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… y las tijeras penetraron otra vez…

Y ella era feliz con Bobby, pero no sería nunca verdaderamente feliz hasta saber que no necesitaba temer el fin en una gran oscuridad. Era tan afable que resultaba difícil imaginarla furiosa por dentro, pero lo estaba. Ahora, Thomas se lo figuró a medida que le llenaba la luz, se figuró lo terriblemente furiosa que estaba Julie. Le enfurecía que todo el trabajo duro, toda la esperanza, todos los sueños, todo el hacer y el amar no sirvieran de nada al final, porque tarde o temprano quedaba muerto para siempre.

… las tijeras…

Si supiera lo de la luz, podría dejar de enfurecerse tanto. Así que Thomas televisó también eso, junto con un aviso y tres palabras finales a ella y a Bobby, las tres cosas a un tiempo, esperando que no se mezclaran unas con otras:

«La "cosa malévola" está llegando, cuidado, la "cosa malévola", hay una luz que te quiere, la "cosa malévola", también te quiero yo, y hay una luz, hay una luz. LA COSA MALÉVOLA ESTÁ LLEGANDO…»

A las 8.15 horas alcanzaron la Foothill Freeway y continuaron embalados hacia el empalme con la Ventura Freeway, que seguirían para cruzar el valle de San Fernando casi hasta el océano, antes de girar hacia el norte para alcanzar Oxnard, Ventura y, por último, Santa Bárbara. Julie sabía que debía reducir la velocidad, pero no podía. La velocidad aliviaba un poco su tensión. Si se atuviera al límite de cien kilómetros por hora, estaba segura de que empezaría a gritar antes de llegar a Burbank.

En el estéreo sonó una cinta de Benny Goodman. Las melodías exuberantes y los ritmos sincopados parecieron concordar con el ímpetu del coche; y si hubiesen estado en un cine, las notas de Goodman habrían sido el fondo musical perfecto para el tenebroso panorama de aquellas colinas nocturnas moteadas de luces, entre las que pasaban de una ciudad a otra, de un suburbio a otro.

Sabía por qué estaba tan tensa: el Sueño estaba a su alcance, pero podría perder todo al intentar cogerlo. Todo. La esperanza. Sus vidas.

Sentado en el asiento contiguo, Bobby confiaba de forma tan implícita en ella que podía dormitar a más de ciento cuarenta kilómetros por hora, aun sabiendo que ella había dormido sólo tres horas la noche anterior. De vez en cuando, ella le echaba una ojeada sólo porque la tranquilizaba tenerlo allí.

No comprendía todavía por qué se encaminaban hacia el norte para investigar a la familia Pollard, cumpliendo sus obligaciones para con el cliente más allá de lo razonable, pero su desconcierto se debía al hecho de que él era casi tan bueno como parecía serlo. Algunas veces se saltaba las reglas y quebrantaba las leyes para beneficiar a sus clientes, pero en el terreno personal, Julie no conocía a nadie que fuera tan escrupuloso como él. Cierta vez, una máquina automática de periódicos le había vendido un ejemplar dominical del Los Angeles Times y, por un funcionamiento defectuoso, le había devuelto tres de las cuatro monedas de veinticinco centavos, tras lo cual él había devuelto las tres monedas metiéndolas en la ranura correspondiente, a sabiendas de que aquella misma máquina había funcionado mal en perjuicio suyo muchas otras veces a lo largo de los años y le debía ya dos o tres pavos.

– Ya lo sé -había dicho él, enrojeciendo al ver que Julie se reía de su bondadoso proceder-. Bueno, tal vez la máquina sea desaprensiva y pueda vivir tan tranquila, pero a mí me resulta imposible.

Julie podía haberle dicho que si se quedaba con el caso Pollard era porque veían por primera vez en su vida una cantidad enorme de pavos, la «gran oportunidad» que cada vivo de este mundo buscaba sin descanso y que la mayoría de ellos no encontraba jamás. Desde el momento en que Frank les mostró todo aquel metálico en la bolsa y les habló de una segunda cantidad escondida en el motel, habían quedado atrapados como ratas en un laberinto, impelidas hacia delante por el olor a queso, aunque se hubiesen turnado para desmentir todo interés en el juego. Cuando Frank regresó de Dios sabía dónde a aquella habitación de hospital con otros trescientos mil dólares, ni ella ni Bobby plantearon la cuestión de la legalidad aunque por entonces no era ya posible pretender que Frank fuera inocente por completo. El olor a queso era ya demasiado fuerte para resistirlo. Iban lanzados hacia delante porque veían la oportunidad de utilizar a Frank para salir de la carrera de ratas y comprar el Sueño antes de lo que habían pensado. Estaban dispuestos a emplear dinero sucio y medios cuestionables para alcanzar el fin codiciado, pero Julie suponía que se podía decir en su favor que no eran tan codiciosos como para robar el dinero y los diamantes a Frank y abandonarlo a merced de su psicópata hermano; o quizá su sentido del deber para con su cliente fuera ahora una falsedad, una virtud que podrían exhibir más tarde cuando intentaran justificar ante su propia conciencia aquellos otros actos e impulsos menos nobles.

Podía haberle contado todo esto pero no lo hizo, porque no quería discutir con él. Debía dejarle figurárselo a su modo, aceptarlo a su manera. Si intentaba decírselo antes de que Bobby fuera capaz de comprenderlo, lo negaría todo. E, incluso aunque admitiese una parte de la verdad, expondría un razonamiento sobre la legitimidad de Sueño, su moralidad básica, y lo usaría para justificar los medios con el fin. Pero ella no creía que un fin noble pudiera conservar su nobleza si se alcanzaba con medios inmorales. Y aunque le resultaba imposible dar la espalda a aquella «gran oportunidad», le preocupaba que cuando alcanzasen el Sueño, éste quedara mancillado y no fuese lo que debería haber sido.

Sin embargo, siguió conduciendo. Aprisa. Porque la velocidad aliviaba algo de su miedo y su tensión. También le entumecía la cautela. Y, sin cautela, tenía menos probabilidades de replegarse ante el peligroso enfrentamiento con la familia Pollard, que parecía inevitable si querían aprovechar la oportunidad de obtener una riqueza inmensa y liberadora.

Cuando estaban en un claro del tráfico, sin nada que les siguiera y a unos trescientos metros del coche más cercano por delante, Bobby dio un alarido y se enderezó en su asiento como si quisiera prevenirla contra una colisión inminente. Se lanzó hacia delante, tensando el cinturón de seguridad, y se llevó las manos a la cabeza como si le aquejara una súbita jaqueca.

Asustada, soltó el acelerador y pisó un poco el pedal del freno mientras preguntaba:

– ¿Qué pasa, Bobby?

Con voz enronquecida por el miedo y agudizada por el apremio, habló por encima de la música de Benny Goodman:

– La «cosa malévola», la «cosa malévola», cuidado, hay una luz, hay una luz que te quiere…

Candy miró el cuerpo ensangrentado que yacía a sus pies y comprendió que no debía haber matado a Thomas. En vez de eso, debía haberlo llevado a un lugar apartado para torturarle y sacarle todas las respuestas, aunque el memo necesitara horas para recordar todo cuanto él necesitaba saber. Incluso podía haber sido divertido.

Su furia había sido mayor que en ninguna otra ocasión, le había faltado el dominio sobre sí mismo como en ningún otro momento de su vida desde el día en que encontró el cuerpo muerto de su madre. Quiso venganza, no sólo por su madre, sino también por él mismo y por todas las personas de este mundo que merecían haberse vengado y jamás pudieron hacerlo. Dios le había convertido en instrumento de venganza. Ahora, Candy ansiaba desesperadamente cumplir su propósito. Anhelaba no sólo desgarrar la garganta y beber la sangre de un pecador, sino también las de una multitud de pecadores. Para aplacar su furia necesitaría no solamente beber la sangre sino emborracharse con ella, bañarse en ella, vadear por ríos de ella, plantarse en una tierra saturada de ella. Quiso que su madre le eximiera de todas las reglas que antes habían restringido su furia, quiso que Dios le diera rienda suelta.

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