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Parte de la suciedad que Hal había percibido en el pijama de Frank después de su segunda reaparición había quedado adherida a las sábanas. Julie cogió un pellizco de ella.

– No es suciedad, exactamente.

Bobby examinó los granos en las yemas de sus dedos.

– Arena negra.

– ¿Frank no ha vuelto a aparecer tras desvanecerse con la barandilla? -preguntó Julie a Hal.

– No.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Dos o tres minutos después de las dos. Más o menos.

– Es decir, aproximadamente hace una hora y veinte minutos -dijo Bobby.

Los tres guardaron silencio mientras miraban los soportes de los que había sido arrancada la barandilla. Fuera, una ráfaga de viento proyectó lluvia contra la ventana, con fuerza suficiente para hacerla sonar como si algunos bromistas del Día de Difuntos lanzaran puñados de maíz.

Por fin Bobby miró a Julie.

– ¿Qué hacemos ahora?

Ella parpadeó.

– A mí no me lo preguntes. Este es mi primer caso en el que interviene la brujería.

– ¿Brujería? -murmuró, nervioso, Hal.

– Es una forma de hablar -le tranquilizó Julie.

«Tal vez», pensó Bobby. Y dijo:

– Debemos suponer que volverá antes del amanecer, quizás un par de veces, y tarde o temprano se quedará definitivamente. Esto debía de ser lo que le sucedía cada noche cuando dormía; éste es el viaje que no recordaba cuando despertaba.

– Viaje… -murmuró Julie. En aquellas circunstancias, esa palabra corriente parecía tan exótica y llena de misterio como ninguna otra del vocabulario.

Con mucha cautela para no despertar a los pacientes, los tres cogieron dos butacas más de otras habitaciones a lo largo del pasillo.

Hal se sentó muy tenso contra la puerta cerrada de la habitación 638 para impedir que cualquier miembro del hospital irrumpiera de improviso. Julie se sentó a los pies de la cama, y Bobby se apostó junto al lado donde había todavía barandilla, el más próximo a la ventana.

Desde su butaca, Julie no necesitaba más que volver un poco la cabeza para ver a Hal. Cuando miraba hacia el otro lado, podía ver a Bobby. Pero como la cortina estaba corrida por el lado de la cama al que faltaba la barandilla, Hal y Bobby no podían verse el uno al otro.

Se preguntaba si Hal se asombraría al ver lo aprisa que Bobby se quedaba dormido. Hal seguía aturdido por lo que había sucedido, y Julie, aunque sólo conocía de oídas la mágica desaparición de Frank, se mostraba anhelante y nerviosa…, esperando la oportunidad de presenciar el mismo número de magia. Bobby, hombre de considerable imaginación con un sentido infantil de lo portentoso, estaría, probablemente, más emocionado que ella o Hal por aquellos acontecimientos; por añadidura, a causa de su aciago presentimiento, él sospechaba que aquel caso iba a estar lleno de sorpresas, algunas muy desagradables, y esos sucesos sin duda le alarmaban. No obstante, pudo recostarse sobre el brazo poco mullido de su butaca, dejar caer la barbilla sobre el pecho y dormitar. No se dejaría vencer nunca por la tensión nerviosa. A veces, su sentido de las proporciones, su capacidad para dar una perspectiva favorable a cualquier cosa, parecía sobrehumana. Cuando dos o tres años antes la canción de Bobby McFerrin Don't Worry, Be Happy constituyó un éxito, Julie no se sorprendió de que a su Bobby le enamorara: la tonadilla había terminado siendo su himno personal. Al parecer, él lograba serenarse a fuerza de voluntad, y Julie admiraba esa cualidad.

A las 4.40, cuando Bobby había dormido ya muy tranquilo casi una hora, le contemplaba con una admiración que se transformó muy pronto en envidia insana. Sintió el impulso de dar una patada a su butaca y hacerle volcar con ella. Sin embargo, se reprimió por sospechar que él se limitaría a bostezar y enroscarse de costado para continuar su sueño, incluso más cómodo sobre el suelo, con lo cual su envidia se haría tan devoradora que se vería obligada a matarle en su lugar de reposo. Se vio a sí misma declarando ante el tribunal: Sé que el asesinato es condenable, señor juez, pero él estaba demasiado repanchingado para vivir.

Una cascada de notas suaves, casi melancólicas, descendió del aire frente a ella.

– ¡La flauta! -exclamó Hal saltando de su butaca con la rapidez de un grano de maíz estallando en una sartén caliente.

Simultáneamente un soplo de aire frío, sin ningún origen aparente, recorrió la habitación.

Poniéndose en pie, Julie susurró:

– ¡Bobby!

Le sacudió por el hombro y él se despertó justo cuando la música atonal se extinguía y el aire volvía a permanecer estático.

Bobby se frotó los ojos con las palmas de las manos y bostezó.

– ¿Qué ocurre?

Apenas hubo dicho eso, la obsesionante música se dejó oír otra vez, tenue pero más fuerte que antes. A decir verdad, no era música sino ruido. Y Hal tenía razón: si se prestaba atención se podía comprobar que no era una flauta.

Julie dio un paso hacia la cama.

Hal abandonó su puesto ante la puerta y le puso una mano en el hombro para detenerla.

– Ten cuidado.

Frank había hablado sobre tres, quizá cuatro trinos separados de la falsa flauta y otros tantos revuelos del aire antes de que el señor Luz Azul apareciese siguiéndole el rastro aquella noche, en Anaheim; y Hal había observado que los tres episodios habían precedido a cada una de las reapariciones de Frank. Sin embargo, no cabía esperar que esos fenómenos concomitantes siguieran una rutina inmutable, pues cuando la segunda efusión de notas inarmónicas se extinguió en el éter de donde había venido, el aire sobre la cama centelleó como si se hubiesen lanzado puñados de pálidas lentejuelas para hacerlas flotar en cálidas corrientes ascendentes, y, de súbito, Frank Pollard apareció sobre las revueltas sábanas.

Los tímpanos de Julie parecieron estallar.

– ¡Por todas las vacas sagradas! -exclamó Bobby. Y esto fue, precisamente, lo que Julie esperaba oírle decir.

Por su parte, Julie fue incapaz de hablar.

Frank Pollard se sentó jadeante en la cama. La piel de alrededor de los legañosos ojos parecía irritada. Un sudor agrio le resbalaba por el rostro para enterrarse en su barba.

El hombre sujetaba una funda de almohada medio llena con algo; un extremo estaba retorcido y cerrado con un trozo de cuerda. Él la soltó, dejándola caer por el lado de la cama donde faltaba la barandilla; el choque contra el suelo fue el de una cosa blanda.

Cuando habló, su voz fue ronca y extraña.

– ¿Dónde estoy?

– Estás en el hospital, Frank -respondió Bobby-. Todo va bien. Ahora te encuentras donde debes estar.

– Hospital… -murmuró Frank, saboreando la palabra como si la oyera y pronunciase por primera vez. Miró en torno suyo, a todas luces desconcertado; seguía sin saber dónde estaba.

– No me dejéis desli…

Se esfumó a mitad de la frase. Un breve silbido acompañó a su abrupta partida, como si el aire de la habitación se escapara por una punción en la piel de la realidad.

– ¡Maldita sea! -exclamó Julie.

– ¿Dónde está su pijama? -preguntó Hal.

– ¿Cómo?

– El llevaba zapatos, pantalón caqui, camisa y suéter -dijo Hal-. Pero la última vez que le vi, hace un par de horas, llevaba puesto el pijama.

En el otro extremo de la habitación la puerta empezó a abrirse pero tropezó con la butaca de Hal. La enfermera Fulgham asomó la cabeza por la rendija. Miró la butaca y luego dirigió la mirada a Julie y Hal, después a Bobby, quien había avanzado hasta los pies de la cama para atisbar más allá de sus dos asociados y la cortina medio corrida.

Tal vez los tres disimularan muy mal su asombro ante la desaparición de Frank, pues la mujer frunció el ceño y preguntó:

– ¿Qué está ocurriendo aquí?

Julie cruzó presurosa la habitación mientras Grace Fulgham apartaba a un lado la butaca y abrió del todo la puerta.

– Nada de particular. Acabamos de hablar por teléfono con uno de nuestros agentes que dirige la búsqueda, y éste nos dice haber encontrado a alguien que vio al señor Pollard hacia el anochecer. Por consiguiente, sabemos ya el camino que sigue, y ahora encontrarlo será sólo cuestión de tiempo.

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