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Ella se sentó otra vez detrás de la mesa. Bobby se acomodó sobre ella dejando colgar las piernas.

Mientras Clint ponía en marcha la grabadora, Julie dijo:

– Óigame, Frank… Señor Pollard, antes de que continúe con su historia, me gustaría que respondiera a unas cuantas preguntas importantes. No obstante la sangre y los arañazos en sus manos, usted se cree incapaz de hacer daño a nadie, ¿no es así?

– Cierto. Excepto tal vez en defensa propia.

– Y no cree ser un ladrón, ¿verdad?

– No. No puedo… No me veo como un ladrón, ni mucho menos.

– Entonces, ¿por qué no ha recurrido a la Policía?

El hombre guardó silencio. Asió la bolsa abierta que sostenía sobre sus rodillas y escudriñó dentro como si Julie estuviese hablándole desde su interior.

Ella continuó:

– Porque si usted se tiene por un hombre inocente en todos los aspectos, la Policía está mejor dotada para ayudarle a averiguar quién es usted y quién le persigue. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que no está tan seguro de su inocencia como pretende. Usted sabe cómo hacer un puente en un coche, y aunque toda persona con aceptables conocimientos sobre automóviles pueda hacer ese truco, esto es, por lo menos, un indicio de experiencia criminal. Y luego está el dinero, todo ese dinero llenando bolsas. Usted no recuerda haber cometido crímenes, pero en el fondo de su corazón está convencido de haberlo hecho y por eso teme ir a los polis.

– Eso es parte del asunto -reconoció él.

– Espero que comprenda usted -dijo Julie- que si aceptamos su caso y descubrimos pruebas que le acusen de haber cometido un acto criminal, deberemos trasladar esa información a la Policía.

– Por supuesto. Pero me figuré que si iba primero a los polis, ellos no se molestarían en buscar la verdad. Desde el principio tomarían la determinación de considerarme culpable, incluso antes de que terminase de referirles mi historia.

– Cosa que nosotros no haríamos, por descontado -dijo Bobby. Y volviendo la cabeza lanzó una significativa mirada a Julie.

– En lugar de ayudarme -prosiguió Pollard-, buscarían por ahí algunos crímenes recientes para endosármelos.

– Ése no es el método de la Policía -aseguró Julie.

– ¡Claro que lo es! -dijo, malicioso, Bobby. Y bajando de la mesa empezó a pasear arriba y abajo desde el póster del tío Güito hasta el de Mickey Mouse-. ¿Acaso no la hemos visto hacer eso millares de veces en los telefilmes de televisión? ¿Acaso no hemos leído a Hammett y Chandler?

– Escuche, señor Pollard -dijo Julie-. Yo he sido agente de Policía…

– Y ello demuestra lo que digo -saltó Bobby-. Mira, Frank, si hubieses ido a los polis estarías ya a estas alturas fichado y procesado, convicto y condenado a una pena de mil años.

– Hay otra razón más importante para no ir a los polis. Ello equivaldría a hacerlo público. La Prensa sabría de mí y ansiaría de verdad pergeñar una crónica sobre ese pobre tipo con amnesia y sacos de dinero. Entonces, él sabría dónde encontrarme. Y no puedo arriesgarme a eso.

– ¿Quién es «él», Frank? -preguntó Bobby.

– El hombre que me perseguía la otra noche.

– Tal como lo has dicho, pensé que recordarías su nombre, que tendrías idea de una persona específica.

– No, no sé quién es. Ni siquiera estoy seguro de saber lo que es él. Pero sé que vendrá otra vez a por mí tan pronto como averigüe dónde estoy. Así, pues, debo mantenerme oculto.

Clint intervino desde el sofá:

– Será mejor que cambie la cinta.

Todos esperaron mientras él sacaba la cassete de la grabadora. Aunque fueran sólo las tres, el día declinaba hacia un falso crepúsculo apenas diferente del auténtico. La brisa a ras de suelo se esforzaba por equipararse con el viento que impulsaba las nubes en grandes altitudes; una niebla sutil se extendía desde el oeste pero sin mostrar los movimientos perezosos con que solían avanzar las nieblas, sino agitándose y arremolinándose como un fluido lechoso que parecía querer soldar la tierra con los nubarrones de las alturas.

Cuando Clint puso otra vez en marcha la grabadora, Julie dijo:

– ¿Fue eso el fin de todo, Frank? ¿Cuando despertó usted el sábado por la mañana, llevando ropa nueva, con la bolsa de papel repleta de dinero a su lado, sobre la cama?

– No. No fue el fin. -El interpelado alzó la cabeza pero no la miró. Dirigió la mirada más allá, hacia el temeroso día detrás de las ventanas, aunque parecía mirar algo mucho más distante que Newport Beach-. Tal vez no tenga fin jamás.

Con estas palabras sacó de la segunda bolsa, donde había guardado la ensangrentada camisa y la muestra de arena negra, un tarro como los que se emplean para conservar compota de fruta y verdura, con una sólida tapadera de cristal y la correspondiente junta de goma. El tarro estaba lleno de lo que parecían gemas sin tallar y de brillo apagado. Algunas, más pulidas que otras, lanzaban destellos.

Frank levantó la tapadera e inclinando el tarro dejó caer parte de su contenido sobre la superficie de fórmica que imitaba madera clara.

Julie se inclinó hacia delante.

Bobby se aproximó para verlo de cerca.

Las gemas de formas menos irregulares eran redondeadas, ovaladas o romboidales, algunos perfiles de cada piedra tenían curvas suaves y otros mostraban un biselado natural con numerosas y cortantes aristas. Otras gemas eran apelmazadas, dentadas y granulares. Había algunas tan grandes como uvas, y otras tan pequeñas como guisantes. Todas eran rojas, aunque con diversos tonos de color. Reflejaban poderosamente la luz, un charco de refulgencia escarlata sobre la pálida superficie de la mesa. Las gemas concentraban mediante sus prismas el resplandor difuso de las lámparas y proyectaban relucientes dardos carmesí hacia el techo y las paredes, cuyos azulejos esmaltados parecían quedar marcados por luminosas heridas.

– ¿Rubíes? -sugirió Bobby.

– No parecen exactamente rubíes -opinó Julie-. ¿Qué son, Frank?

– No lo sé. Podrían no ser valiosas siquiera.

– ¿Dónde las adquirió?

– El sábado por la noche, apenas podía conciliar el sueño. Sólo algunos minutos, a ratos. Me pasé el tiempo revolviéndome en la cama, despertándome tan pronto empezaba a dormitar. Tenía miedo del sueño. Y el sábado por la tarde no dormí la siesta. Pero ayer por la noche me sentía tan exhausto que no podía mantener por más tiempo los ojos abiertos. Dormí sin quitarme la ropa, y al despertar esta mañana, los bolsillos de mis pantalones estaban llenos de estas cosas.

Julie cogió una de las piedras más pulidas y, colocándola ante su ojo derecho en dirección a la lámpara más cercana, la miró al trasluz. Incluso sin tallar, el color y la claridad de la gema eran excepcionales. Tal vez fueran sólo semipreciosas, como sugería Frank, pero sospechó que debían de tener un valor considerable.

– ¿Por qué las conservas en un tarro? -preguntó Bobby.

– Porque hube de salir a comprar uno para guardar esto -contestó Frank.

Y sacando de la bolsa un tarro algo mayor lo colocó sobre la mesa.

Julie se volvió para mirarlo y se llevó tal sobresalto que dejó caer la gema. En el recipiente de cristal había un insecto casi tan grande como su mano. Aunque tenía unos élitros duros, como un escarabajo (de color negro profundo con manchas de un rojo sangre alrededor de todo el borde), la cosa de dentro del caparazón semejaba más una araña que un escarabajo. Tenía las ocho patas vigorosas y peludas de una tarántula.

– ¿Qué diablos es esto? -le imprecó gesticulando Bobby, que era algo entomofóbico. Ante cualquier insecto algo más agresivo que una mosca casera, llamaba a Julie para que lo capturara o matara mientras observaba la acción a distancia.

– ¿Está vivo? -preguntó Julie.

– Ahora, no -dijo Frank.

Dos patas delanteras, semejantes a pinzas de langosta en miniatura, se extendían desde la parte delantera del caparazón, una a cada lado de la cabeza, pero diferían de los apéndices de una langosta en que las pinzas estaban mucho más articuladas que las de cualquier crustáceo común. Recordaban algo a unas manos, con cuatro segmentos curvados y quitinosos, unidos en la base; los bordes tenían una sierra de feo aspecto.

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