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Alcanzó la puerta antes de que Candy, agarrándole por la camisa, intentara levantarlo del suelo. La camisa se rasgó por las costuras, dejando al demente con un puñado de tela.

Pero Hal perdió el equilibrio. Entró a trompicones en el despacho y chocó con la gran butaca de Julie, que ocupaba todavía el centro de la habitación con las cuatro sillas colocadas en semicírculo frente a ella, como Jackie Jaxx había requerido para la sesión de hipnosis con Frank. Se agarró a la butaca de Julie para sostenerse, y ésta, que tenía ruedas, rodó malamente por la alfombra pero lo suficiente para deslizarse bajo su presión.

El psicópata cayó sobre él oprimiéndole contra la butaca y ésta contra la mesa. Luego, con puños macizos que se dejaron sentir como cabezas de martinetes, le descargó una lluvia de golpes en la boca del estómago.

Hal, que tenía las manos abajo, quedó indefenso por un momento, pero las apretó uniendo los pulgares hacia arriba y las proyectó entre los brazos de Candy consiguiendo golpearle la nuez. El golpe fue lo bastante fuerte para que Candy se ahogara con su propio grito de dolor, mientras las uñas de Hal rasgaban la carne del loco hasta la barbilla.

Asfixiándose, incapaz de respirar con su dolorido y espasmódico esófago, Candy se tambaleó hacia atrás llevándose ambas manos a la garganta.

Hal se apartó de la butaca por no acosó a Candy. Pues el golpe que le había asestado equivalía a sacudir con un matamoscas el hocico de aquel toro arremetedor. Una carga inspirada con excesiva confianza habría terminado sin duda con una cornada definitiva. Asi pues dolorido todavía por los golpes en la barriga y con el sabor agrio de la pizza en la garganta, Hal optó por rodear velozmente la mesa y echar mano a la Browning de 9mm.

La mesa era grande y por tanto las dimensiones del hueco destinado a las rodillas eran también considerables. No sabía a ciencia cierta donde estaba guardada la pistola y no quería agacharse para mirar, porque si lo hacía perdería de vista a Candy. Por consiguiente deslizo la mano de izquierda a derecha por la cara inferior de la mesa y luego profundizó e hizo lo mismo por el otro lado.

Justo cuando tocaba la culata de la pistola, vio que Candy levantaba ambas manos con las palmas hacia fuera como si supiera que Hal había encontrado un arma y dijera “No dispares, me rindo”, pero cuando Hal soltó la Browning de la abrazadera metálica, descubrió que Candy no tenía la menor intención de rendirse, las palmas del demente difundieron una luz azul.

Repentinamente la pesada mesa semejó una balsa de troncos sujetos con alambre en una película de duendes. Cuando Hal alzaba el arma, la mesa le golpeó y le impelió hacia atrás hasta comprimirle contra la espaciosa ventana. Pero como la mesa era más ancha que la ventana, sus extremos tropezaron con la pared, y eso le impidió salir despedida a través del cristal.

Sin embargo, el caso de Hal fue distinto. Quedó en el centro de la ventana, y el alfeizar muy bajo le mordió las corvas de modo que nada impidió su zambullida. Por un instante las persianas Levolor, parecieron lo bastante fuertes para sostenerlo, pero fue solo una ilusión, el la arrastró consigo a través del cristal y hacia la noche, dejando caer la Browning, sin haberla disparado siquiera.

Le sorprendió lo que duraba una caída de 6 pisos aunque no fuera un recorrido tan enorme pero si mortal. Tuvo tiempo para maravillarse de la lentitud con que se alejaba la ventana iluminada de la oficina, para pensar en las personas que había querido y en los sueños jamás consumados, tiempo para observar las nubes que habían reaparecido con el crepúsculo y desprendían ligeras gotas de lluvia. Su último pensamiento fue para el jardín que tenía detrás de su pequeña casa, en Costa Mesa, donde cuidaba un arríate florido durante todo el año, que le hacía disfrutar de cada momento: la suave y exquisita textura de los pétalos de color coral intenso, y en sus bordes una sola gota de rocío matinal, reluciendo…

Candy empujó a un lado la pesada mesa y se asomó por la ventana del sexto piso. Una ascendente corriente fría lamió el costado del edificio y le fustigó la cara.

El hombre descalzo yacía abajo boca arriba, sobre un ancho paseo de cemento, iluminado por el resplandor ambarino de un foco decorativo. Estaba rodeado de cristales rotos, restos de persiana metálica y un charco de su sangre, que se agrandaba por momentos.

Tosiendo, encontrando todavía cierta dificultad en aspirar aire a fondo y apretándose la maltrecha garganta, Candy se sintió consternado por la muerte del hombre. A decir verdad, no por el hecho en sí sino por la falta de oportunidad. Por lo pronto, había querido interrogarle para averiguar quiénes eran Bobby y Julie y cuál su relación con el psíquico Thomas.

Y cuando había aparecido en la recepción, el hombre le había tomado por Frank y había pronunciado el nombre de Frank. La gente de Dakota amp; Dakota estaba relacionada de una forma u otra con Frank… ¡sabían todo sobre su capacidad para el «teletransporte»!, y, por tanto, sabría dónde encontrar al desalmado matricida.

Candy supuso que aquella oficina tendría la respuesta para algunas de sus preguntas por lo menos, pero le preocupaba que la Policía, acudiendo por la caída del hombre muerto, le obligara a partir apresuradamente sin darle tiempo a desenterrar toda la información que necesitaba. Las sirenas eran la música de fondo de las aventuras de aquella noche.

Sin embargo, las sirenas no se dejaron oír. Tal vez le acompañase la suerte; tal vez nadie hubiese presenciado la caída del hombre. Era improbable que hubiese alguien trabajando en alguna de las demás empresas de aquel edificio comercial; después de todo, eran ya las nueve menos diez. Quizá los conserjes estuviesen limpiando suelos o vaciando papeleras, pero podían no haber oído lo suficiente para justificar una investigación.

El hombre había caído a plomo hacia la muerte sin protestar demasiado, lo que no dejaba de ser sorprendente. No había gritado. Sólo un momento antes del impacto había habido un conato de alarido, demasiado breve para atraer la atención. La explosión del cristal y el tintineo de la persiana habían causado bastante ruido pero todo había terminado antes de que nadie pudiera localizar la fuente del sonido.

Una calle de cuatro carriles rodeaba el centro comercial de Fashion Island y también servía a los edificios de oficinas que, como éste, se alzaban en su periferia. Sin embargo, al parecer no circulaba por ella ningún coche cuando cayó el hombre.

Ahora, aparecieron dos por la izquierda, uno detrás de otro. Ambos pasaron sin reducir la velocidad. Una hilera de arbustos entre la acera y la calzada impedía que los automovilistas vieran el cadáver. El anillo de edificios de oficinas del espacioso complejo era, evidentemente, una zona que no atraía por la noche a los peatones, de modo que el hombre muerto podía pasar inadvertido hasta la mañana siguiente.

Candy miró los restaurantes y almacenes que había al otro lado de la calle, a unos trescientos o cuatrocientos metros de distancia. Unas cuantas personas, empequeñecidas por la lejanía, se movían entre los coches aparcados y las entradas de las tiendas. Ninguna parecía haber visto nada… y, de hecho, no habría sido tan fácil ver pasar volando a un hombre vestido de oscuro por delante de un edificio no menos oscuro, y tan sólo durante unos segundos antes de que la gravedad acabara con él.

Candy se aclaró la garganta, respingó de dolor y escupió hacia el hombre muerto abajo.

Notó el sabor de la sangre. Esta vez era la suya.

Apartándose de la ventana inspeccionó la oficina mientras se preguntaba si podría encontrar allí las respuestas que buscaba. Si lograba localizar a Bobby y Julie Dakota, podrían explicarle la telepatía de Thomas y, aún más importante, entregarle a Frank.

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