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Hal se movió trazando un círculo, anduvo en zigzag con la intención de localizar la flauta. A decir verdad no le sonó como una flauta cuando la escuchó, atento; fue más bien como un viento fluctuante soplando a través de varios tubos, grandes y pequeños, trenzando juntos muchos sonidos vagos pero separados hasta formar un tejido sonoro que resultaba a la vez espeluznante y melancólico, lúgubre y amenazador. Se extinguió y retornó por tercera vez. Para sorpresa y desconcierto de Hal, la música atonal parecía surgir del espacio vacío sobre la cama.

Hal se preguntó si alguien del hospital oiría esta vez la flauta. Probablemente, no. Aunque la música sonara más fuerte ahora que al principio, seguía siendo tenue; de hecho, si hubiese estado dormido la misteriosa serenata no habría sido lo bastante sonora para despertarle.

Ante su vista, el aire sobre la cama centelleó. Por un momento le fue imposible respirar, como si la habitación se hubiese transformado en una campana neumática. Sus oídos parecieron a punto de estallar, como ante un cambio rápido de altitud.

El extraño sonsonete y la corriente se extinguieron a un tiempo, y Frank Pollard reapareció con tanta brusquedad como al desvanecerse. Quedó tendido de costado, con las rodillas recogidas hasta la barbilla, en postura fetal. Durante unos segundos pareció desorientado; cuando descubrió dónde estaba, aferró la barandilla de la cama y se aupó para sentarse. La piel de alrededor de los ojos parecía tumefacta y ennegrecida, pero el resto de las facciones mostraban una palidez terrible y la cara un brillo grasiento como si no fuera sudor, sino más bien unas gotas inconfundibles de aceite. Su pijama azul de algodón estaba arrugado, con manchas oscuras de sudor y suciedad.

– Sujéteme -dijo.

– ¿Qué diablos está ocurriendo aquí? -preguntó con voz quebrada Hal.

– Perdí el control.

– ¿Adonde fue usted?

– Por amor de Dios, ayúdeme. -Todavía aferrado con la mano derecha a la cama, Pollard alargó la izquierda, suplicante, a Hal-. Por favor, por favor…

Acercándose más a la cama, Hal le tendió la suya…

… y Pollard se esfumó, esta vez no sólo con un sonido silbante sino también con un alarido y un chirriante crujido de metal retorcido. La barandilla de acero inoxidable que agarraba con tanto ahínco se desprendió de la cama y se desvaneció con él.

Hal Yamataka miró pasmado las bisagras que habían unido la barandilla ajustable a la cama. Estaban retorcidas como si hubiesen sido de cartón. Una fuerza de increíble potencia había arrastrado a Pollard fuera de la habitación desgarrando el sólido acero.

Mirando todavía su mano extendida, Hal se preguntó qué le habría sucedido si hubiese agarrado a Pollard. ¿Habría desaparecido junto con aquel hombre? ¿Y, adonde? No a un lugar en donde quisiera hallarse: de eso estaba seguro.

O quizá sólo una parte de él se habría ido con Pollard. Quizá su cuerpo se hubiera descoyuntado por alguna articulación tal como lo ocurrido con la barandilla. Quizá su brazo se hubiera desgajado del hombro con un crujido casi tan estridente como el de las bisagras de acero, y quizás él se hubiera quedado gritando de dolor con la sangre brotando a borbotones de las venas cercenadas.

Retiró aprisa la mano como si temiese que Pollard pudiera reaparecer de repente y cogérsela.

Cuando rodeaba de nuevo la cama hacia el teléfono, temió que las piernas le fallaran. Las manos le temblaban tanto que casi dejó caer el auricular, y le costó lo suyo marcar el número del domicilio de los Dakota.

Capítulo 37

Bobby y Julie partieron hacia el hospital a las 2.45 horas. La noche parecía más oscura que de costumbre; ni las farolas ni los faros traspasaban por completo las tinieblas. Sábanas de lluvia caían con tal fuerza que parecían rebotar sobre el asfalto de las calles, como si fueran fragmentos sólidos de una bóveda a punto de desintegrarse que se extendiera a través de la noche.

Julie conducía porque Bobby estaba medio adormilado. Los párpados le pesaban, no cesaba de bostezar y sus pensamientos eran turbios. Se habían ido a la cama sólo tres horas antes de que Hal Yamataka les despertara. Si Julie tuviera que aguantar con esas horas de sueño podría hacerlo, pero Bobby necesitaba estar seis horas… u ocho, a ser posible, entre sábanas para funcionar bien.

Eso era una diferencia insignificante entre ellos, nada importante. Pero a causa de varias diferencias similares, Bobby sospechaba que Julie era más resistente que él, aunque él pudiera vapulearla diez veces de cada diez que se enfrentaban en lucha libre.

Chascó la lengua para sí.

– ¿Decías algo? -preguntó Julie.

– Es una locura darte cierta ventaja al reconocerlo, pero estaba pensando que eres más resistente que yo.

– Eso no es una novedad -dijo ella-. Siempre he sabido que soy más fuerte.

– ¡Ah! ¿Sí? Cuando luchamos, te vapuleo cada vez.

Julie sacudió la cabeza.

– ¡Qué pena me das! ¿De verdad crees que vencer a alguien más pequeño que tú te convierte en un macho?

– Me sería posible vencer a muchas mujeres más grandes que yo -le aseguró Bobby-. Y si son más viejas, podría eliminarlas en grupos de tres o cuatro. De hecho, si enviaras contra mí una docena de abuelas grandes, ¡me las llevaría por delante con una mano atada a la espalda! Y hablo de abuelas grandes -continuó-. No señoras menudas y frágiles. Abuelas robustas y sólidas, seis a la vez.

– Eso es impresionante.

– ¡Y que lo digas, maldita sea! Aunque una barra de hierro tal vez ayudase un poco.

Julie rió, y él hizo una mueca alegre. Pero ninguno de los dos podía olvidar adonde iban y por qué, y sus sonrisas dieron paso a expresiones ceñudas. Siguieron marchando en silencio. El zumbido de las escobillas del parabrisas, que debiera haber adormecido a Bobby, le mantenía, sin embargo, espabilado.

Por fin Julie preguntó:

– ¿Crees que Frank puede haberse esfumado delante de Hal tal como dice él?

– No recuerdo haber visto nunca a Hal mentir o dejarse llevar por la histeria.

Julie dobló a la izquierda en la siguiente esquina. Pocas manzanas adelante, más allá de las ondulantes cortinas de lluvia, las luces del hospital parecían parpadear y fluir cual un líquido iridiscente que hiciera parecer todo como el espejismo de un oasis fantasmal, reluciendo tras los velos de calor que se elevan de las arenas desérticas.

Cuando entraron en la habitación, Hal seguía plantado a los pies de la cama, cuya mayor parte estaba oculta por la cortina. No parecía haber visto sólo un espectro sino también haberlo abrazado y besado en sus glaciales y putrefactos labios.

– Gracias a Dios que habéis llegado -dijo, mirando más allá de ellos hacia el pasillo.

– La enfermera jefe quiere llamar a los polis para denunciar la desaparición de una persona…

– Ya hemos resuelto eso -dijo Bobby-. El doctor Freeborn le telefoneó y nosotros hemos firmado un documento eximiendo al hospital.

– Excelente -dijo Hal. Y mirando hacia la puerta añadió-: Hagamos esto tan privado como sea posible.

Después de cerrar la puerta, Julie se reunió con ellos a los pies de la cama.

Bobby observó las bisagras rotas y la desaparición de la barandilla.

– ¿Qué significa esto?

Hal tragó saliva a duras penas.

– Él estaba sujetando la barandilla cuando se esfumó… y eso desapareció en su compañía. No lo mencioné por teléfono, porque me figuré que me teníais por loco y añadir esto lo confirmaría.

– Cuéntanoslo ahora -dijo, aplacadora, Julie. Todos hablaban muy bajo, porque de otro modo la enfermera Fulgham entraría para recordarles que casi todos los pacientes de la planta estaban durmiendo.

Cuando Hal concluyó su relato, Bobby dijo:

– La flauta, la brisa peculiar… Eso es lo que Frank nos aseguraba haber oído después de recuperar el conocimiento aquella noche en el callejón, y por alguna razón inexplicable sabía que ello significaba la llegada de alguien.

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