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– Aquello me desquició. No puedes imaginarte lo real que parecía. Suena demencial… pero aquel sueño era casi más real que la vida real. Al despertarme, sentí un miedo que no había sentido jamás. Tú estabas durmiendo y no quise despertarte. Tampoco te lo conté más tarde porque no vi la necesidad de inquietarte, y porque… bueno, me pareció infantil dar tanta importancia a un sueño. No he tenido ninguna otra pesadilla, pero desde entonces… viernes, sábado y ayer… he tenido ciertos momentos en que una extraña ansiedad me oprime, haciéndome pensar que tal vez algo malévolo venga para arrebatarte. Y, ahora, ahí fuera, en el despacho, Frank dijo estar mezclado con una cosa mala, una cosa mala de verdad, así fue como lo expresó, y al instante yo lo relacioné. Escúchame, Julie, quizás este caso sea esa cosa malévola con la que soñé. Quizá no debiéramos aceptarlo.

Durante unos instantes, ella miró al Bobby del espejo preguntándose qué hacer para darle ánimo. Por último, decidió que si sus papeles estaban invertidos debía tratar con él como Bobby lo hubiera hecho con ella en una situación similar. Bobby no recurriría a la lógica y la razón… que eran las herramientas de ella… pero la aliviaría y complacería hasta hacerle perder el canguelo.

En lugar de responder directamente a sus inquietudes, Julie dijo:

– Ya que aprovechamos este momento para desahogarnos, ¿sabes lo que me preocupa a mí? Tú forma de sentarte sobre mi mesa algunas veces, cuando estamos hablando con un posible cliente. En mi caso, y con algunos clientes, tendría sentido sentarme sobre la mesa llevando una falda corta y enseñando algo de pierna, porque mis piernas están muy bien, aunque sea yo quien lo diga. Pero tú no llevas nunca faldas, ni calzones, ni nada parecido y, de cualquier forma, tampoco tienes los remos adecuados.

– ¿Quién está hablando de mesas?

– Yo -dijo ella volviéndose del espejo para mirarle directamente-. Alquilamos un piso de siete habitaciones en vez de ocho para ahorrar dinero, y cuando el resto de la plantilla estuvo instalado quedó sólo un despacho para nosotros, lo que parecía pasable. Ahí hay espacio suficiente para dos mesas, pero tú dices que no quieres una. Las mesas son demasiado ceremoniosas para ti. Todo cuanto necesitas es un diván para tumbarte mientras telefoneas, según tú, y cuando llegan clientes te sientas sobre mi mesa.

– Julie…

– La fórmica es una superficie dura, casi indoblegable, pero tarde o temprano te pasarás tanto tiempo sentado sobre mi mesa que quedará marcada con la huella indeleble de tu trasero.

Como Julie no quería mirar al espejo él hubo de volverse para mirarla de frente.

– ¿Es que no has oído lo que he dicho sobre el sueño?

– Vamos, no te equivoques conmigo. Tienes un trasero muy salado, Bobby, pero no quiero su huella sobre la superficie de mi mesa. Los lápices se pasarían el tiempo rodando hacia esa depresión. El polvo se acumulará en ella.

– Pero, ¿a qué viene todo esto?

– Te advierto que estoy pensando en hacer instalar cordones eléctricos en mi mesa para poder electrizarla con la simple vuelta de una llave. Así que al sentarte en ella sabrás lo que experimenta una mosca cuando se posa sobre uno de esos artefactos electrónicos.

– Te estás poniendo imposible, Julie. ¿Por qué eres tan imposible?

– Frustración. Últimamente no he podido aplastar ni machacar a ningún tipo malo. Eso me hace irritable.

– ¡Eh, aguarda un minuto! -exclamó él-. No te estás poniendo imposible.

– Claro que no.

– Estás ocupando mi lugar.

– Exacto. -Julie le besó la mejilla derecha y le palmoteo la izquierda-. Ahora, volvamos ahí fuera y aceptemos el caso.

Dicho esto, Julie abrió la puerta y salió del lavabo.

Sonriendo para sí, Bobby masculló:

– Que me condenen si lo entiendo. -Y la siguió hacia el despacho.

Frank Pollard conversaba tranquilamente con Clint pero enmudeció y levantó la vista, esperanzado, al oírles entrar.

Las sombras se apiñaban en los rincones como monjes en sus claustros, y por alguna razón inexplicable el resplandor ambarino de las tres lámparas le recordó a Julie la luz titilante y misteriosa de los cirios votivos en una iglesia.

El charco de gemas escarlata brillaba todavía sobre la mesa.

El insecto seguía dentro del tarro en trance de muerte.

– ¿Le ha explicado Clint cuál es nuestra tarifa? -preguntó Julie a Pollard.

– Sí.

– Vale. Además necesitaremos diez mil dólares como anticipo para gastos.

Fuera, los relámpagos rasgaron el vientre de las nubes.

El cielo cárdeno se hendió y una lluvia fría tamborileó contra las ventanas.

Capítulo 26

Violet estaba despierta desde hacía más de una hora y durante casi todo ese tiempo había sido un halcón, remontándose a gran altura con el viento, disparándose hacia abajo de vez en cuando para causar una muerte súbita. El cielo abierto era casi tan real para ella como para el ave a la que personificaba. Se deslizó, impulsada por corrientes térmicas, el aire ofrecía poca resistencia a los deslizantes bordes delanteros de sus alas, sola entre las nubes bajas y grisáceas arriba y el mundo acurrucado abajo.

Percibía también el penumbroso dormitorio en donde su cuerpo y una porción de su pensamiento permanecían. Por lo general, Violet y Verbina dormían durante el día porque dormir por la noche equivalía a desperdiciar los mejores momentos. Ambas compartían una habitación en el segundo piso y una cama de matrimonio donde nunca las separaba más de un brazo de distancia, aunque, por lo general, dormían entrelazadas. Aquel lunes por la tarde, Verbina estaba todavía dormida, desnuda, boca abajo, con la cabeza apartada de su hermana, murmurando algo a ratos sobre su almohada. Su cálido costado se apretaba contra Violet. Ésta, aunque estuviera con el halcón, sentía el calor del cuerpo de su hermana, la piel suave, la respiración rítmica, las murmuraciones soñolientas y el olor inconfundible. También olía el polvo de la habitación, el tufo rancio de las sábanas largo tiempo sin lavar y a los gatos, por supuesto.

No olía sólo a los gatos, que dormían sobre la cama y en los alrededores del suelo o se tumbaban perezosos para lamerse, sino que vivía en cada uno de ellos. Mientras que una parte de su conciencia permanecía dentro de su propia carne pálida y otra parte se cernía con el depredador plumado, diversas facetas de ella moraban en cada uno de los gatos, ahora veinticinco después de que se fuera la pobre Samantha. Violet experimentaba el mundo mediante sus propios sentidos, mediante los del halcón y mediante los cincuenta ojos, veinticinco narices, cien patas y veinticinco lenguas de la manada. Podía oler los efluvios de su cuerpo no solamente con la nariz, sino también con las narices de todos los gatos: los leves residuos jabonosos del baño de la noche anterior; el grato y persistente aroma a limón del champú; la ranciedad que seguía siempre al sueño; la halitosis producida por los huevos crudos, las cebollas y el hígado crudo que había ingerido aquella mañana antes de irse a la cama con el sol naciente. Cada miembro de la manada tenía un olfato más sensible que el suyo, y cada uno percibía su aroma de forma diferente a la suya; los animales encontraban que su fragancia natural era extraña y, sin embargo, confortante, curiosa y, sin embargo, familiar.

Asimismo, podía ver, oír y sentir con los sentidos de su hermana, porque siempre estaba inesperadamente ligada a Verbina. Podía comunicarse aprisa y a voluntad con las mentes de otras formas de vida y desconectarse del mismo modo, pero Verbina era la única persona con quien lograba mantenerse unida. Era un nexo permanente que ambas habían compartido desde su nacimiento, y aunque Violet pudiera desentenderse del halcón o los gatos cuando lo deseaba, le era imposible desligarse de su gemela. Igualmente, podía controlar los cerebros de animales así como habitar en ellos, pero no el de su hermana. Su nexo no era el de marioneta y amo, sino algo especial y grato.

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