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La lluvia arreció, tamborileando furiosamente sobre el Toyota. La densa cortina de agua emborronaba la silueta del supermercado.

– ¿Quieres saber lo que creo? -preguntó Bobby-. Creo que Frank estaba usando el nombre de Farris y quienquiera que esté persiguiéndole lo descubrió.

– Quieres decir el señor Luz Azul. ¿El individuo que, según parece, puede destruir un coche y, por arte de magia, hacer explotar las farolas?

– Eso es.

– Suponiendo que exista.

– El señor Luz Azul descubrió que Frank estaba usando el nombre de Farris y fue a esas señas esperando encontrarlo. Pero Frank no había estado nunca allí. Eran sólo un nombre y unas señas que su falsificador de documentos había elegido al azar. Así que cuando el señor Azul no encontró a Frank, mató a todos los ocupantes de la casa porque pensó que le engañaban y estaban ocultando a Frank, o bien, sencillamente, porque se enfureció.

– Habría sabido cómo arreglárselas con Havalow.

– Así, pues, ¿crees que acierto, que he dado en el clavo?

Ella reflexionó un momento.

– Podría ser.

Bobby sonrió.

– Es divertido esto de ser detective, ¿verdad?

– ¿Divertido? -exclamó, incrédula.

– Bueno, quiero decir «interesante».

– Una de dos, o estamos representando a un hombre que asesinó a cuatro personas o estamos representando a un hombre que ha sido elegido como blanco por un brutal asesino… ¿Y te parece divertido eso?

– No tan divertido como el sexo pero más divertido que los bolsos.

– Algunas veces, Bobby, me vuelves loca. Pero te quiero.

El le cogió la mano.

– Si vamos a proseguir esta investigación, voy a disfrutar de ella tanto como pueda. Pero abandonaré el caso si así lo quieres.

– ¿Por qué? ¿A causa de tu sueño? ¿A causa de la «cosa malévola»? -Julie sacudió la cabeza-. No. Si empezamos a dejar que un sueño misterioso nos espante pronto nos espantará cualquier cosa. Perderemos nuestro aplomo, y sin aplomo no podemos hacer este tipo de trabajo. -Julie pudo ver ansiedad en su mirada con el tenue resplandor de las luces del salpicadero.

Tras un breve silencio, él dijo:

– Sí, sabía que dirías eso. Así que vayamos al fondo del asunto tan de prisa como podamos. Según su otro permiso de conducir, él es James Román y vive en El Toro.

– Son casi las ocho y media.

– Podemos ir allí, buscar la casa… tal vez cuarenta y cinco minutos. Eso no es demasiado tarde.

– Está bien.

En lugar de meter la marcha, Bobby deslizó hacia atrás su asiento y se quitó la chaqueta de nailon.

– Abre la guantera y dame mi pistola. En lo sucesivo, la llevaré a todas partes.

Los dos tenían permiso de armas. Julie se quitó con cierto esfuerzo la chaqueta y luego sacó de debajo del asiento dos sobaqueras. Acto seguido, cogió dos revólveres Smith amp; Wesson. 38 Chief's special de la guantera. Armas fiables y compactas que podían pasar inadvertidas bajo la ropa ordinaria con poca o ninguna ayuda del sastre.

La casa había desaparecido. Si alguien llamado James Román había vivido allí, ahora tenía nuevo alojamiento. Un bloque de cemento se alzaba en medio del solar, rodeado de hierba, maleza y árboles como si la estructura hubiese sido arrebatada desde arriba por seres de movimiento intergaláctico para hacerla esfumarse en el espacio.

Bobby aparcó en el camino de entrada y los dos se apearon del Toyota para inspeccionar de cerca la propiedad. Pese a la lluvia fustigante, una farola próxima proyectaba suficiente luz para revelar que el solar estaba pisoteado, hollado por innumerables neumáticos y pelado a trechos; también estaba sembrado de virutas de madera, cascotes de estuco y algunos fragmentos de cristal.

La clave más concluyente del destino de la casa se encontraba en las condiciones de la maleza y los árboles. Los arbustos más cercanos al bloque estaban secos o maltrechos, y vistos de cerca parecían socarrados. Los árboles más próximos carecían de follaje y sus negruzcas ramas daban a la lluviosa noche de enero el carácter anacrónico del Día de Difuntos.

– Un incendio -dijo Julie-. Luego derribaron lo que quedó en pie.

– Hablemos con alguno de los vecinos.

El desierto solar estaba flanqueado por casas. Pero sólo había luz en la casa del lado norte.

El hombre que respondió al timbrazo tenía unos cincuenta y cinco años, un metro ochenta de altura, pelo gris, sólida constitución y un acicalado bigote gris. Se llamaba Park Hampstead y tenía el aire de un militar retirado. Les invitó a entrar, siempre que dejaran sus embarrados zapatos en el porche. Así que le siguieron sólo con los calcetines hasta un cuarto de estar frente a la cocina, donde el tapizado amarillo estaba a salvo de su ropa húmeda; no obstante, Hampstead les hizo esperar mientras colocaba unas gruesas toallas de color melocotón sobre dos butacas.

– Lo siento -dijo-, pero soy bastante remilgado.

La casa tenía el suelo de roble blanqueado y un mobiliario moderno. Bobby observó que hasta el último de los rincones estaba impecable.

– Treinta años en el Cuerpo de Infantería de Marina me inculcaron un respeto inquebrantable por la rutina, el orden y la limpieza -les explicó-. De hecho, cuando Sharon murió…, era mi esposa…, me volví un poco loco, creo yo, por la pulcritud. Los primeros seis u ocho meses después de su funeral estuve limpiando este piso dos veces por semana como mínimo, porque mientras limpiaba el corazón no me dolía tanto. Me gasté una fortuna en Windex, toallas de papel y bolsas de basura. ¡No les engaño si les digo que ninguna pensión militar puede soportar el hábito que adquirí! Superé esa fase. Hoy soy todavía remilgado, pero no estoy obsesionado por la limpieza.

Quiso invitarles a café, que acababa de preparar. Tazas, platos y cucharillas estaban impecables sin excepción. Hampstead dio dos servilletas de papel a cada uno y luego se sentó frente a ellos al otro lado de la mesa.

– Desde luego -dijo, después de que ellos expusieran el tema-. Conocí a Jim Román. Buen vecino. Era piloto de helicóptero en la base aérea de El Toro. Aquél fue mi último destino antes del retiro. Jim era un tipo fantástico, qué diablos, el hombre que se quitaría la camisa para dártela, o te preguntaría si necesitas dinero para comprarte una corbata.

– ¿Era? -inquirió Julie.

– ¿Murió en el incendio? -preguntó Bobby recordando la maleza socarrada y el tiznado bloque de cemento del solar de al lado.

Hampstead frunció el ceño.

– No. Murió dos meses después de Sharon. Digamos… hace dos años y medio. Su helicóptero se estrelló durante unas maniobras. Tenía sólo cuarenta y un años, once menos que yo. Dejó una esposa, Maralee, una hija de catorce años llamada Valerie y un hijo de doce, Mike. Estupendos chicos. Horrible hecatombe. Formaban una familia muy unida y el accidente de Jim los deshizo. Tenían algunos familiares en Nebraska, pero nadie a quien recurrir de verdad. -Hampstead miró el zumbante frigorífico por encima de Bobby y su mirada se perdió-. Yo intenté intervenir, ayudarles, aconsejar a Maralee sobre cuestiones económicas, arrimar el hombro y aguzar el oído cuando los chicos necesitaban algo. Los llevé a Disneylandia de vez en cuando, ya saben, ese tipo de cosas. Maralee me llamaba regalo de Dios infinidad de veces, pero, en realidad, era yo quien los necesitaba más que a la inversa, porque hacer cosas por ellos empezó a hacerme olvidar un poco la pérdida de Sharon.

– Entonces el incendio fue más reciente, ¿no? -dijo Julie.

Hampstead no respondió. Se levantó, se acercó al fregadero y, abriendo el armario situado debajo, volvió con un recipiente de detergente Windex y un trapo y empezó a frotar la puerta del frigorífico, que parecía tan limpia como las superficies asépticas de un quirófano.

– Valerie y Mike eran unos chicos formidables. Transcurrido un año o así, casi me parecía que eran mis hijos, los que Sharon y yo no tuvimos jamás. Maralee llevó un largo luto por Jim, casi dos años, antes de empezar a darse cuenta de que todavía era una mujer en la flor de la vida. Tal vez molestara a Jim lo que empezó a suceder entre ella y yo, pero no lo creo; pienso que él se habría sentido feliz por nosotros, aunque yo tuviera once años más que ella.

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