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Vio luz en una de las habitaciones. Abrió despacio la puerta y se aventuró a mirar adentro.

Clint acababa de colocar a la mujer sobre la cama de matrimonio y le bajaba las faldas hasta las rodillas mientras Candy le observaba. Todavía empuñaba el revólver.

Por segunda vez en menos de una hora, Candy oyó sirenas lejanas acercándose en la noche. Probablemente, los vecinos habrían telefoneado a la Policía después de oír el tiroteo.

Clint le vio en el umbral pero no alzó el arma. Tampoco dijo nada y la expresión de su estoico rostro permaneció inalterable. Parecía un sordomudo.

Candy se sintió nervioso e inseguro al observar el extraño comportamiento del hombre. Pensó que había bastantes probabilidades de que Clint hubiese vaciado el cargador en la cocina, incluso aunque él se hubiese «teletransportado» fuera de allí al recibir el segundo balazo. Era muy probable que él hubiera disparado todas las balas dejándose dominar por la rabia, el miedo o lo que quiera que sintiese. No podía haber llevado a la mujer hasta el dormitorio y cargado otra vez el arma durante el minuto en que Candy había estado ausente, lo que significaba que podía caminar sin ningún riesgo hasta el tipo y arrebatarle el arma.

Sin embargo, Candy permaneció en el umbral. Cualquiera de aquellos dos disparos podía haberle dado en pleno corazón. Su poder interno era grande pero no podía aplicarlo con la suficiente rapidez para vaporizar una bala.

En lugar de tratar de alguna forma con Candy, el hombre le volvió la espalda, rodeó la cama hasta el otro lado y se tendió junto a la mujer.

– ¿Qué diablos significa esto? -exclamó Candy.

Clint cogió la mano de la muerta. Con la otra mano empuñó el revólver. Volvió la cabeza sobre la almohada para mirarla y sus ojos brillaron con lo que podían ser lágrimas reprimidas. Luego, se aplicó el cañón del arma bajo la barbilla y apretó el gatillo.

Candy quedó tan consternado que por un momento fue incapaz de moverse o pensar en lo que debía hacer a continuación. Le sacó de su parálisis el ulular de las sirenas; entonces, comprendió que la pista desde Thomas a Bobby y Julie, quienesquiera que fuesen éstos, podía terminar allí si no descubría qué nexo tenía con ellos el hombre muerto sobre la cama. Si quería averiguar quién había sido Thomas, cómo había conocido su nombre Clint y cuántos más lo conocían, si quería saber el peligro que corría y cómo podía librarse de él, no debía desperdiciar esta oportunidad.

Corrió a la cama, hizo rodar el cadáver del hombre y sacó la cartera del bolsillo de sus pantalones. La abrió y vio el carné de investigador privado. Al lado, en otro compartimiento de plástico, vio la tarjeta comercial de Dakota amp; Dakota.

Candy rememoró una vaga imagen de las oficinas de Dakota amp; Dakota, que le había venido en la habitación de Thomas cuando consiguió la visión de Clint gracias al álbum de recortes. Vio unas señas en la tarjeta. Y debajo del nombre de Clint Karaghiosis, los nombres en letra menuda de Robert y Julie Dakota.

Fuera, las sirenas se extinguieron. Alguien aporreó la puerta de entrada. Dos voces gritaron:

– ¡Policía!

Candy tiró la cartera a un lado y cogió el arma de la mano del muerto. Abrió el cilindro. Era un arma de cinco disparos y todas las recámaras estaban ocupadas con las vainas vacías. Clint había disparado cuatro balas en la cocina, pero incluso en aquel momento de furia vengativa había tenido suficiente dominio sobre sí mismo para reservarse la última bala.

– ¿Sólo a causa de la mujer? -inquirió, desconcertado, Candy como si el hombre muerto pudiera contestarle-. ¿Porque ya no podías obtener amor sexual de ella? ¿Por qué tiene tanta importancia el sexo? ¿Es que no podías obtenerlo de otra mujer? ¿Por qué eran tan importantes las relaciones sexuales con ésta, hasta el punto de no querer vivir sin ellas?

Los agentes siguieron aporreando la puerta. Alguien habló por el megáfono, pero Candy no prestó atención a lo que decía.

Dejó caer el arma y se limpió la mano en los pantalones porque se sintió sucio de pronto. El hombre muerto había manejado el arma y parecía haber estado obsesionado con el sexo. Sin duda, el mundo era un pozo negro de lujuria y libertinaje. Candy celebró que Dios y su madre le hubiesen librado de ese deseo enfermizo que parecía infectar a casi todo el mundo.

Tras esas reflexiones, abandonó la casa de los pecadores.

Capítulo 53

Hal Yamataka estaba arrellanado en el sofá, con un trozo de pizza en una mano y la novela de MacDonald en la otra, cuando oyó el sonido hueco y aflautado. Dejó caer ambas cosas y se levantó de un salto.

– ¿Frank?

La puerta entornada se movió despacio, no porque alguien la empujara sino porque una corriente súbita soplando desde la sala de recepción fue lo bastante fuerte para moverla.

– ¿Frank? -repitió Hal.

Mientras cruzaba la habitación, el sonido se extinguió y la corriente cesó. Pero cuando alcanzó el umbral, las notas sin melodía se dejaron oír otra vez, y una ráfaga de viento le alborotó el pelo.

A la izquierda estaba la mesa de la recepcionista, vacía a esa hora del día. Enfrente de esa mesa, la puerta que daba al descansillo utilizado también por las empresas de la misma planta, y que estaba cerrada. La otra puerta, en el extremo más alejado de la sala rectangular, estaba también cerrada; conducía al vestíbulo interior de las oficinas Dakota amp; Dakota con el que comunicaban otras seis estancias, incluida la sala de ordenadores, en donde Lee trabajaba todavía, y un cuarto de baño. El pitido y el viento no podían haberle llegado por aquellas puertas cerradas; por tanto, su origen se hallaba, evidentemente, en la recepción.

Dando unos pasos hasta el centro de la habitación, Hal miró expectante a su alrededor.

– Frank -repitió. Pues percibió por el rabillo del ojo que un hombre había aparecido junto a la puerta que daba al descansillo, a su derecha y casi por detrás de él.

Pero cuando se volvió, vio que no era Frank. Aunque el viajero era un desconocido, Hal lo reconoció al instante. ¡Candy! No podía ser nadie más, porque era el hombre que Bobby había descrito por haberlo visto en la playa de Punaluu y cuya descripción le había transmitido Clint.

Hal era bajo y ancho, y no podía recordar ningún caso en su vida en que hubiera sucumbido a la intimidación física de otro hombre. Candy era veinte centímetros más alto que él, pero Hal se había desembarazado de hombres todavía más altos. Candy era a todas luces un mesomorfo, uno de esos tipos destinados desde su nacimiento a tener una fuerte estructura ósea rellena de sólidos paquetes musculares, incluso aunque hagan poco ejercicio o ninguno; por añadidura, no le eran desconocidos los penosos ritos y la disciplina de la barra con pesas y el potro. Pero Hal tenía también un cuerpo mesomórfico y era tan coriáceo como un trozo de vaca congelada. Así, pues, no le intimidaron ni la estatura ni los músculos de Candy. Lo que le asustó fue el aura de demencia, furor y violencia que aquel hombre irradiaba, con tanta intensidad como un cadáver putrefacto despedía el hedor de la muerte.

Tan pronto como el hermano de Frank apareció en la habitación, Hal venteó su ferocidad demencial con tanta precisión como un perro sano detectaría el extraño olor de uno rabioso, y actuó de acuerdo con ello. Como no llevaba puesto los zapatos ni tenía pistola ni veía al alcance nada que pudiese utilizar como arma, dio media vuelta y corrió hacia el despacho de los jefes, donde, según sabía, había una pistola Browning de 9 mm escondida en la cara inferior de la mesa de Julie, como seguro contra lo imprevisto. Hasta entonces, nadie había utilizado esa arma.

Hal no era un mago de las artes marciales como su formidable apariencia y sus rasgos étnicos hubieran hecho suponer a cualquiera, pero sabía algo de Tai Kwan Do. El problema era que sólo un loco hubiera recurrido a alguna de las artes marciales como primera defensa contra la embestida de un toro.

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