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Cuando el cordel mental estuvo todo enrollado, Thomas se apartó de la ventana jadeando. Oía los martillazos de su corazón. Notaba un sabor nauseabundo en la boca. El mismo sabor que tenía cuando se mordía la lengua sin querer, y también cuando el dentista le hurgaba adrede los dientes. Sangre.

Mareado y asustado, se sentó en la cama y encendió sin tardanza la lámpara. Cogió un pañuelo de papel de la caja que había en la mesilla de noche y escupió en él. Miró para ver si había sangre. No la había. Sólo saliva.

Probó otra vez. Nada de sangre.

Thomas supo lo que eso significaba. Había estado demasiado cerca de la «cosa malévola». Quizás incluso dentro de ella, sólo por un instante. El desagradable sabor no era el mismo que la «cosa malévola» paladeaba rasgando con sus dientes un alimento vivo, palpitante. El no tenía sangre en la boca, sólo sabor a sangre. Pero eso era una mala señal; ahora no se trataba de morderse la lengua ni de sufrir la extracción de un diente, porque cuando lo saboreó no era su propia sangre.

Aunque hacía bastante calor en la habitación, Thomas empezó a temblar y no pudo dejar de hacerlo.

Candy merodeaba por los desfiladeros presa de una necesidad apremiante, haciendo salir a diversos animales silvestres de sus madrigueras y nidos. Estaba arrodillado en el barro junto a un inmenso roble sufriendo los embates de la lluvia mientras chupaba la sangre de la garganta desgarrada de un conejo, cuando sintió que alguien le ponía una mano sobre la cabeza.

Arrojó el conejo al suelo y se levantó de un salto dando media vuelta. Allí no había nadie. Sólo dos de los gatos más negros de sus hermanas, visibles únicamente porque sus ojos eran luminosos en las tinieblas; ambos le habían seguido desde que había abandonado la casa. Aparte de eso estaba solo.

Durante un segundo o dos sintió todavía la mano sobre su cabeza, aunque no había tal cosa. Luego, la sensación pasó.

Escudriñó las sombras por todas partes y escuchó la lluvia que aporreaba las hojas del roble.

Por fin, se encogió de hombros, e impulsado por su intensa necesidad reanudó la marcha hacia el este, andando cuesta arriba. Sobre el fondo del desfiladero se había formado un arroyo de unos setenta centímetros de anchura pero no era lo bastante profundo para dificultar su avance.

Los gatos, calados hasta los huesos, le siguieron. Él no los quería a su lado pero sabía por experiencia que no podría ahuyentarlos. Los animales no solían acompañarle, pero cuando se empeñaban en seguir su pista no había fuerza humana que los disuadiera.

Después de recorrer unos ochenta metros, se dejó caer de rodillas otra vez, extendió las manos delante de sí e hizo que el poder brotara una vez más. Una luz titilante de color zafiro iluminó la noche. La maleza se agitó, las ramas de los árboles temblaron y las piedras chocaron unas con otras.

Manadas de animales buscaron refugio despavoridas y algunos de ellos corrieron hacia Candy. Echó mano a un conejo y falló, pero apresó una ardilla. El animal intentó morderle pero él lo agarró por una pata y sacudió su cabeza contra el suelo fangoso, atontándolo.

Violet estaba en la cocina con Verbina. Ambas se habían sentado sobre las mantas con veintitrés de sus veinticinco gatos.

Una parte del pensamiento de Violet y otra del de su hermana estaban en Cinder y Lamia, los gatos negros por medio de los cuales ellas acompañaban a su hermano. Cuando vieron que Candy apresaba y destruía su presa, Cinder y Lamia se excitaron, y a Violet le ocurrió lo mismo. Quedó electrizada.

La húmeda noche de enero era profunda, sólo la iluminaba la luz ambiental de las urbanizaciones concentradas hacia el oeste, que se reflejaba en los vientres de las nubes bajas. Entre los animales silvestres, Candy era la criatura más silvestre de todas, un depredador feroz, poderoso y despiadado, que se deslizaba raudo y silencioso por los escabrosos desfiladeros, apoderándose de lo que necesitaba y quería. Era tan fuerte y ágil que parecía flotar por el desfiladero como si no fuera un hombre de carne y hueso sino una criatura voladora cerniéndose a gran altura sobre la tierra.

Cuando Candy apresó la ardilla y le machacó la cabeza contra el suelo, Violet dividió la parte de su mente que estaba con Cinder y Lamia y entró también en la ardilla. Ésta quedó atontada por el golpe, se debatió apenas y miró aterrorizada a Candy.

Las manos enormes y poderosas de Candy sujetaron la ardilla pero Violet pareció sentir que estaban también sobre ella recorriendo sus piernas desnudas y sus caderas, sus pechos y su vientre.

Candy le quebró la espina dorsal contra la rodilla doblada.

Violet se estremeció. Verbina gimió y se agarró a su hermana.

La ardilla perdió toda sensibilidad en sus extremidades.

Con un gruñido hondo, Candy mordió la garganta del animal. Le desgarró la piel rajando los vasos sanguíneos.

Violet notó que la sangre caliente brotaba de la ardilla, notó que la boca de Candy se adhería hambrienta a la herida. Casi le pareció que no había ningún intermediario entre ellos, que los labios de él se apretaban contra su garganta como si fuera su propia sangre la que fluía en su boca. Deseó entrar en la mente de Candy y ser a la vez donante y receptor de sangre, pero eso sólo le era posible con los animales.

No tuvo ya fuerzas para permanecer sentada. Se dejó caer de espaldas sobre las mantas y casi sin darse cuanta entonó una monótona letanía:

– Sí, sí, sí, sí…

Verbina rodó sobre sí misma hasta quedar encima de su hermana. A su alrededor, los gatos dieron volteretas formando una masa viva de pieles, colas y caras bigotudas.

Thomas lo intentó otra vez. Por Julie. Alargó la mano hacia la mente fría y refulgente de la «cosa malévola». E inmediatamente la «cosa malévola» lo atrajo hacia sí. Él dejó que su mente se desovillara como una gran madeja. Ésta atravesó la ventana, zumbó en la noche y estableció contacto.

Televisó sus preguntas: ¿quién eres? ¿De dónde provienes? ¿Qué quieres? ¿Por qué te propones hacer daño a Julie?

Justo cuando Candy arrojaba lejos de sí la ardilla muerta y se levantaba, sintió otra vez la mano sobre su cabeza. Se revolvió y sacudió con ambos puños la oscuridad.

No había nadie detrás de él. Con ojos ambarinos y radiantes, los gatos le observaban vigilantes desde una distancia de seis metros, borrones oscuros en el pálido légamo. Entretanto, toda la vida silvestre de la vecindad inmediata había huido. Si alguien le estuviera espiando, el intruso se ocultaría por el desfiladero en la maleza o en algún nicho de sus paredes, indudablemente no lo bastante cerca para tocarlo.

Además, seguía sintiendo la mano. Se frotó la coronilla esperando encontrar hojas adheridas al pelo húmedo. Nada. Pero la presión de la mano persistía, incluso aumentaba, y quedaba tan bien marcada que podía notar el contorno de cuatro dedos, un pulgar y la curva de una palma contra su cráneo.

¿Qué… de dónde… qué… porqué?

Candy dio una vuelta completa, enfurecido y confuso.

Una sensación de hormigueo le hurgó la cabeza, algo diferente de todo cuanto había conocido hasta entonces. Como si algún ser estuviera enterrándose en su cerebro.

– ¿Quién eres? -preguntó en voz alta.

– ¿Qué… de dónde… qué… por qué?

– ¿Quién eres?

¡La «cosa malévola» era un hombre! Ahora, Thomas lo sabía. Un hombre muy feo por dentro, pero, al menos en parte, un hombre.

La mente de la «cosa malévola» era una vorágine, más negra que el negro, girando a una velocidad descomunal, absorbiendo a Thomas, intentando engullirlo vivo. Él se esforzó por escabullirse. Alejarse nadando. No fue fácil. La «cosa malévola» se disponía a arrastrarlo hacia el «lugar maldito» de donde no podría regresar jamás. Pero su temor del «lugar maldito», de ir a donde Julie no lo encontraría nunca y donde estaría solo, era tan enorme que por fin consiguió desprenderse y enrollarse otra vez en su habitación de Cielo Vista.

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