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– Cálmate, Frank, relájate y cálmate. Nadie quiere hacerte daño. No te sucederá nada desagradable. Tranquilo y relajado, tranquilo…

Frank negó con la cabeza.

– No, no, él está acercándose, está acercándose, esta vez me atrapará. Maldita sea ¿por qué vine aquí? ¿Por qué volví y le di la oportunidad de atraparme?

– Ahora, relájate…

– ¡Está ahí! -Frank intentó levantarse, pareció incapaz de hacerlo y hundió aún más los dedos en el tapizado vinílico de la butaca-. Él está ahí, y me ve, me está viendo.

Bobby preguntó:

– ¿Quién es él, Frank? -Y Jackie repitió la pregunta.

– Candy. ¡Él es Candy! -Cuando se le pidió otra vez el nombre de aquella persona que tanto temía, repitió-: Candy.

– ¿Se llama Candy?

– ¡Me está viendo!

En un tono más enérgico y autoritario, Jackie dijo:

– Tranquilízate, Frank. Te tranquilizarás y relajarás.

Pero Frank se agitó aún más. Rompió a sudar. Sus ojos, fijos en un lugar y un tiempo distantes, se desorbitaron.

– No tengo ya mucho control sobre él -dijo, preocupado, Jackie-. Debo hacerle volver en sí.

Bobby se adelantó hasta el borde de su silla.

– No, todavía no. Dentro de un minuto. Pero todavía no. Pregúntale por Candy. ¿Quién es ese tipo?

Jackie repitió la pregunta.

– Es la muerte -respondió Frank.

Frunciendo el ceño Jackie dijo:

– Eso no es una respuesta clara, Frank.

– Él es la muerte andante, la muerte viviente, es mi hermano, el hijo de ella, su hijo favorito, su súcubo, y yo le odio. Él quiere matarme. ¡Aquí viene!

Lanzando un lastimoso balido de terror, Frank empezó a abandonar la butaca.

Jackie le ordenó que permaneciera en su sitio.

Frank se sentó a regañadientes pero su terror aumentó porque vio que Candy se le aproximaba.

Jackie intentó sacarlo de aquel lugar lejano en el pasado, traerlo al presente, hacerle salir de su trance, pero todo fue en vano.

– Tengo que huir ahora; ¡ahora, ahora! -gritó, desesperado, Frank.

Julie se asustó por él, pues no había visto nunca a nadie tan patético y vulnerable. Estaba empapado de un sudor frío y estremecido por violentos temblores. El pelo le caía sobre la frente y los ojos, pero no le impedía contemplar la visión terrorífica que él mismo evocaba desde su pasado. Aferraba los brazos de la butaca con tanta fiereza que finalmente una uña de su mano derecha perforó el tapizado vinílico.

– Necesito salir de aquí -repetía, sin cesar, Frank.

Jackie le ordenó que no se moviera.

– ¡No, he de huir de él!

Jackie Jaxx dijo a Bobby:

– Jamás me ha sucedido esto, he perdido todo control sobre él. Míralo, por Dios, temo que pueda surgir un ataque cardíaco.

– Vamos, Jackie, tienes que ayudarle -dijo enérgicamente Bobby. Luego, se levantó para acuclillarse junto a Frank y cubrirle una mano con la suya en un gesto de consuelo y ánimo.

– No hagas eso, Bobby -dijo Clint. Y se levantó tan raudo que dejó caer la grabadora que tenía equilibrada sobre un muslo.

Bobby no hizo caso a Clint porque estaba demasiado enfrascado con Frank, quien temblaba sin freno delante de ellos. El hombre era como una caldera con una válvula de escape atascada y llena hasta el punto de estallar, no con vapor a presión sino con terror maníaco. Bobby quería tranquilizarle, cosa que Jackie no había conseguido.

Por un instante, Julie no comprendió lo que había hecho saltar así a Clint. Pero sí que Bobby había visto lo que les había pasado inadvertido a los demás: Frank sangraba por la mano derecha. Bobby no le había puesto la mano encima para darle consuelo; se esforzaba por que Frank soltara la presa que había hecho en el brazo de la butaca, pues al aferrarse así había roto el tapizado vinílico y se había cortado con alguna tachuela suelta.

– ¡Se aproxima! ¡He de huir! -Frank soltó la butaca, asió la mano de Bobby y se levantó arrastrándolo consigo.

Súbitamente, Julie comprendió lo que Clint temía y se levantó tan aprisa que volcó la silla.

– ¡Suéltate, Bobby!

Dominado por el pavor ante la visión de su asesino hermano, Frank lanzó un alarido. Dejando escapar un silbido como el vapor de una locomotora, se desvaneció. Y se llevó detrás a Bobby.

Capítulo 46

Luciérnagas en un vendaval.

Bobby creía flotar en el espacio porque no sabía cuál era la posición de su cuerpo, no sabía decir si estaba tendido, sentado o de pie, cabeza arriba o cabeza abajo, como ingrávido en un inmenso vacío. No tenía sentido del olfato ni del tacto. No podía oír nada. No podía sentir el calor, ni el frío, ni el peso. Lo único que conseguía ver era una infinita negrura que parecía extenderse hasta los confines del universo… y millones de minúsculas luciérnagas, efímeras como pavesas bullendo a su alrededor. En realidad, no estaba seguro de verlas pues no sabía a ciencia cierta si tenía ojos con que mirarlas; era más bien como si… las presintiera, no a través de alguno de los sentidos ordinarios sino mediante una vista interna, el ojo de la mente.

Al principio le dominó el pánico. La carencia sensorial extrema le convenció de que había quedado paralizado, sin sensación en ningún miembro ni centímetro de la piel, abatido por una brutal hemorragia cerebral, sordo, ciego y atrapado para siempre en un cerebro lesionado que había seccionado todas sus conexiones con el mundo exterior.

Luego, se dio cuenta de que se movía, a la deriva por la negrura, no como pensara antes, sino vertiginosamente proyectado a través de ella a una velocidad tremenda, espantosa. Se dio cuenta de que era arrastrado como si fuera una pelusa volando hacia una aspiradora de poder cósmico, mientras a su alrededor las luciérnagas revoloteaban y daban tumbos. Era como estar en un parque de atracciones volando tan alto y tan aprisa que sólo Dios podía haberlo designado para su propio placer, aunque trasladarse en aquella montaña rusa a través de una negrura sin límites intentando gritar no fuera nada placentero, para él.

Cuando cayó sobre el suelo del bosque, se tambaleó y casi se derrumbó sobre Frank, que estaba de pie frente a él asiéndole todavía la mano en un apretón doloroso.

Bobby buscó aire desesperadamente. El pecho le dolía; los pulmones parecían habérsele encogido. Hizo una aspiración profunda, y otra, y luego exhaló de forma explosiva.

Vio la sangre que ahora teñía las manos de ambos. Una imagen de tapizado roto pasó fugazmente por su mente. Jackie Jaxx. Bobby lo recordó.

Cuando intentó desligarse de su cliente, éste le retuvo y dijo:

– Aquí no. No, no puedo arriesgarme a eso. Demasiado peligroso. ¿Por qué estoy aquí?

Bobby inspeccionó el bosque primitivo impregnado por aroma de pinos que le rodeaba, lleno de sombras cada vez más densas a medida que el crepúsculo daba paso a la noche en el mundo. El aire era glacial y las erizadas ramas de las gigantescas coniferas se doblaban bajo el peso de la nieve, pero él no vio nada de horripilante en la escena.

Luego percibió que Frank miraba fijamente más allá de él. Se volvió para descubrir que estaban en el lindero del bosque. Un prado cubierto de nieve ascendía suave detrás de ellos. Arriba había una cabaña de troncos, no una choza rústica de un arquitecto, un retiro vacacional para alguien con una renta muy saneada. Un manto de nieve se extendía sobre el tejado principal, otro sobre el del porche, cada uno decorado con unos flecos de carámbanos que destellaban bajo los últimos rayos de un sol frío. Ninguna luz brillaba en las ventanas ni el humo surgía de ninguna de las tres chimeneas. El lugar parecía abandonado.

– Él está enterado de esto -susurró Frank, todavía aterrorizado-. Lo compré bajo un nombre falso pero él lo descubrió y vino aquí, casi me mató aquí y, seguramente, lo visita con regularidad esperando pescarme otra vez.

Bobby se sintió menos aturdido por aquel frío bajo cero que por el descubrimiento de que había sido «teletransportado» hasta aquella ladera de la sierra. Por fin, recobró la voz y dijo:

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