Fogarty observaba todo desde su butaca, alarmado pero no lo bastante para levantarse; y Bobby saltó del sofá empuñando una pistola, pero Candy no se preocupó de ninguno de los dos. Dedicaba toda su atención a Frank, que se había levantado de su butaca y parecía dispuesto a desaparecer de allí camino de Punaluu y Kyoto y otra veintena de lugares.
– ¡No lo hagas, Frank! -le dijo, amenazador-. No huyas. Ya va siendo hora de que ajustemos cuentas, va siendo hora de que pagues por lo que hiciste a nuestra madre. Ven a casa, acepta el castigo de Dios y pon fin a esto ahora, esta noche. Yo voy hacia allá con esta perra. Como ella intentó ayudarte, supongo yo, no querrás verla sufrir.
El marido pareció dispuesto a hacer una locura; ver a Julie en su poder le desquiciaba a todas luces. Buscó un ángulo de tiro para dispararle sin tocar a la mujer; tal vez se arriesgara a darle en la cabeza aunque él estuviera agazapado detrás de su presa. ¡Iba siendo hora de marcharse!
– Ven a casa -le dijo a Frank-. Entra en la cocina, déjame terminar con esto en tu lugar y yo la dejaré marchar. Pero si no vienes dentro de cinco minutos, colocaré a esta perra sobre la mesa y ahí tendré mi cena. Frank. ¿Quieres que me sirva de alimento, Frank, después de haberte ayudado tanto?
Candy creyó oír un disparo mientras salía de allí. En cualquier caso fue tardío. Se volvió a materializar en la cocina de la casa de Pacific Hill Road, con Julie Dakota apresada todavía en el gancho de su brazo.
Capítulo 56
Sin preocuparse ya por el peligro de tocar a Frank, Bobby le agarró por la chaqueta y le empujó contra las persianas de anchos listones de la ventana de la biblioteca.
– Ya le has oído, Frank. No huyas. No huyas esta vez o me aferraré a ti para no soltarte jamás. Te juro por Dios que lamentarás no haber puesto el cuello bajo el hacha de Candy en lugar de la mía. -Golpeó a Frank contra la persiana para subrayar sus palabras y oyó detrás de él la risa maliciosa de Lawrence Fogarty.
Percibiendo terror y confusión en los ojos de su cliente, Bobby comprendió que sus amenazas no surtirían el efecto deseado. De hecho, las amenazas servirían sólo para aterrorizarle hasta el extremo de hacerle huir, por mucho que quisiera ayudar a Julie. Y lo que era peor, al optar por la violencia como primer recurso no estaba tratando a Frank como persona sino como carne, confirmando así el perverso código que había presidido la vida del corrupto médico, lo que le resultaba casi tan intolerable como perder a Julie.
Así, pues, soltó a Frank.
– Lo siento. Créeme, lo siento. Enloquecí un poco.
Escrutó los ojos del hombre buscando algún indicio de que en aquel cerebro lesionado quedaba suficiente inteligencia para establecer algún dato. Vio miedo, un miedo terrible e intenso, y vio una soledad que casi le hizo llorar. Vio también una mirada perdida no muy diferente a la que había observado a veces en los ojos de Thomas cuando le llevaban de excursión desde Cielo Vista al «mundo exterior», como decía él.
Pensando que quizás hubieran transcurrido ya dos minutos del plazo de quince impuesto por Candy e intentando conservar la calma a pesar de todo, Bobby cogió la mano derecha de Frank, la volvió con la palma hacia arriba y, con un esfuerzo, tocó la cucaracha muerta que ahora se había fundido con la carne blanca y blanda del hombre. El insecto parecía crujiente y rasposo al tacto, pero no dejó entrever su repugnancia.
– ¿Te duele esto, Frank? ¿Este insecto, mezclado aquí con tus propias células?
Frank le miró, absorto. Por último, sacudió la cabeza de un lado a otro.
Alentado por aquel comienzo de diálogo, Bobby tocó suavemente la sien derecha de Frank, notando los bultos de las piedras preciosas como forúnculos sin reventar o tumores cancerosos.
– ¿Y aquí te duele, Frank? ¿Sientes algún dolor?
– No -respondió Frank. Y Bobby sintió que su corazón se animaba con aquel avance hacia la respuesta articulada.
Bobby se llevó la mano al bolsillo del pantalón, sacó un Kleenex doblado y, con gran delicadeza, limpió la saliva que brillaba todavía en la barbilla de Frank.
El hombre parpadeó y su mirada pareció aclararse.
A espaldas de Bobby, todavía arrellanado en el sillón de cuero, quizá con un vaso de whisky en la mano y seguramente luciendo su irritante sonrisa, Fogarty dijo:
– Quedan doce minutos.
Bobby hizo caso omiso del médico. Sosteniendo la mirada de su cliente y tocándole todavía la sien, dijo, con mucha calma:
– Has tenido una vida muy dura, ¿verdad? Tú eras el hermano normal, el más normal de todos, y cuando eras niño siempre querías adaptarte a la escuela, cosa que ni tus hermanas ni tu hermano lograrían jamás. Luego, necesitaste mucho tiempo para comprender que tu sueño no se realizaría nunca, que no te adaptarías, porque por muy normal que fueses comparado con el resto de tu familia, seguías proviniendo de esa casa maldita, de ese pozo negro que había hecho de ti un intruso eterno para otras personas. Tal vez éstas no vieran la mancha en tu corazón, no percibieran los recuerdos tenebrosos dentro de ti, pero tú veías y recordabas, y te sentías indigno por el horror que era tu familia. Sin embargo, también eras un intruso en casa, demasiado sano para adaptarte a su ambiente, demasiado sensible para soportar esa pesadilla. Así que has estado solo toda tu vida.
– Toda mi vida -replicó Frank-. Y siempre lo estaré.
Por el momento, el hombre no parecía dispuesto a viajar. Bobby habría apostado cualquier cosa.
– Yo no puedo ayudarte, Frank. Nadie puede hacerlo. Ésa es la cruda verdad. Pero no quiero mentirte. No recurriré a la persuasión ni a la amenaza.
Frank no dijo nada pero sostuvo su mirada.
– Diez minutos -dijo Fogarty.
– Lo único que puedo hacer por ti, Frank, es mostrarte un medio para dar significado a tu vida de una vez, un medio para terminarla con sentido y dignidad y, quizás, encontrar paz en la muerte. Se me ha ocurrido una idea, un medio que te permitiría matar a Candy y salvar a Julie. Si puedes hacer eso te irás siendo un héroe. ¿Querrás venir conmigo y escucharme, Frank? ¿No permitirás que muera Julie?
Frank no dijo que sí, pero tampoco que no. Bobby decidió atenerse a la falta de una respuesta negativa para sacar ánimos.
– Debemos ponernos en marcha, Frank. Pero no intentes el «teletransporte» hasta la casa porque perderás el control y saldrás disparado hacia el infierno y regresarás un centenar de veces. Iremos en mi coche. Podemos estar allí dentro de cinco minutos.
Bobby cogió de la mano a su cliente. Se empeñó en agarrar la que tenía la cucaracha incrustada esperando que Frank recordara su temor a los bichos y percibiera que su deseo de superar esa fobia era una prueba de su sinceridad.
Los dos atravesaron la habitación hacia la puerta.
Levantándose de su sillón, Fogarty dijo:
– Sepan que van en busca de su muerte.
Sin mirar al médico, Bobby contestó:
– Bien, me parece que usted fue en busca de la suya hace muchas décadas.
Él y Frank salieron a la lluvia y quedaron empapados poco antes de llegar al coche.
Ya detrás del volante, Bobby miró su reloj. Faltaban ocho minutos.
Se preguntó por qué aceptaba la palabra de Candy sobre el cumplimiento del plazo impuesto, por qué estaba tan seguro de que aquel lunático no había desgarrado ya la garganta de Julie.
Las alcantarillas se desbordaron y un viento súbito arrebató madejas de lluvia, cual tejido plateado, ante sus faros.
Mientras recorrían las calles barridas por la tormenta y giraban hacia el este en dirección a la Pacific Hill Road, Bobby explicó que, mediante su inmolación voluntaria, Frank podría librar al mundo de Candy y reparar el mal causado por su madre, tal como había querido hacer, pero sin éxito, cuando enarboló el hacha contra ella. Fue un concepto simple. Bobby lo repitió varias veces en los pocos minutos que duró su recorrido antes de hacer alto ante la herrumbrosa verja de hierro.