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Oyó sirenas a lo lejos y comprendió que debía marcharse cuanto antes.

Sintió un dolor candente en el hombro, donde las tijeras habían partido músculo y raspado hueso, pero eso lo solucionaría cuando viajase. Al reconstituir su cuerpo podría, fácilmente, rehacer la carne sin la menor mácula.

Mientras saltaba sobre los escombros que sembraban el suelo buscó algo que pudiera darle una pista del paradero de Julie, Bobby o de cualquier otra persona que hubiera citado Thomas. Tal vez ellos supieran quién había sido Thomas y por qué había poseído un don que ni siquiera su bendita madre había sido capaz de conferirle.

Candy tocó varios objetos y muebles pero todo cuanto pudo extraer de ellos fue retratos de Thomas y Derek y de algunos ayudantes y enfermeras que cuidaban de ellos. Entonces, vio un libro de recortes abierto en el suelo, junto a la mesa sobre la que acababa de destrozar a Derek. Las páginas estaban llenas de diversas fotografías que habían sido pegadas en hilera o formando combinaciones peculiares. Cogió el libro y lo hojeó preguntándose qué significaría, y cuando intentó ver el rostro de la última persona que lo había manejado fue recompensado con la aparición de un rostro que no era el de un tonto ni el de una enfermera.

Un rostro masculino y duro. Un individuo no tan alto como él pero casi tan sólido.

Ahora, las sirenas estaban a menos de un kilómetro y sonaban cada vez con más fuerza.

Candy dejó que su mano se deslizara por la portada del álbum de recortes, buscando… buscando…

A ratos podía sentir algo, muy poco, y a ratos mucho. Esta vez necesitaba tener éxito o, de lo contrario, aquella habitación sería un callejón sin salida en su búsqueda para averiguar lo que significaba el poder del tonto.

Buscando…

Recibió un nombre. Clint.

En algún momento de aquella tarde, Clint había ocupado la butaca de Derek para hojear la colección de fotografías.

Cuando Candy intentó averiguar adonde había ido Clint después de abandonar aquella habitación, vio un Chevy que Clint conducía en la autopista, luego un lugar llamado Dakota amp; Dakota, después otra vez el Chevy en la autopista, de noche, y por último una casa pequeña en una localidad llamada Placentia.

Las sirenas se acercaban ya mucho: tal vez estuvieran en el camino que llevaba al aparcamiento de Cielo Vista.

Candy arrojó el álbum. Se dispuso a marchar.

Le quedaba sólo una cosa por hacer antes de «teletransportarse». Al descubrir que Thomas era un tonto y al comprender que Cielo Vista era un lugar lleno de ellos, la existencia del Hogar le había irritado y ofendido.

Mantuvo las manos separadas entre sí unos sesenta centímetros, palma contra palma. Una pálida luz azulada brotó entre ellas.

Recordaba cómo habían hablado los vecinos y otras personas de sus hermanas… y también de él cuando, siendo niño, le expulsaron del colegio a causa de sus problemas. Violet y Verbina parecían y actuaban como deficientes mentales y les importaba poco que la gente las llamase subnormales. Las personas ignorantes le endosaban también a él la etiqueta de subnormal porque pensaban que le habían expulsado del colegio porque era tan incapaz de aprender y tan raro como sus hermanas. (Sólo Frank asistía a las clases como un niño normal.)

La luz comenzó a solidificarse en forma de bola. Cuanto más poder surgía de sus manos hacia la bola, ésta adquiría un tono azul cada vez más oscuro y parecía cobrar sustancia como si fuera un objeto sólido flotando en el aire.

Candy era inteligente, sin ninguna incapacidad para aprender. Su madre le había enseñado a leer y escribir así como los fundamentos de la aritmética; por eso le irritaba oír decir a la gente que era un zoquete. Desde luego, le habían expulsado del colegio por otras razones, mayormente por la cuestión sexual. Cuando se hizo mayor y más fuerte nadie le llamó subnormal ni hizo chistes a costa suya, por lo menos, no en su presencia.

La esfera de color zafiro parecía casi tan sólida como una piedra auténtica pero mayor que una pelota de baloncesto. Estaba casi dispuesta.

Habiéndosele endosado la etiqueta de subnormal, Candy no había simpatizado con los genuinos retrasados mentales, más bien los había aborrecido, y esperaba dejar bien claro, incluso para las personas ignorantes, que él no era ni había sido nunca uno de ellos. Pensar tal cosa de él o de sus hermanas, era un insulto a su santa madre, quien era incapaz de traer un imbécil a este mundo.

Candy cortó el flujo de poder y apartó las manos de la esfera. Por un instante la miró fijamente, sonriendo, pensando en lo que el artilugio haría a aquel lugar tan ultrajante.

Por el hueco de la ventana desaparecida y de la pared parcialmente destrozada llegó, ensordecedor, el lamento de las sirenas, luego pasó de un aullido desgarrador a un gruñido profundo que descendió en espiral hasta el silencio.

– Aquí te llega la ayuda -dijo Candy. Y soltó una carcajada.

Luego, puso una mano sobre la esfera azul y le dio un empellón. El artilugio cruzó la habitación como si fuese un misil balístico disparado desde su silo. Atravesó la pared tras la cama de Derek, dejando un boquete tan grande como el hecho por una granada de cañón, e hizo lo mismo con todas las paredes que encontraba en el camino mientras despedía llamas e incendiaba todo cuanto se interponía a su paso.

Candy oyó gritos y una fuerte explosión, al tiempo que él desaparecía en su camino hacia la casa de Placentia.

Capítulo 52

Bobby se mantuvo de pie a un lado de la autopista, agarrándose a la puerta abierta del coche e intentando recobrar el aliento. Había estado seguro de vomitar pero el momento de ansia había pasado.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó, inquieta, Julie.

– Así… lo creo.

El tráfico desfilaba raudamente. Cada vehículo dejaba una estela de viento y un rugido que daba a Bobby la peculiar sensación de estar viajando todavía a ciento cuarenta kilómetros por hora asido a la puerta abierta del coche y con Julie poniéndole una mano sobre el hombro mientras mantenía el equilibrio por arte de magia y arrastraba los pies por la calzada sin que nadie condujera.

El sueño le había desequilibrado y desorientado con graves efectos.

– A decir verdad no ha sido un sueño -dijo él. Y siguió manteniendo la cabeza baja y mirando absorto la gravilla suelta de la cuneta asfaltada, esperando a medias que le volviera la náusea-. No ha sido como el sueño que tuve tiempo atrás sobre nosotros, y la máquina de discos y el océano de ácido.

– Pero sí otra vez sobre la «cosa malévola».

– Sí. Sin embargo, no puede llamársele sueño, pues fue sólo eso… un estallido de palabras dentro de mi cabeza.

– ¿Palabras, de dónde?

– No lo sé.

Bobby se atrevió a alzar la cabeza y, aunque le asaltó un remolino de vértigo, las náuseas no volvieron.

– Cosa malévola, cuidado, hay una luz que te quiere -dijo-. No puedo recordarlo todo. ¡Fue tan intenso, tan incisivo…! Como si alguien me gritara con un megáfono aplicado a mi oído. Pero eso tampoco es cierto, porque no oí de verdad las palabras, todas estaban aquí, dentro de mi cabeza. Se dejaron oír con fuerza, si es que eso tiene algún sentido. Y no había imágenes, como en un sueño. Las sustituían esas sensaciones tan intensas como confusas. Temor y alegría, cólera y perdón… y, justo al final, esa extraña impresión de paz que… no puedo describir.

Un Peterbilt se les acercó tronante remolcando el trailer de mayor tamaño que la ley permitía. Surgiendo de la noche detrás de sus cegadores faros, semejaba un leviatán nadando desde su profunda madriguera marina, todo él poder desnudo y furia glacial, con un hambre que nada podía saciar. Cuando pasó zumbando ante ellos, Bobby recordó, por alguna razón inexplicable, al hombre que viera en la playa de Punaluu, y se estremeció.

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