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No era una persona muerta y putrefacta. Era todo vida, cada parte de él, al menos cada una de las partes que se podía ver, y no sobresalía hueso alguno.

– Buenos días -dijo Derek. La boca deforme y la lengua demasiado grande desfiguraron las palabras. Sonrió.

– Buenos días.

– ¿Has dormido bien?

– Sí -respondió Thomas.

– Pronto habrá desayuno.

– Sí.

– Tal vez bollos pegajosos.

– Tal vez.

– Me gustan los bollos pegajosos.

– Escucha, Derek.

– Dime.

– Si alguna vez te digo…

Derek esperaba, sonriente.

Thomas reflexionó sobre lo que quería decir, luego continuó:

– Si alguna vez te digo que la «cosa malévola» está llegando y te digo que corras, no te quedes ahí plantado como una persona tonta. Sólo corre.

Derek le miró absorto, cavilando sobre ello. Todavía sonriente dijo al cabo de un rato:

– Seguro. Vale.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo. Pero, ¿qué es la «cosa malévola»?

– No lo sé con seguridad, pero la sentiré cuando llegue. Creo que entonces te lo diré y tú correrás.

– ¿Adonde?

– A cualquier parte. Por el pasillo. Busca a algunas ayudantes y quédate con ellas.

– Seguro. Será mejor que te laves. Pronto vendrá el desayuno. Tal vez bollos pegajosos.

Thomas se quitó de encima el edredón y salió de la cama. Se puso otra vez las zapatillas y caminó hacia el baño.

Cuando se disponía a abrir la puerta, Derek le preguntó:

– ¿Quieres decir en el desayuno?

Thomas se volvió:

– ¿Cómo?

– ¿Quieres decir que la «cosa malévola» puede llegar durante el desayuno?

– Podría -contestó Thomas.

– ¿Puede ser… huevos escalfados?

– ¿Cómo?

– La «cosa malévola»… ¿Pueden ser huevos escalfados? No me gustan los huevos escalfados, todos babosos…, eso sería malo de verdad, no tan bueno ni mucho menos como los cereales, los plátanos y los bollos pegajosos.

– No, no -dijo Thomas-. La «cosa malévola» no es un huevo escalfado. Es una persona, una persona extraña. Yo la sentiré cuando llegue, y te lo diré y tú correrás.

– ¡Ah, sí! Seguro. Una persona.

Thomas entró en el baño y cerró la puerta. No tenía mucha barba. Poseía una maquinilla eléctrica pero la usaba sólo un par de veces al mes, y hoy no la necesitaba. Sin embargo, se limpió los dientes. Y orinó. Hizo que el agua saliera en la ducha. Sólo entonces se permitió reír, porque había pasado ya bastante tiempo y Derek no se preguntaría si se estaba riendo de él.

¡Huevos escalfados!

Aunque por lo general no le gustaba mirarse y ver lo tonta y apelmazada que era su cara, echó una fugaz ojeada al empañado espejo. Una vez, hacía mucho tiempo, más del que podía recordar, se había reído al mirarse en el espejo, y por una vez…, ¡sorpresa…!, su aspecto no le había causado malestar. Cuando se reía parecía casi una persona normal. Pero fingir la risa no le hacía parecer más normal, necesitaba reír de verdad; y tampoco le servía el sonreír, porque una sonrisa no tenía lo suficiente de risa para cambiarle la cara. De hecho, una sonrisa podía parecer tan triste a veces, que no podía soportar su imagen.

Huevos escalfados.

Thomas sacudió la cabeza y cuando su risa terminó dio la espalda al espejo.

Lo peor que podía haber para Derek eran los huevos escalfados y no los bollos pegajosos, lo cual tenía mucha gracia. Si intentaras contar a Derek lo de las personas muertas andando y las tijeras sobresaliendo del vientre y un ser que come pequeños animales vivos, el viejo Derek te miraría, sonreiría, asentiría y no se enteraría de nada.

Desde fechas tan lejanas que no podía recordar, Thomas había deseado ser una persona normal y muchas veces daba gracias a Dios por no haberle hecho tan tonto como al pobre Derek. Pero ahora casi deseó poder ser más tonto para quitarse de la cabeza aquellas visiones tan feas, para olvidar que Derek iba a morir, que la «cosa malévola» llegaba y que Julie estaba en peligro. Así nada le preocuparía salvo los huevos escalfados, lo cual no sería nada preocupante puesto que a él le gustaban los huevos escalfados.

Capítulo 41

Cuando Clint Karaghiosis llegó a Dakota amp; Dakota poco antes de las nueve, Bobby le cogió por el hombro le hizo dar media vuelta y le condujo de nuevo hacia los ascensores.

– Conduce tú mientras te pongo al corriente de lo acontecido durante la noche. Sé que tienes otros casos entre manos, pero el asunto Pollard está cada vez más candente.

– ¿Adonde vamos?

– Primero a los laboratorios Palomar. Nos han telefoneado. Tienen listos los resultados de las pruebas.

Sólo quedaban unas cuantas nubes en el cielo y éstas se hallaban muy lejos, hacia las montañas, moviéndose como las veías hinchadas de grandes galeones navegando rumbo este. El día era la quinta esencia de la California meridional: azul, tibio, todo verde y fresco… y un tráfico de hora punta tan enmarañado que podía transformar a un ciudadano ordinario en un psicópata echando espumarajos por la boca y anhelando apretar el gatillo de un arma automática.

Clint evitó las autopistas pero incluso las carreteras de segundo orden estaban abarrotadas. Cuando Bobby hubo relatado todo cuanto había ocurrido desde que se vieran por última vez en la tarde del día anterior, se hallaban todavía a diez minutos de Palomar, pese a las preguntas ocasionales del sorprendido Clint (flemático, como en todas sus reacciones, pero sorprendido a pesar de todo) sobre el claro descubrimiento de que Frank podía «teletransportarse».

Por fin, Bobby cambió de tema, porque hablar demasiado rato sobre fenómenos psíquicos a un tipo tan impasible como Clint le hacía sentirse tan zoquete que hubiera perdido toda noción de la realidad. Mientras avanzaban poco a poco por la Bristol Avenue dijo:

– Recuerdo los tiempos en que podías ir por cualquier parte del Orange County sin quedar atrapado entre los coches.

– No hace tanto.

– Y recuerdo cuando no tenías que ponerte en la lista de espera de un agente inmobiliario para comprar una casa.

– Sí.

– Y recuerdo cuando los naranjales se extendían por todo el Orange County.

– Yo también.

Bobby suspiró.

– Fíjate, diablos, estoy parloteando de los viejos tiempos como un tentetieso. Dentro de poco, hablaré de lo bonito que era todo cuando todavía había dinosaurios.

– Sueños -dijo Clint-. Cada cual tiene su sueño, y el que predomina entre la mayoría de las personas es el sueño californiano, de modo que no cesan de venir aquí, incluso aunque hayan venido ya tantas veces que el sueño haya dejado de ser asequible, por lo menos el sueño original, que fue el iniciador de todo. Desde luego, un sueño debiera ser inasequible o, al menos, estar fuera de nuestro alcance. Cuando es demasiado fácil, carece de significado.

Bobby quedó sorprendido ante la larga parrafada de Clint pero le sorprendió aún más que el hombre hablara de algo tan intangible como los sueños.

– Tú eres californiano, de modo que, ¿cuál es tu sueño?

Tras un momento de vacilación, Clint respondió:

– Que Felina pueda oír algún día. Hoy día se progresa mucho en el campo médico, hay nuevos descubrimientos, tratamientos y técnicas a cada momento.

Mientras Clint doblaba a la izquierda desde Bristol para entrar en la bocacalle donde se alzaban los laboratorios Palomar, Bobby pensó que ése era un sueño excelente, quizás incluso mejor que el suyo y el de Julie sobre la oportunidad de sacar a Thomas de Cielo Vista y procurarle una nueva vida dentro de una familia.

Dejaron el coche en el aparcamiento, junto al inmenso edificio de cemento donde se alojaban los laboratorios Palomar. Mientras caminaban hacia la puerta principal, Clint dijo:

– ¡Ah, por cierto! La recepcionista de aquí cree que soy marica, lo que me tiene sin cuidado.

– ¡Cómo!

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