sólo una mirada.
Pero esta vez sería diferente. Nunca se había sentido tan furioso como en aquel momento, ni siquiera siete años atrás cuando encontró el cuerpo ensangrentado y mutilado de su madre y averiguó que Frank había empuñado el hacha. Ahora, estaba más enfurecido porque la rabia antigua no había remitido jamás; se había ido acumulando durante todos aquellos años, alimentada por la humillación de sus repetidos fracasos al intentar poner las manos encima a Frank. Ahora, era una bilis negra que fluía por sus venas, bañaba los músculos de su corazón y nutría las células de su cerebro, donde se multiplicaban las visiones de venganza. Negándose a dejarse acobardar por su mirada, aferró su delgado brazo y la hizo saltar de la silla.