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– Escucha, Frank, ¿qué significa…?

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Golpeó el suelo rodando sobre sí mismo, topó con un velador y notó que Frank le soltaba la mano. La mesa se hizo añicos descargando un jarrón y otras piezas decorativas no menos frágiles sobre el suelo de madera dura.

Recibió un fuerte golpe en la cabeza. Cuando se puso de rodillas e intentó levantarse, se sintió demasiado mareado para hacerlo.

Mientras tanto, Frank se había levantado ya y miraba jadeante a su alrededor.

– San Diego. Este era antes mi apartamento. Pero él lo descubrió. Hube de abandonarlo a toda prisa.

Cuando Frank le tendió la mano para ayudarle a levantarse, él la tomó sin pensarlo. Era la mano sana.

– Ahora alguien vive aquí -dijo Frank-. Debe de estar fuera, trabajando. Tenemos suerte.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Boby se encontró de pie ante una verja de hierro herrumbroso entre dos pilastras, mirando una casa de estilo Victoriano, con un tejado casi hundido, porche, balaustradas rotas y maltrechas escaleras. La acera estaba resquebrajada y los yerbajos florecían en un césped sin segar. A la luz crepuscular aquello semejaba la visión que tendría cualquier niño de una casa hechizada, aunque él sospechaba que la luz del día le daría aún peor aspecto.

Frank dijo con voz entrecortada:

– ¡Dios mío, no, aquí no!

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Varios papeles cayeron revoloteando al suelo desde un macizo escritorio de caoba como si una corriente hubiese atravesado la habitación, aunque el aire permaneciese estático. Ahora se hallaron en un estudio lleno de libros con ventanas francesas. Un anciano se levantó de un butacón de cuero. Llevaba unos pantalones grises de franela, una camisa blanca, un cardigan azul… y una mirada de sorpresa.

– Doctor -dijo Frank. Y tendió la mano libre al estupefacto anciano.

Oscuridad.

Bobby se había figurado que todo carecía de luz y contornos, pues por el momento él no existía como entidad física; no tenía ojos, ni oídos, ni terminaciones sensitivas táctiles. Pero la comprensión no hizo disminuir su miedo.

Luciérnagas.

Los millones de minúsculos e inquietos puntos de luz eran, probablemente, las partículas atómicas que componían su carne y que eran conducidas hacia delante por el poder que emanaba la mente de Frank.

Velocidad.

Ambos estaban siendo «teletransportados» y, con toda probabilidad, el proceso era casi instantáneo, requiriendo sólo microsegundos para pasar de la disolución física a la reconstitución, aunque de un modo subjetivo fuera más largo.

Otra vez la casa desvencijada. Debía de ser la vivienda en las colinas al norte de Santa Bárbara. Ambos se hallaban en el declive que descendía desde la verja, a lo largo del seto de eugenias que rodeaba la propiedad.

Al descubrir dónde se encontraba, Frank dejó escapar un ahogado grito de terror.

Bobby temía tanto como Frank toparse con Candy, pero también tenía miedo de Frank y del «teletransporte»…

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Esta vez no se materializaron con el equilibrio y la estabilidad de su llegada al estudio del anciano o a la verja herrumbrosa de la destartalada casa, sino con la desmaña de su intrusión en aquel apartamento de San Diego. Bobby dio unos pasos vacilantes cuesta arriba, sujeto todavía por la presa firme de Frank como si les hubiesen esposado, y ambos cayeron de rodillas sobre una hierba mullida.

Bobby intentaba desembarazarse de Frank con movimientos frenéticos, pero él le aferraba con fuerza casi sobrehumana mientras señalaba una tumba, a pocos metros de ellos. Bobby miró alrededor y vio que estaban solos en un cementerio donde varias palmeras se alzaban siniestras en la luz grisácea del crepúsculo.

– Era nuestro vecino -dijo Frank.

Incapaz de hablar mientras recobraba el aliento e intentaba librarse de la presa férrea de Frank, Bobby leyó el nombre, NORBERT JAMES KOLREEN, en la lápida de granito.

– Ella lo hizo matar -dijo Frank-, Hizo que su precioso Candy lo matara porque creía que había sido maleducado con ella. ¡Maleducado con ella! ¡Esa perra medio loca!

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

El estudio lleno de libros. Ellos dentro y ahora el anciano mirándolos desde la puerta.

Bobby se sentía como si hubiese estado en tina intrincada montaña rusa durante horas, dando vueltas de campana a gran velocidad, una vez y otra, hasta no estar ya seguro de saber si estaba moviéndose de verdad… o si permanecía inmóvil mientras el resto del mundo giraba a su alrededor.

– No debería haber venido aquí, Doctor Fogarty -dijo, preocupado, Frank. La sangre le goteaba de la mano herida manchando el dibujo verde pálido de la alfombra china-. Candy podría haberme visto en la casa e intentar seguirme. No quiero conducirle hasta usted.

– Escuche, Frank… -empezó Fogarty.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Ahora se hallaban en el patio trasero de la ruinosa casa, a nueve o diez metros de unas escaleras y un porche tan desmoronadizo como la fachada principal. En las ventanas del primer piso brillaba la luz.

– Quiero irme -dijo Frank-; quiero salir de aquí.

Bobby esperó el «teletransporte» inmediato y se aprestó para afrontarlo, pero no ocurrió nada.

– Quiero salir de aquí -repitió Frank. Y cuando no hubo salto de un lugar a otro, maldijo desesperado.

Repentinamente, la puerta de la cocina se abrió y apareció una mujer. Se detuvo en el umbral y los miró con fijeza. La luz crepuscular, purpúrea y menguante la iluminaba apenas, y la luz de la cocina la perfilaba, pero sin revelar ningún detalle de sus rasgos. Bobby no pudo saber si se debió a un efecto engañoso o de la extraña iluminación o a una revelación precisa de sus formas, pero cuando la mujer se perfiló con claridad, ofreció un cuadro sobremanera erótico: grácil y esbelta como una sílfide y, no obstante, de una feminidad exuberante, un fantasma nebuloso que parecía estar poco vestido o desnudo y provocaba el deseo sin emitir el menor ruido. En esa mujer había una lubricidad enorme que la equiparaba a cualquiera de las sirenas que indujeran a los marinos a lanzar sus naves contra los erizados escollos.

– Mi hermana Violet -dijo Frank con evidente temor y repugnancia.

Bobby percibió movimiento alrededor de los pies de ella, un bullir de sombras que se deslizaron por los escalones al césped. Entonces descubrió que eran gatos, con ojos iridiscentes entre las penumbras. Se agarró a Frank con tanta tenacidad como éste a él, pues ahora temía soltarle tanto como había temido antes permanecer apresado.

– Salgamos de aquí, Frank.

– No puedo. He perdido el control sobre esto, sobre mí mismo.

Había una o dos docena de gatos, o todavía más. Cuando salieron del porche para diseminarse por los primeros metros de hierba mal cuidada estaban silenciosos, luego lanzaron maullidos simultáneos como si fueran una sola criatura. Su lamento de furia y hambre curó al instante las náuseas de Bobby, le revolvió el estómago pero, esta vez, de terror.

– ¡Frank!

Deseó haber cogido la pistolera en la oficina. Su arma había quedado sobre la mesa de Julie, sin ninguna utilidad para él, pero cuando vio los colmillos desnudos de la horda invasora, pensó que el revólver no los detendría, al menos no en número suficiente.

El más próximo de los gatos… saltó…

Julie se quedó de pie junto a la butaca de su despacho, que había sido trasladada hasta el centro de la habitación para la sesión de terapia hipnótica. No podía apartarse del asiento porque allí había visto por última vez a Bobby y donde se había sentido más cerca de él.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Clint se puso a su lado y miró el reloj.

– Menos de seis minutos.

Entretanto, Jackie Jaxx estaba en el baño mojándose la cara con agua fría. Todavía inmóvil en el sofá con un puñado de impresos, Lee Chan parecía más intranquilo de lo que había estado seis minutos antes. Su calma Zen se había quebrantado. Sostenía los papeles con ambas manos como si temiera que también se esfumaran; sus ojos continuaban abiertos de par en par tal como estaban cuando Bobby y Frank desaparecieron.

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