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Thomas se tumbó sobre el colchón y se tapó la cabeza con las sábanas para no ver la noche más allá de la ventana y para que nada allí fuera pudiera verlo.

Capítulo 34

Walter Havalow, el hermano superviviente de la señora Farris y heredero de su modesto legado, vivía en un barrio más rico que el de los Phan, pero era más pobre en cortesía y buenos modales. Su casa de estilo Tudor en Villa Park tenía ventanas de cristal esmerilado cuya luz pareció cálida y acogedora a Julie, pero Havalow permaneció plantado en la entrada y no les invitó a pasar, ni siquiera después de haber examinado sus carnets de detectives.

– ¿Qué desean ustedes?

Havalow era alto, barrigudo, con un pelo rubio y ralo y un bigote tupido, mitad rubio, mitad rojizo. Sus penetrantes ojos de color avellana le señalaban como hombre inteligente, pero eran fríos, vigilantes, calculadores…, los ojos de un contable de la mafia.

– Como le he explicado -dijo Julie-, los Phan nos dijeron que usted podría ayudarnos. Necesitamos una fotografía de su difunto cuñado, George Farris.

– ¿Por qué?

– Bueno, como le he dicho, por ahí va un hombre haciéndose pasar por el señor Farris, y es el protagonista del caso que nos ocupa.

– No puede ser mi cuñado. Él ha muerto.

– Sí, lo sabemos. Pero el carné de identidad falsificado de ese impostor es muy bueno, y tener una foto del verdadero George Farris nos serviría de gran ayuda. Siento no poder revelarle nada más. Si lo hiciera violaría la intimidad de nuestro cliente.

Havalow dio media vuelta y les cerró la puerta en las narices.

Bobby miró a Julie y dijo:

– El señor Sociabilidad.

Julie llamó otra vez al timbre.

Al cabo de un momento, Havalow abrió la puerta.

– ¡Qué!

– Comprendo que nos hemos presentado sin anunciarnos -dijo Julie, esforzándose por ser cordial-, y me disculpo por esta intromisión, pero una foto de su…

– Me disponía a buscar esa fotografía -contestó, impaciente, él-. La tendría ahora mismo en la mano si no hubiese usted llamado al timbre. -Dicho esto dio media vuelta de nuevo y cerró la puerta por segunda vez.

– ¿Será el hedor de nuestros cuerpos? -se preguntó Bobby.

– ¡Qué idiota!

– ¿Crees que volverá de verdad?

– Si no lo hace echaré la puerta abajo.

Tras ellos, la lluvia goteaba desde el alero que cubría los últimos metros del camino, y el agua gorgoteaba en el desagüe…, sonidos fríos.

Havalow reapareció con una caja de zapatos llena de instantáneas.

– Mi tiempo es valioso. Ténganlo presente si quieren mi cooperación.

Julie reprimió sus peores instintos. La descortesía la irritaba sobremanera. Quiso hacer saltar la caja por los aires, cogerle una mano y retorcerle el dedo índice tanto como pudiera, forzando así el nervio digital de la palma y tensando simultáneamente los nervios radial y mediano del dorso, de modo que el hombre cayera de rodillas. Luego, según imaginaba, una rodilla le golpearía bajo la barbilla, a lo que seguiría un hachazo contundente sobre la nuca y una patada bien dirigida a su blando y protuberante vientre…

Havalow rebuscó dentro de la caja y sacó una Polaroid que mostraba a un hombre y una mujer sentados ante una mesa campestre de secoya en un día soleado.

– Estos son George e Irene.

Incluso a la luz amarillenta de la lámpara del porche, Julie pudo ver que George Farris había sido un hombre alto y huesudo, con un rostro enjuto y alargado, justo el tipo físico menos parecido a Frank Pollard.

– ¿Por qué hay alguien que pretende hacerse pasar por George? -preguntó Havalow.

– Estamos tratando con un posible criminal que utilizaba muchos carnets de identidad falsificados -explicó-. George Farris es sólo una de esas identidades. Sin duda el nombre de su cuñado fue elegido al azar por el falsificador de documentos que ese individuo empleó. A veces los falsificadores usan los nombres y las señas de personas fallecidas.

Havalow frunció el ceño.

– ¿Cree usted posible que ese hombre que utiliza el apellido de George sea el mismo individuo que mató a Irene, mi hermano y mis dos sobrinas?

– No -respondió, sin dilación, Julie-. No estamos tratando con un asesino. Sólo con un estafador, un timador.

– Además -terció Bobby-, ningún asesino se asociaría a los crímenes cometidos por él obteniendo un carné de identidad a nombre del marido de su víctima.

Havalow miró fijamente a Julie con la clara intención de determinar lo que le estaban ocultando y preguntó:

– ¿Es cliente suyo ese individuo?

– No -mintió Julie-. Timó a nuestro cliente y éste nos ha contratado para que sigamos su rastro y le obliguemos a resarcirle.

– ¿Podemos quedarnos con esta foto, señor?

Havalow titubeó. Continuó mirando a Julie.

Bobby le entregó la tarjeta comercial de Dakota amp; Dakota.

– Le devolveremos la foto. Aquí tiene nuestra dirección y número de teléfono. Comprendo su resistencia a perder una foto de familia, máximo cuando su hermana y su cuñado están muertos, pero si…

– ¡Quédensela, diablos! George no me inspira sentimiento alguno. Jamás pude soportarle. Siempre pensé que mi hermana había sido una loca al casarse con él.

– Gracias -dijo Bobby-. Nosotros…

Havalow dio un paso hacia atrás y cerró la puerta.

Julie llamó al timbre.

– No lo mates, por favor -pidió Bobby.

Gruñendo con impaciencia, Havalow volvió a abrir la puerta.

Bobby se interpuso entre Julie y Havalow y mostró el permiso de conducir falsificado con el nombre de George Farris y la fotografía de Frank.

– Una cosa más, señor, y desapareceremos de su vida.

– Me atengo a un horario muy estricto -dijo Havalow.

– ¿Ha visto usted alguna vez a este hombre?

– Cara pastosa, facciones blandas. Hay millones como él en cien kilómetros a la redonda, ¿no le parece?

– ¿Y no lo ha visto nunca?

– ¿Acaso es usted retrasado mental? ¿O es que necesito deletreárselo? No. No lo he visto jamás.

Recuperando el carné, Bobby dijo:

– Gracias por concedernos una parte de su tiempo y…

Havalow cerró la puerta. De golpe.

Julie alargó la mano hacia el timbre.

Bobby se la cogió.

– Hemos conseguido todo lo que buscábamos.

– Quiero…

– Sé lo que quieres -replicó Bobby-, pero torturar a un hombre hasta la muerte está prohibido en California.

La hizo apartarse de la casa y volver a la lluvia.

De nuevo en el coche, Julie exclamó:

– ¡Maldito bastardo maleducado y engreído!

Bobby hizo arrancar el motor y puso en marcha las escobillas del parabrisas.

– Nos detendremos en el centro comercial, compraremos uno de esos osos Teddy gigantes y le escribiremos encima el nombre Havalow para que te distraigas sacándole las entrañas. ¿Vale?

– ¿Quién diablos se cree que es?

Mientras Julie fulminaba la casa con la mirada, Bobby se alejó de ella.

– El es Walter Havalow, chiquita, y necesita ser él mismo hasta la muerte, un castigo mucho peor que el que puedas infligirle.

Pocos minutos después, cuando salieron de Villa Park, Bobby entró en el aparcamiento del supermercado Ralph y aparcó allí el Toyota. Apagó los faros y detuvo el movimiento de las escobillas, pero dejó el motor en marcha para que les diera calor.

Había pocos coches delante del supermercado. Charcos tan grandes como piscinas reflejaban las luces de las tiendas.

– ¿Qué hemos averiguado? -preguntó.

– Que aborrecemos a Walter Havalow.

– Sí, pero ¿hemos averiguado algo que esté relacionado con el caso? ¿Es sólo una coincidencia el hecho de que Frank haya estado usando el nombre de George Farris y, por otra parte, la familia Farris haya sido degollada?

– No creo en coincidencias.

– Tampoco yo. Pero sigo sin creer que Frank sea un asesino.

– También yo, aunque cualquier cosa sea posible. Sin embargo, lo que dijiste a Havalow es cierto… Si Frank hubiese matado a Irene y a todos los demás de la casa no llevaría consigo el carné falsificado que le relaciona con esos hechos.

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