Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Apuesto lo que sea a que si esa cosa te pescara un dedo te lo cortaría -murmuró Bobby-. ¿Dijiste que estaba vivo, Frank?

– Cuando me desperté esta mañana, lo encontré arrastrándose sobre mi pecho.

– ¡Dios santo! -exclamó Bobby, palideciendo visiblemente.

– Estaba atontado.

– ¡Ah! ¿Sí? Pues parece tan rápido como una maldita cucaracha.

– Creo que se estaba muriendo -dijo Frank-. Grité y lo aparté de un manotazo. Cayó sobre el dorso en el suelo, pataleó débilmente durante unos segundos y luego se quedó inmóvil. Entonces cogí la funda de una almohada, lo puse dentro y la anudé para que no escapara por si estaba todavía vivo. Luego, descubrí las gemas en los bolsillos, así que compré dos tarros, uno para el bicho…, que, por cierto, no se ha movido desde que lo puse ahí, y por tanto imagino que estará muerto. ¿Han visto ustedes alguna vez algo parecido?

– No -respondió Julie.

– No, a Dios gracias -masculló Bobby. No se inclinó sobre el tarro para mirarlo de cerca como había hecho Julie. De hecho retrocedió un paso como si temiera que el bichejo pudiese salir bruscamente a través del cristal.

Julie cogió el tarro y lo hizo girar de modo que pudiese ver de frente al bicho. Su cabeza de satén negro era casi tan grande como una ciruela y estaba escondida a medias bajo el caparazón. Los ojos polifacéticos, de un amarillo sucio, estaban asentados altos, a ambos lados de la cabeza, y debajo de cada uno había lo que parecía ser otro ojo más pequeño que el de arriba, de un color rojizo azulado. Extraños dibujos de orificios minúsculos, seis extrusiones espinosas y tres mechones de pelos sedosos caracterizaban la suave y brillante superficie de aquella fisonomía aborrecible. Su boca pequeña, ahora abierta, era un orificio circular en donde ella creyó ver hileras de dientes, menudos pero agudos.

Mirando pasmado al ocupante del tarro, Frank dijo:

– No sé en qué diablos me he metido pero, sea lo que sea, es una cosa mala, una cosa mala de verdad. Y tengo miedo.

Bobby se crispó. Con expresión pensativa, hablando más bien para sí, murmuró:

– Una cosa mala…

Mientras devolvía el tarro a su sitio, Julie dijo:

– Aceptamos el caso, Frank.

– ¡Está bien! -exclamó Clint.

Apartándose de la mesa para encaminarse hacia el lavabo, Bobby dijo:

– Necesito verte a solas un momento, Julie.

Por tercera vez, ambos entraron juntos en el retrete, cerraron la puerta y pusieron en marcha el ventilador.

La cara de Bobby tenía el tono grisáceo de un retrato pintado al carbón; hasta sus pecas habían perdido el color. Ahora, sus alegres ojos azules mostraban cualquier cosa menos alegría.

– ¿Estás loca? -susurró-. ¡Le has dicho que aceptamos el caso!

Julie parpadeó, sorprendida.

– ¿Acaso no era eso lo que querías?

– No.

– ¡Ah! Entonces supongo que he oído mal. Debo de tener demasiada cera en los oídos. Compacta como el cemento.

– Probablemente, ése es un lunático peligroso.

– Quizá me convenga ir a un médico para que me haga una limpieza de oídos.

– Esa historia disparatada que el tipo se ha inventado es sólo…

Julie levantó la mano para interrumpirle a mitad de la frase.

– Atente a la realidad, Bobby. Él no imaginó ese bicho. ¿Y qué es esa cosa? Jamás he visto fotografías de algo semejante.

– ¿Qué me dices del dinero? Debe haberlo robado.

– Frank no es un ladrón.

– ¡Cómo! ¿Acaso te lo ha revelado Dios? Porque no hay otra forma de saberlo. Has conocido a Pollard hace poco más de una hora.

– Tienes razón -contestó ella-. Dios me lo ha dicho. Y yo escucho siempre a Dios, porque si no lo haces es muy probable que te envíe una plaga de voraces langostas o prenda fuego a tu pelo con un rayo. Escúchame. Frank está perdido, va a la deriva, y me da lástima. ¿Vale?

Por un momento la miró absorto, mordiéndose el pálido labio inferior, y luego dijo:

– Nosotros trabajamos bien juntos porque nos complementamos uno a otro. Tú eres fuerte donde yo soy débil, y viceversa. En muchos aspectos no nos asemejamos lo más mínimo, pero estamos obligados a permanecer juntos porque encajamos como las piezas de un rompecabezas.

– ¿Adonde vas a parar?

– Una cosa que nos hace diferentes pero complementarios es nuestra motivación. Este tipo de trabajo me conviene porque disfruto ayudando a la gente que está en un atolladero por causas ajenas a ella. Me gusta ver cómo triunfa el bien. Parezco un héroe de viñeta, pero eso es lo que siento. Por otra parte, tú pareces motivada sobre todo por el deseo de machacar a los malos. Bien es verdad que también me gusta ver cómo se retuercen y lloriquean los malos, pero no me interesa tanto como a ti. Y, desde luego, tú eres feliz ayudando a personas inocentes, pero en tu caso eso es secundario, va detrás de las contorsiones y el lloriqueo. Tal vez sea porque todavía te consume la rabia por el asesinato de tu madre.

– Mira, Bobby, cuando yo quiera psicoanálisis iré a una habitación cuyo mueble principal sea un diván… no un retrete.

Cuando Julie tenía doce años, su madre fue tomada como rehén en el asalto a un banco. Los dos malhechores estaban saturados de anfetaminas y tenían muy poco sentido común y compasión. Antes de que todo terminara, cinco de los seis rehenes murieron, y la madre de Julie no resultó la persona afortunada.

Volviéndose hacia el espejo, Bobby miró la imagen de ella como si le resultara incómodo encontrar directamente su mirada.

– Esto es a donde voy a parar: de repente, actúas como yo, y eso no es favorable, eso altera nuestro equilibrio, rompe la armonía de nuestra relación y esa armonía es lo que nos ha mantenido siempre vivos, triunfantes y vivos. Quieres aceptar este caso porque te fascina, excita tu imaginación» y porque quieres ayudar a Frank, que es digno de lástima. ¿Dónde está tu indignación habitual? Yo te diré dónde está. No la tienes porque, al menos en este momento, no hay nadie a quien atacar, no hay tipos malos. Está el individuo que, según él, le persiguió anoche, vale, pero no sabemos si es una persona real o un producto de la fantasía de Frank. Sin un sujeto malévolo en quien concentrar tu cólera y debía inducirte a dar este mismo paso, y eso era lo que estaba haciendo, pero ahora eres tú quien efectúa la inducción, y eso me preocupa. No es lo normal.

Julie le dejó divagar mientras sus miradas se cruzaban en el espejo y, cuando hubo terminado, dijo:

– No es ahí adonde vas a parar.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que todo cuanto has dicho es sólo humo. ¿Qué te preocupa de verdad, Robert?

Su imagen reflejada intentó sostener la mirada reflejada de ella.

Julie sonrió.

– Vamos, cuéntamelo. Nunca hay secretos entre nosotros.

El Bobby del espejo parecía una mala imitación del Bobby Dakota real. El Bobby real estaba lleno de vida, energía y buen humor. El Bobby del espejo tenía una faz grisácea, casi torva; la inquietud le había sorbido la vitalidad.

– ¡Robert! -le apremió ella.

– ¿Recuerdas el pasado jueves, cuando nos despertamos? -preguntó él-. Soplaba el viento de Santa Ana. E hicimos el amor.

– Lo recuerdo.

– E inmediatamente después de hacer el amor tuve la extraña y horrible impresión de que iba a perderte, de que algo ahí fuera, en el viento… llegaba para arrebatarte.

– Me lo contaste más tarde aquella noche, en el Ozzie's, cuando hablábamos de máquinas de discos. Pero el vendaval terminó y nada me arrebató. Aquí estoy.

– Aquella misma noche, la noche del jueves, tuve una pesadilla, un condenado sueño, más vivido de lo que puedas imaginar.

Entonces le contó lo de la pequeña casa en la playa, la máquina de discos alzándose sobre la arena, la tronante voz diciendo, ¡ LA COSA MALÉVOLA SE APROXIMA! ¡ LA COSA MALÉVOLA, LA COSA MALÉVOLA!, y el mar corrosivo que los había engullido a ambos, disolviendo su carne y arrastrando sus huesos hasta profundidades abismales.

32
{"b":"102306","o":1}