Capítulo 28
Candy tenía uno de esos días en los que no podía aceptar que su madre estuviese muerta. Esperaba encontrarla cada vez que cruzaba un umbral o doblaba una esquina. Creía oír su mecedora en la sala y a ella tarareando para sí mientras tricotaba una nueva colcha, pero cuando acudía allí para mirar, la mecedora estaba cubierta de polvo y decorada con colgaduras de telarañas. Hubo un instante en que corrió a la cocina esperando verla con una bata floreada y encima un delantal blanco con chorreras, dejando caer cucharadas de pasta para galletas o quizás haciendo un pastel pero, por supuesto, no estaba allí. En un momento de gran agitación emocional, Candy corrió escaleras arriba, seguro de encontrar a su madre en la cama, pero cuando irrumpió en la habitación, recordó que ahora era «su» habitación y que ella la había abandonado para siempre.
Más tarde, para sacudirse aquel talante extraño y desconcertante, marchó hacia el patio trasero y se plantó ante su solitaria tumba, en el rincón noreste de la gran propiedad. Hacía siete años que la había enterrado allí bajo un solemne cielo invernal similar al que solía ocultar el sol, con un halcón trazando círculos allá arriba tal como otro lo hacía ahora. Había abierto la fosa, había envuelto su cuerpo en sábanas perfumadas con Chanel n.° 5 y lo había hecho descender con gran secreto porque los entierros en propiedades privadas no registradas como cementerios particulares estaban prohibidos por la ley. Si hubiese permitido que se la sepultara en otra parte, tendría que haber ido a vivir allí con ella, pues no habría podido soportar una larga separación de sus restos mortales.
Candy se dejó caer de rodillas.
Con el paso de los años, el montículo original se había ido afirmando hasta que su tumba estaba ahora marcada por una leve hondonada. Allí, la hierba era rala, sus tallos ásperos y tiesos, diferentes del césped restante, cosa que no podía explicarse; incluso en los meses que siguieron a su sepelio, la hierba no había florecido sobre ella; ninguna lápida recordaba su tránsito; y aunque el patio trasero estaba protegido por un seto muy alto, no podía arriesgarse a atraer la atención sobre su sepultura ilegal.
Mirando fijamente la tierra ante sus ojos, Candy se preguntó si una lápida le ayudaría a aceptar su muerte. Si viera cada día su nombre y la fecha de su fallecimiento grabados en una plancha de mármol, aquella visión imprimiría la pérdida en su corazón de forma lenta pero constante y le ahorraría días como aquel, en que le perturbaban un extraño olvido y una esperanza que jamás sería colmada.
Se tendió sobre la tumba y torció la cabeza para pegar una oreja a la tierra, casi como si esperara que ella le hablara desde su subterránea morada. Apretando el cuerpo contra la dura tierra, anheló poder sentir la vitalidad que ella irradiara antaño, la energía singular que había surgido de ella como el calor de la puerta abierta de un horno…, pero no sintió nada. Aunque su madre había sido una mujer especial, Candy comprendía lo absurdo que era esperar, después de siete años, que su cadáver irradiara ni siquiera una leve sombra del amor que le había prodigado cuando estaba viva; no obstante, sufrió una grave decepción al comprobar que sus huesos sagrados no emitían ni la más sutil aura a través de la tierra.
Lágrimas candentes le quemaron los ojos, e intentó contenerlas. Pero un leve rugido de trueno conmovió el cielo y gruesas gotas comenzaron a caer, y desde aquel instante la tormenta y las lágrimas fueron incontenibles.
Ella yacía sólo a unos dos metros bajo su cuerpo… Candy sentía la necesidad apremiante de abrirse paso hasta su morada. Sabía que su carne se habría deteriorado, que encontraría sólo huesos arropados por una mucosidad vil de origen impensable, pero quería abrazarla y dejarse abrazar, incluso aunque hubiera de disponer los brazos esqueléticos alrededor de él en un abrazo simulado. Llegó a arrancar la hierba y coger unos cuantos puñados de tierra. Sin embargo, unos sollozos espasmódicos le sacudieron muy pronto, hasta agotarle y dejarle demasiado débil para luchar por más tiempo contra la realidad.
Ella estaba muerta.
Se había ido.
Para siempre.
Cuando la lluvia fría arreció, martilleando su espalda, fue como si oscureciera su dolor abrasador y le infundiera un odio glacial en su lugar. Frank había matado a su madre; él debía pagar con su vida ese crimen. Pero tumbarse sobre una sepultura fangosa y llorar como un niño no le ayudaría a consumar su venganza. Por fin, Candy se levantó y permaneció con las manos apretadas a ambos lados dejando que el turbión arrastrara consigo el barro y el dolor que le anegaban.
Prometió a su madre ser más diligente y despiadado en la persecución de su asesino. La próxima vez que encontrara el rastro de Frank no lo perdería.
Levantando la vista hacia el cielo ahogado entre nubes y dirigiéndose a su madre en aquel cielo, exclamó:
– ¡Encontraré a Frank, lo mataré, lo aplastaré! ¡Vaya si lo haré! ¡Le machacaré el cráneo, haré papilla su aborrecible cerebro y lo haré correr por el desagüe!
La lluvia pareció traspasarle y llegarle glacial hasta la médula, haciéndole estremecerse.
– Y si alguien alza una mano para ayudarle, yo se la cortaré. Arrancaré los ojos a quienes miren con simpatía a Frankie. Juro que lo haré. Y cortaré la lengua de cualquier bastardo que diga palabras amables de él.
Súbitamente, la lluvia cayó con fuerza arrolladora, aplastando la hierba, crepitando en las hojas del cercano roble, haciendo murmurar a las eugenias. Le fustigó la cara, obligándole a contraer los ojos, pero él no bajó la vista del cielo.
– Si ha encontrado a alguien que le muestre afecto, le apartaré de él tal como él te apartó de mí. Los abriré en canal, les chuparé la sangre y tiraré sus restos al vertedero como basura.
Durante los últimos siete años había hecho muchas veces aquellas mismas promesas, pero ahora las hizo otra vez con mayor apasionamiento.
– ¡Como basura! -repitió, apretando los dientes.
Su ansia de venganza no era menos feroz de lo que había sido el día de su asesinato, siete años atrás. El odio que profesaba a Frank era tal vez más implacable que nunca.
– ¡Como basura!
Un hachazo de luz hendió el contuso cielo. Por un instante, una larga y zigzagueante laceración abrió el vientre de las oscuras nubes que, momentáneamente, no le parecieron nubes sino el cuerpo sobremanera extraño y palpitante de algún ser deífico, y a través de la carne rasgada por el rayo creyó atisbar el resplandeciente misterio del más allá.
Capítulo 29
Clint temía la temporada lluviosa en la California meridional. La mayor parte del año era seca, y en la sequía pertinaz de la pasada década los inviernos se habían caracterizado por pocas tormentas. Cuando la lluvia cayó por fin, los nativos parecieron haber olvidado cómo conducirse bajo ella. Mientras las alcantarillas se desbordaban, el tráfico embotelló las calles. Las carreteras fueron aún peor; semejaban estaciones para lavar coches, infinitamente largas, cuyas cintas transportadoras se hubiesen roto.
Mientras la luz grisácea se extinguía con lentitud en aquella tarde de lunes, Clint se dirigió primero hacia los Laboratorios Palomar, en Costa Mesa. Estos eran un enorme edificio de cemento y una sola planta, a una manzana de la avenida Bristol, por el oeste. Su sección médica analizaba muestras de sangre, frotis Pap y hacía biopsias, entre otras cosas, pero realizaba también análisis de toda especie con muestras industriales y geológicas.
Clint dejó el Chevy en el aparcamiento adyacente. Avanzó a saltos entre los profundos charcos llevando una bolsa de plástico del supermercado Von's, e inclinando la cabeza contra la fustigante lluvia entró, goteando por todas partes, en la pequeña antesala de la recepción.